Por Dimitry Bivol
La búsqueda de Husserl por una relación’contemplativa con los datos de la conciencia se conecta con su anhelo de pureza. Su vida estuvo dedicada a restablecer un estilo de vida contemplativo, arraigado en un modo de pensar correspondiente. Resulta conmovedor que en 1929, siendo ya septuagenario, Husserl resumiera su necesidad de filosofar para poder sobrevivir en este mundo. Sin embargo, según él, toda existencia auténtica en la ‘actitud natural‘ implica tomar postura, implicarse en los problemas cotidianos y en las luchas diarias. Por tanto, la posibilidad de un comportamiento meditativo, incluso ‘puramente meditativo’, depende de la habilidad para evadir la necesidad de tomar postura. Por consiguiente, para mantener su pureza, la teoría debería al menos suspender temporalmente la identificación de su sujeto con la existencia real.
La filosofía emergente ‘existencial’ de Heidegger, con una perspectiva opuesta, no solo enfatiza el primado del ‘cuidado’ [Sorge], sino que también se entrega a los imperativos del momento histórico. En contraste, Husserl intenta neutralizar las ‘tomas de postura existenciales’, consolidando una zona de calma donde el pensamiento, libre de las interferencias de la existencia, pueda dedicarse diligentemente a los fenómenos.
Este es un primer acercamiento a la problemática que nuestro análisis busca abordar. Observamos aquí en el esfuerzo de Husserl por alcanzar una pureza teórica, una oportunidad única para examinar la práctica de la teoría, ya sea como filosofía o como ciencia. Esta lucha podría describirse como un intento universal de purificación. Su objetivo era detener la tendencia intrínsecamente sucia o impura de la vida, la inclinación a cooperar y tomar postura sobre todo. Husserl denomina a esta detención en la limpia línea de la teoría ‘poner entre paréntesis’ o ‘desconectar’ de la ‘actitud natural’. Su esfuerzo se asemeja a una lucha por permitir la desaparición de la lucha misma. Una batalla emprendida para lograr una neutralidad para-existencial, donde la conciencia se retira de sus ‘propios’ asuntos y adopta el inusual hábito de tratar de manera desinteresada con las ‘cosas mismas’. Por lo tanto, si la ciencia, o más precisamente, la ‘actitud’ teórica en sí, es un asunto de ejercicio, entonces el ejercicio principal debería consistir en una retirada. Un entrenamiento en no-tomar-postura, un esfuerzo por suspender la participación en la vida mientras se está en medio de ella. Solo a través de esta estrecha puerta el pensamiento puede entrar en una esfera de observación pura, donde las vicisitudes de la vida dejan de afectarnos directamente.
Donde antes había un yo tomando postura, ahora debe haber un yo observador. Este peculiar yo-espectador no acude al teatro para purificarse; va al teatro, posiblemente ya purificado en cierta medida, para transmitir algo de su pureza a todo lo que observa. Si mediante un ejercicio paciente se lograra desarrollar este tipo de mirada, la propia existencia se revelaría como la ilustración de un libro especializado sobre posibles formas de vida. De hecho, el pensar puro no debería ser otra cosa que el análisis de tales ilustraciones, tal y como se presentan al contemplar una página abierta en el libro de la conciencia; al hacerlo, se actúa como si se hubiera olvidado de que la única conciencia a la que se tiene acceso directo es la propia. Pero ahora, esa limitación ya no es relevante; incluso la existencia propia debe entenderse como un mero caso particular dentro de un contexto general de modos de ser. Mi vida es solo una fuente de información casual, un punto en una curva, en la que solo debería interesarme la ecuación funcional.
No se debe considerar este esfuerzo de purificación como un anacronismo. Su modernidad se hace evidente por el hecho de que emergió casi como un hermano lógico de la fotografía. Aunque en su carta, Husserl hable peyorativamente de la fotografía como cómplice del naturalismo vulgar, en realidad él mismo es un «fotógrafo», solo que en otro medio. La fenomenología es la pareja filosófica del «dibujo con luz» sobre material sensible, con el que a finales del siglo XIX la producción de imágenes dio el salto a la era tecnológica. Transfiere el primer arte mediático moderno a la esfera mental, ejercitando un procedimiento para transformar vistas del entorno y contenidos opcionales de vida visibles y palpables en imágenes interiores fijas y sustraídas al contexto. Con el tiempo, se apropia también de las imágenes en movimiento; lo cual es comprensible, pues quien dirige su atención a los mundos interiores de representación también se ocupa de la permanente producción de películas de la conciencia y llegará a la conclusión de que esta merece un análisis fílmico especial: la fenomenología se presenta como teoría de la conciencia interior del tiempo.
