La colección purificada en el museo fenomenológico de Husserl

Por Galán Madruga

La indagación husserliana sobre la relación contemplativa con los datos de la conciencia se enraíza en su anhelo de pureza. Su trayectoria filosófica estuvo orientada a la recuperación de un modo de vida contemplativo, respaldado por una forma de pensamiento coherente con dicho ideal. Es significativo que en 1929, ya septuagenario, Husserl sintetizara su necesidad de filosofar como una condición imprescindible para su supervivencia en el mundo. No obstante, en su perspectiva, toda existencia auténtica dentro de la «actitud natural» implica una toma de postura, una implicación activa en los problemas cotidianos y las disputas diarias. Por lo tanto, la posibilidad de un comportamiento meditativo, incluso en su forma más pura, depende de la capacidad de evadir esta necesidad de posicionamiento. De ello se desprende que, para preservar su pureza, la teoría debe al menos suspender temporalmente la identificación del sujeto con la existencia empírica.

La filosofía existencial emergente de Heidegger, en contraste, enfatiza el primado del «cuidado» (Sorge) y la ineludible implicación del pensamiento en los imperativos históricos. Mientras Husserl se esfuerza por neutralizar las tomas de postura existenciales, estableciendo un espacio de calma donde el pensamiento pueda dedicarse de manera ininterrumpida a los fenómenos, Heidegger acoge el compromiso con la facticidad.

Este es el punto de partida para nuestra exploración analítica. En la búsqueda husserliana de una pureza teórica se revela una oportunidad singular para examinar la práctica de la teoría en su doble vertiente de filosofía y ciencia. Dicha búsqueda puede describirse como un intento universal de purificación, una lucha contra la inherente impureza de la vida y su inclinación a la cooperación y la toma de postura. Para Husserl, este proceso de «puesta entre paréntesis» o «desconexión» de la «actitud natural» es el mecanismo que permite la teoría pura: un ejercicio de retirada donde la conciencia se aparta de sus propios asuntos y adopta el insólito hábito de relacionarse desinteresadamente con las «cosas mismas».

Si la ciencia, o más precisamente la «actitud teórica», constituye un ejercicio, su práctica central debe ser una disciplina de la abstención. Se trata de un entrenamiento en la no-toma de postura, una tentativa de suspender la participación en la vida aun cuando se esté inmerso en ella. Solo a través de esta disciplina el pensamiento puede acceder a una esfera de observación pura, donde las fluctuaciones de la existencia dejan de afectarlo de manera inmediata.

Donde antes se erigía un yo implicado, debe emerger un yo observador. Este peculiar yo-espectador no busca en la contemplación una purificación, sino que acude al teatro filosófico ya depurado hasta cierto punto, con la intención de proyectar su pureza sobre lo observado. Si se lograra desarrollar esta mirada a través de un ejercicio paciente, la existencia misma se revelaría como una sucesión de ilustraciones en un tratado sobre posibles formas de vida. En efecto, el pensamiento puro podría concebirse como el análisis de dichas ilustraciones, presentadas a modo de páginas abiertas en el libro de la conciencia. La subjetividad se desvanece en la ecuación: la propia vida se reduce a un punto en una curva, en la que solo interesa la función que la describe.

Este afán de purificación no debe considerarse un anacronismo, pues su modernidad se evidencia en su afinidad con la fotografía. Aunque Husserl denigrara la fotografía como una expresión del naturalismo vulgar, su proyecto fenomenológico opera de manera análoga a la captura fotográfica. La fenomenología constituye la transposición filosófica del «dibujo con luz» propio de la imagen fotográfica en la esfera mental, un procedimiento que transforma las impresiones del entorno y las experiencias sensibles en imágenes interiores fijas, desvinculadas de su contexto. Con el tiempo, esta disciplina se extiende también a las imágenes en movimiento, pues quien dirige su atención a los mundos interiores de la representación no puede ignorar la dinámica de la conciencia. De ahí que la fenomenología se proyecte como una teoría de la conciencia interior del tiempo.

Las imágenes fenomenológicas se capturan con lo que podría denominarse una cámara de la conciencia. Cuando estas impresiones son fijadas y extraídas del proceso de observación interior, adquieren un estatus filosófico significativo, tanto desde una perspectiva archivística como museológica. En su manifestación más elevada, el ejercicio fenomenológico se convierte en la revelación de fenómenos como imágenes capturadas de la existencia. Estas configuraciones se resguardan en lo que podría concebirse como una colección fenomenológica, en la que las cosas son liberadas de la carga de su conexión vital.

En este sentido, el archivo fenomenológico crece de manera constante, a medida que más elementos son desvinculados de su pretensión de realidad. Así como Hegel concibió el museo clásico, Husserl diseñó el museo de la Modernidad, un espacio donde la filosofía fenomenológica se erige como un ejercicio sistemático de no-cooperación, no con el mundo exterior, sino con la propia vida que toma postura. En otras palabras, un ejercicio de no-cooperación consigo mismo.

Este esfuerzo alcanza su formulación canónica en el párrafo 32 de Ideas I (1913), donde Husserl introduce el concepto de epojé para designar el distanciamiento de la vida, entendida como participación en el teatro del mundo. Este concepto, tomado del escepticismo griego, implica la abstención de juicio, no como negación del conocimiento, sino como una disciplina de la mirada. Husserl transforma la suspensión escéptica en un principio metodológico de la observación interior, donde la no-implicación se convierte en la técnica fundamental de la fenomenología. De este modo, el escepticismo deja de ser un simple adversario del dogmatismo y se instituye como la base de una teoría rigurosa de la conciencia.

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