Por Andrés Reynaldo
Ponencia presentada en la Sexta Convención de la Cubanidad, 27 de mayo, 2023
La “corrección política” surge en 1917 con la Revolución de Octubre. Isaiah Berlin lo describe como sostener una columna de platos en la cubierta de una nave en alta mar. Tú debes mantener el balance, de manera que los platos no se hagan trizas. En tal caso, serás juzgado, no por los jueces de un tribunal (si es que en un país comunista esto implica alguna garantía) sino por tus semejantes.
El término alcanza mayor circulación en los medios y la academia durante la década de 1930 por el estado de conformidad ideológica impuesto al ciudadano en la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler. Después de la Segunda Guerra Mundial quedará en el vocabulario de los socialistas como crítica, y hasta sátira, de los excesos ideológicos de sus primos y medio hermanos comunistas. A mediados de la década de 1966, resurgirá con siniestra virulencia durante la Revolución Cultural China. Lenin propuso a los jóvenes la destrucción del mundo burgués. Mao propondrá algo más radical, permanente, universal y, en una perspectiva sicológica, atractivo: la destrucción del mundo de sus padres. Su inmediato reflejo en Europa lo vimos en Mayo del 68.
Los jóvenes Guardias Rojos saldrán a las calles para acabar con todo vestigio de tradición y autoridad. Su programa atacará los llamados Cuatro Vejestorios: las viejas ideas, los viejos hábitos, las viejas costumbres y la vieja cultura. (En París, la emprenderán también contra los viejos árboles). Hoy, el código de la corrección política que mina la sociedad occidental añade la vieja ciencia. Tal como en el Pekín de entonces la sola posesión de un piano justificaba ser arrastrado por las calles con un letrero al cuello que acusaba una prohibida condición de burgués, ahora un médico perderá empleo y reputación por sostener que el sexo de un recién nacido no es opcional. Sin que falten los llamados a considerar el piano como un instrumento de la opresión del hombre blanco.
Para el artista, académico o escritor cubano, que en lo adelante, en aras de la síntesis y con el humor permitido en un foro familiar, llamaré “el artista”, se hacen patentes los códigos de la corrección política en la isla, destinados a preservar el orden totalitario, y los códigos de la corrección política fuera de la isla, destinados a transformar el orden democrático. (No se necesita ser muy avispado para notar que esta transformación del orden democrático apunta a la instauración de un orden totalitario). Ahí las disyuntivas frente a inflexibles sistemas alternos de una misma conformidad.
En la isla, el artista enfrenta tres escenarios.
Primero, lo obvio: el escenario oficialista, con el condicionamiento del talento en obra y vida ligadas al proyecto de opresión. Este escenario, antaño fuente de fama y privilegios, se ha ido estrechando a medida que la dictadura pierde recursos y prestigio.
En el segundo escenario situamos la oposición, que conlleva ostracismo o cárcel, cuando no ambos, con el exilio por única puerta de salida.
Complejo y sobrepoblado es el tercer escenario. John Locke, el padre del liberalismo, habló de la ley de la opinión, la ley de la reputación y la ley de la moda. Quien dicta estas tres leyes domina la sociedad con igual o mayor garra que el Estado. Como vemos hoy en casi todas las democracias occidentales, los dictadores de este dictado (valga el retruécano) dominan vitales sectores de la sociedad y el Estado. En Cuba, ya sabemos, la opinión está codificada por la dictadura. “Con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”. Sin embargo, el poder ha perdido la capacidad de crear reputación, y mucho menos moda. El desgaste ideológico, la imposibilidad práctica de sostener una aceptación del presente y una expectativa de futuro, ha obligado a la dictadura a crear un simulacro de fisura en las artes y la literatura. Al igual que en la economía. (Aún las dictaduras, para gobernar, deben hacer concesiones a la realidad).
En estos espacios de expresión se manifiestan ideas y actitudes de un limitado carácter contestatario, que satisfacen la necesidad de reputación del artista y su afinidad con la moda, así como la propaganda de apertura y tolerancia de la dictadura. El artista puede criticarlo todo, menos lo esencial. Puede regodearse en la conflictividad, sin pasar a la demolición. Dicho con rigor, son espacios que ayudan a la dictadura a transformar su poder para mantener el poder. Propician un discurso de inconformidad controlada sin comprometer el discurso de la conformidad que cohesiona a sus adeptos. Al final del espectáculo, el artista se lleva el aplauso por jugar con la cadena pero es el mono quien pasa el cepillo.