Las imágenes mencionadas aquí son capturadas con lo que podríamos llamar una cámara de la conciencia. Cuando estas imágenes son impresas y retiradas del baño de fijación de la observación interior, adquieren un importante estatus filosófico, tanto desde una perspectiva archivística como museística. En el ejercicio supremo, se trata de revelar como fenómenos las imágenes capturadas de la existencia. Estos fenómenos se archivan en lo que podríamos llamar la colección fenomenológica (no debería sorprendernos, por tanto, que las teorías archivísticas más interesantes de las últimas décadas, ya sea la de Jacques Derrida o la de Boris Groys, estén inspiradas, de manera más o menos manifiesta, en la fenomenología). El archivo es una colección cuyo contenido se compone exclusivamente de objetos de ese tipo, liberados de la carga de su conexión con la vida. Y dado que con el tiempo se pueden liberar, descontextualizar y desvitalizar cada vez más «cosas», se comprende que el archivo está en un constante crecimiento. De esta manera, la esfera de las «cosas» liberadas de la pretensión de ser reales adquiere una mayor amplitud.
Así como Hegel concebía el esquema del museo clásico, Husserl lo hizo con el del museo de la Modernidad. Si la vida implica siempre cooperación, pensar fenomenológicamente implica ejercitar la no-cooperación; es importante señalar: no la no-cooperación en los asuntos exteriores, para los cuales los profesores crónicamente ocupados de todas formas no tendrían tiempo, sino en la propia vida que toma postura; en otras palabras: no cooperar consigo mismo. Los resultados previsibles de esto, las instantáneas de los datos de la conciencia, se conservan en la colección permanente. El mejor fenomenólogo sería el archivista más riguroso.
Sería aquel que más ha aprendido del hecho de que, al existir, uno no está realmente completamente presente. Mostraría cómo colocarse a uno mismo en la colección permanente. Pocos años después, Husserl, en el famoso párrafo 32 de las «Ideas para una fenomenología pura» de 1913, citado en medios académicos simplemente como «Ideas I», introduce la expresión epojé para designar ese gesto de distanciamiento de la vida, en tanto sujeta a la pertenencia directa al teatro del mundo. Este concepto merece nuestro interés por varios motivos.
Por un lado, es relevante para el tema de hoy, porque proporciona una evidente precisión técnico-ejercitante de la operación fundamental que posibilita la teoría en el sentido mencionado: se refiere al «paso atrás» frente a toda forma de implicación existencial. Significa el distanciamiento absoluto de las representaciones que provienen directamente de la existencia, exige la puesta entre paréntesis de la toma de postura existencial, permite la fenomenalización de las cosas, la esencialización «idealizadora» de los contenidos de conciencia y se ocupa, con ello, de disponer los presupuestos para la descripción paciente del modo y manera en que los «fenómenos» están presentes en la esfera de la conciencia. Por otro lado, la expresión epojé, por su procedencia, es sugestiva, dado que Husserl la toma del vocabulario de los escépticos griegos.
Como es sabido, estos designaban así la postura de abstinencia de juicio que ellos recomendaban; más exactamente: el arte de permanecer en suspenso entre las doctrinas de las escuelas establecidas, sin mencionar las ficciones de los comerciantes en el mercado ni las fabulaciones de los marineros en las tabernas. Puede ser útil recordar que el escepticismo no es una actitud puramente negativa, sino que tiene una dimensión productiva: la de la capacidad de no tomar partido y, con ello, de mantener abierta la perspectiva de la visión panorámica.
Husserl toma prestado el concepto, pero le da un giro importante: ya no se trata tanto de la abstención de juicio en el sentido de una negación de la posibilidad del conocimiento, sino más bien de un ejercicio de la mirada, que hace de la epojé un principio constitutivo de una teoría de la conciencia. Con ello, el escepticismo se transforma en fenomenología, la abstención de juicio se convierte en un procedimiento metodológico de la observación interior, el arte de mantenerse en suspenso se convierte en la técnica de la suspensión de la implicación existencial.
