Por Galan Madruga
Hay un tipo de experiencia que no se deja atrapar por la claridad de una definición ni por la fuerza de un argumento. Es una experiencia que no se entrega al lenguaje con facilidad y que tampoco se deja encerrar por las categorías del pensamiento. Sin embargo, actúa como el cimiento oculto de toda comprensión, como ese silencio antiguo que, sin decir palabra, sostiene cada palabra pronunciada. Tal vez por eso algunos la han llamado epojé. No en el sentido estricto de un procedimiento teórico ni como parte de una metodología filosófica, sino como un gesto interior, un retiro, una renuncia callada al impulso de someter lo que se vive a los moldes de lo ya sabido. Es una suerte de desarme, de desnudez, de pausa radical. No busca negar el mundo sino permitir que lo más hondo de él se manifieste sin interferencias.
No estoy seguro de poder afirmar que conozco esa experiencia. Aunque creo haberla sentido, o al menos presentido, en ciertos momentos en los que todo juicio parecía innecesario. Son momentos en los que la urgencia de comprender quedaba suspendida por algo que no era exactamente ignorancia. Se trataba más bien de una forma distinta de atención. Una atención más abierta, más pasiva, más disponible. No se sentía como un fracaso del pensamiento, sino como su suspensión voluntaria. Como una rendición sin amargura ante lo que no se deja poseer porque es más grande, más oscuro, más real que cualquier verdad enunciada con seguridad.
En la tradición fenomenológica esta suspensión ha sido considerada el punto de partida para una mirada profunda. Pero cuando se trata de los poetas verdaderos, de los que han vivido al borde de la claridad y no en el centro, o de los místicos, que no se conforman con saber sino que buscan ser atravesados por lo que está más allá de toda comprensión, la epojé ya no parece una operación teórica ni un ejercicio del intelecto. Se convierte en una apertura dolorosa del alma, una entrega que ocurre no en la esfera del pensamiento sino en la región de la experiencia más vulnerable. Allí ya no se puede seguir fingiendo seguridad ni refugiarse en la lógica de las ideas.
Pienso en esto al leer, o más bien al volver a leer, la escritura de Martí. No la escritura oficial, repetida, barnizada con devoción patriótica. Me refiero a la otra. La que apenas se menciona. La que aparece en las cartas donde se deshace, en los textos menores donde se confiesa sin decirlo, en los pasajes donde su voz parece escribirse a sí misma desde un lugar despojado, sin escudo, sin armadura, sin máscara. Allí lo que aparece no es un sistema de pensamiento ni un programa ideológico. Es un alma desgarrada por su propia lucidez. Una conciencia que sabe demasiado. Una que ama demasiado. Una que no encuentra un lugar en el mundo porque ha visto el mundo demasiado de cerca y ha comprendido que toda promesa se vuelve herida cuando no se cumple.
Carlos Ripoll, que dedicó su vida a leer a Martí sin imponerle interpretaciones forzadas, sin obligarlo a ser el ídolo que la historia oficial necesitaba, parece haber intuido este costado menos visible. El más íntimo, el más roto del escritor. En su último libro, escrito sin la rigidez de los trabajos académicos anteriores, se atreve a hacerse preguntas que no buscan respuestas sino resonancias. Al dejar de interrogar lo que Martí dice y comenzar a preguntarse desde dónde lo dice, desde qué estado del alma, desde qué pérdida, desde qué desarraigo profundo, empieza a revelarse algo que había estado siempre allí. Algo que solo puede percibirse cuando uno se detiene. Cuando uno se vacía. Cuando uno se deja tocar por la fragilidad de una voz que no predica sino que respira.
Ripoll sugiere que la melancolía es la clave. No en el sentido banal de una tristeza difusa. Más bien como una forma de lucidez sin consuelo. Una manera de estar en el mundo que no se apoya en certezas sino en presentimientos. Esa melancolía no es simplemente un tono, un matiz, una atmósfera. Es una estructura interior de la mirada. Es un modo de saber sin dominar. De ver sin poseer. De entender sin clausurar. Está presente en toda la obra de Martí. Desde los escritos de juventud hasta las cartas finales. Desde los textos políticos hasta los ejercicios líricos. Como un fondo constante que no se disuelve con el tiempo sino que se intensifica. Como si esa tristeza, lejos de debilitarlo, le diera su verdadera potencia. Su verdadera luz.
No es difícil reconocer en Martí al niño que fue castigado por imaginar un país libre. Al joven desterrado que conversaba con las estatuas del exilio porque no tenía otra compañía. Al hombre que caminaba solo por Nueva York escribiendo cartas que parecían súplicas místicas lanzadas al vacío. Si uno escucha con atención, si uno deja de lado las categorías interpretativas que nos enseñaron a aplicar sobre él, lo que aparece no es un estratega político ni siquiera un poeta en el sentido convencional. Es alguien atravesado por una herida antigua. Una herida que no inmoviliza sino que enciende. Una herida que no lo condena al silencio sino que lo obliga a decir, aunque lo que diga esté siempre al borde de la imposibilidad.