De manera tácita o tramitada, se establece un consenso entre la dictadura y el artista de este tercer escenario. La dictadura muestra que soporta y, en algunos casos, promueve, una crítica desde la Revolución, o sea, dentro de los parámetros de su corrección política. A su vez, el artista se ajusta a un simulacro de independencia que le permite tomar distancia del asfixiante, desprestigiado escenario del oficialismo puro y duro y aspirar a un ambiguo grado de reputación sin dejar de participar en la moda.
Ambas partes prosperan en su complementaria frontera. La dictadura autoriza que el artista entre y salga del país, difunda su obra en el exterior y sostenga una economía insular propia de la elite. Pendiente siempre del compañero que lo atiende, y en ocasiones bajo la guía del compañero que lo atiende, el artista pronunciará en Madrid o Nueva York sus pertinentes condenas al embargo, el exilio de Miami y las políticas conservadoras de Washington. Se da por descontado que ninguna de sus presentaciones en el exterior será interrumpida por una turba de activistas procastristas y contará con el apoyo del establishment progresista en la prensa, las editoriales, los museos, las universidades y la política. En fin, el establishment que dicta la ley de la opinión, la ley de la reputación y la ley de la moda fuera de la isla.
Entre la conveniencia de no desafiar la corrección política de la dictadura, codificada institucionalmente (existe hasta una especie de ministerio del sexo, dirigido por una hija de Raúl Castro) y la conveniencia de no ser rechazado por una audiencia progresista que soporta la crítica a los aspectos no fundamentales del castrismo pero no admite la crítica a la naturaleza del castrismo, el artista del tercer escenario triunfa, ¡vaya paradoja!, por falta de sustancia.
A fuerza de eludir el conflicto frente a la realidad concreta, sus obras estarán lastradas por el eufemismo, la gratuita escatología, la trasnochada epatancia, el hermetismo vacío de misterio, la banalidad cutre y el tremendismo sexual. La intrascendente máscara de la idiosincrasia que oculta el trauma de la identidad. Así, se nos presentan novelas con detectives del Ministerio del Interior que no acaban de encontrar al asesino del estado de derecho o adolescentes que hablan de abandonar el país (ese sueño nos persigue desde que tenemos uso de razón) con la terminología de un seminario del ICAP sobre la “emigración cubana en el exterior”. Algunos, por ejemplo, exigen que por escribir desde Cuba no se les eche en cara que escriben como si no vivieran en Cuba.
Cierto, en estas narrativas hay denuncias al machismo, descripción de contrabandos, agudas insatisfacciones juveniles, hacinamientos de viviendas, nostalgia por todos los que se fueron, burlas al picadillo de soya, retrasos en los abastecimientos de verduras, cochambre, mulatas que se escupen aguardiente en la vulva, ancianos que recuerdan a Benny Moré (curioso que de todo el pasado sólo recuerden a Benny Moré) mientras se fuman un tabaco mal enrollado frente al altar de Yemayá. Idiosincracia. Mucha idiosincrasia. Pero no aparecen los presos políticos que mueren en huelga de hambre, los desaparecidos, los fusilados, las corrupciones de la máxima cúpula dirigente, el racismo institucionalizado, las torturas en Villa Maristas, las mujeres y niños ametrallados en alta mar, el grito desolador de las ruinas y las fotos de ayer y, sobre todo, las estadísticas (¡ay, las estadísticas!) que confirman que toda dictadura pasada fue mejor. Lo más escandaloso, lo más cobarde, lo más oportunista: no aparece Fidel, que es la irrupción del mal radical en nuestra historia, como el motor de la disolución nacional.
Nadie crea que las disyuntivas se aligeran cuando el artista del tercer escenario decide radicarse en el extranjero. Si, como franco opositor de la dictadura, quiere preservar su beneficiosa conexión con los gestores de la opinión, la reputación y la moda, deberá tener mercado, para decirlo con las palabras de Orwell (no se puede hablar de estos temas sin mencionar a Orwell) con el cúmulo de “malolientes pequeñas ortodoxias que ahora se disputan nuestra alma”. En esas transacciones, también habituales en muchos artistas cubanoamericanos, su más valiosa y codiciada moneda es la degradación de Miami como soporte de la nación actual y testimonio de la nación posible.
Sobre la estremecida cubierta de la nave, el artista seguirá equilibrando su columna de platos sin quitarle el ojo al hospitalario, aunque mediocre, horizonte de la conformidad.