Al inicio de la Edad Moderna, el escepticismo resurgió en dos formas distintas: una autónoma, como una escuela del ensayo, donde la franqueza de los resultados se cultivaba como una virtud intelectual; y otra, en un papel subsidiario, como el adversario íntimo de la pretensión de un saber con fundamentos definitivos. En este rol, el escepticismo servía como contrincante a los espíritus que construían sistemas en sus proyectos de absolutismo cognitivo. Los sistemáticos siempre supieron que sin enfrentar al escepticismo, no se enfrenta realmente a nada, pero también que sin el esfuerzo obligado de la duda (‘de omnibus dubitandum est’), nunca se alcanzaría la celebración de ‘cubrir aguas’ en su sistema. Husserl, junto con pensadores como Descartes y Hegel, pertenece a esta tradición de la duda metódica y existencial, utilizada para generar certeza tras superar la incertidumbre más profunda.
De este modo, la indecisión ante alternativas esenciales prepara para una decisión plena, o al menos para su apariencia. Husserl superó a los escépticos antiguos al no quedarse en suspensión entre las doctrinas de las corrientes filosóficas principales, lo que motivó su distanciamiento de Dilthey, fundador de la ‘filosofía cosmovisional’ neoescéptica. Buscó ir más allá del primitivo absolutismo de Descartes, no contentándose con un equilibrio de proposiciones como ‘yo pienso’, ‘yo existo’, ‘el ser (yo) es’ y ‘Dios es’. Decidió abolir incluso las evidencias vitales de su existencia, las insinuaciones ‘dogmáticas’ del existir personal y el complejo de intereses atrapados en el yo, para retirarse a su ciudadela interior, o más contemporáneamente, a su laboratorio interior, donde las imágenes mentales proporcionan presencias eidéticas precisas.
La epojé resulta instructiva al mostrar cómo la temporalidad del pensamiento se integra en la reflexión filosófica, es decir, cómo el juicio depende del momento. La sensibilidad hacia el tiempo, junto con la reflexividad, es una característica principal de la modernidad cognitiva. Por ello, es importante entender en qué orden se pensaron las cosas y cómo se articulan ahora. La creencia de que una convicción o paradigma es sucedido por otro, y que probablemente ninguno es permanente, nos lleva a usar cada vez más el prefijo ‘post‘. Por ello, ‘época‘ se usa hoy principalmente en sentido histórico, no en su definición escéptica o fenomenológica. Es un concepto de las ciencias del espíritu desarrollado desde el siglo XVIII.
Con esto, terminaron los tiempos en los que valía la fórmula de Lucrecio: ‘eadem sunt omnia semper‘. Ahora, entendiendo que el mundo es históricamente dinámico, el término ‘época‘ se ha expandido, refiriéndose a la conciencia de que en la ‘evolución‘ se deben diferenciar múltiples ‘condiciones de mundo’, una idea de Fichte y Hegel. Ante la plausibilidad de este argumento, los modernos no pueden hacer nada. Al hablar de Antigüedad, Edad Media, Época Moderna, al diferenciar el mundo burgués del feudal, o al contrastar el tiempo de los manuscritos con el de la imprenta, usamos representaciones populares sobre conmociones que transformaron el sentido del mundo.
La epojé, en sentido histórico, significa un corte que genera distancia, haciendo que lo que sigue no pueda entenderse como una continuación directa de lo anterior. Entre los períodos denominados ‘épocas‘, hay eventos separadores como cesuras, saltos, transformaciones, revoluciones o catástrofes. Quien piense a la altura de su tiempo debe situarse según el último corte relevante para él y su comunidad cultural. En este sentido, estamos condenados a la actualidad. Pensamos en términos de revoluciones. En este contexto, la ‘época’ también es significativa en el mundo del lenguaje de Husserl, quien diferenciaba estados de la conciencia de vida antes y después de la cesura fenomenológica.
Su método busca hacer época al llevar el pensamiento de su período ingenuo al reflexivo, en línea con las ideas filosófico-históricas de Fichte, y contiene un elemento de golpismo filosófico que derroca la ‘actitud natural’. Los ontólogos vulgares que, como Marx, afirman que el ser determina la conciencia, tendrían que reconsiderar. La conciencia mantiene al ser a distancia, considerando ocasionalmente su constante demanda de ser tomado en cuenta, sin facilitar demasiado al demandante.
Continua…