La melancolía en Martí no es la renuncia a actuar ni una forma de sentimentalismo. Es un modo de habitar la realidad sin violentarla. Es una forma de presencia que no se impone sino que se entrega. Como ocurre en los místicos que no buscan negar el mundo sino contemplarlo desde otra luz. Ese gesto. Ese modo de mirar desde la orilla. Eso es lo que hace que su escritura no sea nunca del todo racional ni del todo discursiva. Más bien es visionaria. Como si cada palabra viniera desde un fondo anterior a las ideas. Desde una patria perdida que no es un territorio sino un estado del alma. Una dimensión donde lo bello y lo justo aún no se han separado.
En uno de los pasajes que Ripoll recoge Martí se detiene ante la experiencia estética. Ante ese estremecimiento silencioso que produce la poesía, la música, la pintura. Lo que se siente en esos momentos no es simplemente placer ni deleite ni gozo. Es una suave melancolía. Una nostalgia luminosa que no entristece pero tampoco se resuelve. Como si cada forma artística fuera una señal lejana de un mundo más digno, más alto, más verdadero. Entonces escribe que esos contactos con la belleza son vestimentas místicas. Son signos apacibles de un tiempo futuro que será todo claridad. Luego, con una delicadeza que duele, añade que esa luz de siglos le ha sido negada al pueblo de América del Norte.
Es en esa frase que parece escrita por alguien que ya no espera nada pero que aún así no deja de nombrar lo que espera donde se condensa todo el movimiento de su pensamiento. La suspensión del juicio como forma de apertura. La belleza como revelación. La melancolía como huella de lo que se ha visto pero no se puede retener. Entonces se comprende que Martí no piensa desde una lógica argumentativa sino desde una visión. No razona como quien busca convencer. Escribe como quien ha visto lo otro y ya no puede hablar como antes. No porque haya adquirido una doctrina sino porque ha sido tocado por una promesa que no se realiza en este mundo.
Martí no construye un sistema político ni un proyecto cerrado ni una teoría. Su escritura no es una afirmación. Es una invocación. Lo que late en ella es una teología secreta. Una esperanza sin objeto. Un deseo de algo que no tiene forma pero que deja su sombra en cada palabra. Su patria no es la que fundan los documentos. Su patria es anterior a todo eso. Es una patria del alma. Una que no se conquista. Una que no se posee. Una que solo se intuye en los momentos de epojé melancólica. Cuando todo juicio se retira. Cuando todo saber se suspende. Cuando, por un instante que no se puede repetir ni explicar, se tiene la certeza de haber estado cerca de lo verdadero.
Ripoll, al acercarse a estos textos con la paciencia y la reverencia de quien sabe escuchar lo que no se dice, logra señalar con sutileza aquello que siempre estuvo presente pero oculto tras la costumbre y el hábito interpretativo: Martí no fue un pensador en el sentido tradicional del término, ni un sistematizador de ideas rígidas; fue un vidente, un hombre que ofreció visiones en lugar de certezas, un profeta cuya voz no enseñaba con la autoridad del maestro sino convocaba con la humildad del que ha sido atravesado por la fragilidad del mundo y del alma. En el corazón mismo de su obra se encuentra no una doctrina, sino una soledad luminosa, una tristeza que respira con dignidad y un silencio que, lejos de ser vacío, canta sin necesidad de alzar la voz.
Tal vez esta sea la enseñanza más profunda que nos deja una lectura melancólica y amorosa de la obra de Martí: solo aquel que se ha retirado del mundo no por cobardía sino por necesidad espiritual puede regresar a él con una mirada transformada y renovada; solo quien ha aprendido a suspender sus juicios y sus certezas puede contemplar la verdad en su desnudez más temblorosa; solo quien ha descendido a ese estado de epojé, entendida como una muerte sin entierro y a la vez como la vigilia más pura del alma, es capaz de hablar de la belleza no como mero ornamento sino como una experiencia que solo conoce quien ha regresado del umbral.
Este tipo de belleza, que se encuentra en la intersección entre el dolor y la esperanza, entre la pérdida y la memoria, no se presenta como algo accesorio sino como el verdadero centro desde donde se construye el sentido más hondo de la existencia. En este espacio donde la razón se hace silencio y la palabra se vuelve canto, se revela la promesa más antigua que ha habitado el alma humana: la posibilidad de encontrar luz en medio de la sombra y verdad en medio de la incertidumbre.
La experiencia melancólica que se desprende de la escritura de Martí, y que Ripoll tan delicadamente rescata, no es un accidente ni un estado pasajero, sino una condición existencial que convoca a la atención más plena, a la escucha más profunda y al compromiso más exigente con la vida misma. Es un llamado a permanecer en la frontera entre la claridad y la oscuridad, a vivir la tensión entre el saber y el misterio, a sostener la mirada en ese punto donde todo lo que creíamos firme comienza a disolverse para dar paso a lo verdaderamente esencial.
Que esta invitación nos conduzca a habitar con valentía ese espacio de suspensión, a cultivar la paciencia del que sabe que la verdad no se impone sino que se revela en el silencio y la espera. Que aprendamos a reconocer en cada palabra la sombra de lo perdido y en cada pausa el signo de lo que está por venir. En ese ejercicio constante de apertura y recogimiento, quizás podamos encontrar, como Martí, el modo de vivir con la intensidad y la serenidad que solo ofrece una vida atravesada por la epojé melancólica.