«Ha llegado a la meta». Un relato de Alfred Jarry sobre la pasión atlética de Cristo

Por KuKalambé

Se ha alcanzado la tan anhelada meta en el extravagante relato del sacrificio supremo y el arte acrobático de morir, también conocido como el Gólgota según los Evangelios. En este espectáculo, la ejecución romana se presenta como una obra de teatro tan alejada de la dignidad griega que hace que la muerte de Sócrates parezca una pequeña actuación en comparación. La pasión de Jesús, con su dosis de coerción externa, supera con creces cualquier drama griego, y es aquí donde se descubre cómo un mandato externo se convierte en el acto más in del ser.

La narrativa del clímax en la cruz se viste con mensajes ejemplarizantes de los evangelistas. Marcos y Mateo mencionan a Jesús soltando un grito después de tomar vinagre, mientras que Lucas agrega un toque de autoridad con un elegante «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Juan, en su estilo, remata con un Consummatum est, que suena más a un rugido de victoria que a un suspiro de rendición.

Pero, ¿realmente captamos el verdadero espíritu de Juan? ¿No deberíamos traducir su última palabra como un triunfante ‘¡he llegado a la meta!’? Aunque esto pueda chocar con las interpretaciones tradicionales, parece que el apóstol griego se lanza a una heroización de la muerte redentora, como si Jesús estuviera celebrando su propio logro olímpico.

La revolución acrobática del cristianismo va más allá de vencer la inercia mortal de la cruz. La victoria total sobre la impotencia se lleva a cabo en el Viernes Santo y se celebra como el mejor espectáculo de Pascua. Jesús, aparentemente muerto, realiza un acto sin precedentes, una especie de acrobacia infernal, una «travesía sigilosa por el reino de los muertos». Su resurrección al tercer día es como un salto hacia la antigravedad, un acto tan espectacular que parece haberse convertido en el primer acróbata divino.

Klaus Berger, ese crítico teológico de la inmortalidad, nos dice que más que enfocarnos en la muerte, deberíamos unirnos al club de los que van más allá. ¿Muerte del cuerpo? Solo un pequeño detalle en la secuencia de eventos. Estas son palabras esperanzadoras, liberadoras del estigma de lo efímero, que la humanidad ha estado esperando ansiosamente, aunque también plantean algunos desafíos serios. La campaña contra la desesperanza avanza, pero la historia parece atascada en la fila de espera del milagro, una especie de «necesidad de tiempo que las revoluciones demandan», como diría Kluge.

Alfred Jarry, con su perspectiva ascetológica y de fitness acrobático, nos regaló un relato de la Pasión atlética de Cristo en  Le Canard Sauvage, n.° 4, 11-17 de abril de 1903, que hace que toda esta historia suene como una sesión intensiva de entrenamiento espiritual. ¡La Pascua nunca fue tan fitness!

La pasión, considerada como una carrera de montaña

Por Alfred Jarry

Barrabás, quien se había inscrito, se rindió. Pilatos, marcando la señal de inicio, sacó el reloj de agua o clepsidra, que mojó sus manos (a menos que simplemente las hubiera escupido) y dio la salida. Jesús arrancó a toda velocidad. En aquellos tiempos, según el gran periodista deportivo San Mateo, la costumbre era flagelar a los sprinters al inicio, como hacen nuestros cocheros con sus hipomotores. El látigo era a la vez un estimulante y un higiénico masaje.

Así, Jesús arrancó en buena forma, pero el pinchazo llegó de inmediato. Un sembrado de espinas agujereó todo el perímetro de su rueda delantera. En la actualidad, se ve la réplica exacta de esa verdadera corona de espinas en los escaparates de los fabricantes de bicicletas, como reclamo para neumáticos a prueba de pinchazos. Los de Jesús, de una sola cámara y para pista normal, no eran de esa clase. Los dos ladrones, que estaban a partir un piñón, tomaron la delantera. Es falso que hubiera clavos. Los tres representados en las imágenes son el desmontable al que llaman «de un minuto».

Pero antes de hablar de las caídas, describamos de algún modo la máquina. El cuadro es una invención relativamente reciente, visto por primera vez en 1890 en bicicletas con cuadros. Antes, el cuerpo de la máquina se componía de dos tubos soldados en perpendicular, uno sobre otro. Esto se llamaba bicicleta de cuerpo recto o de cruz. Así pues, Jesús, después del pinchazo, subió la montaña a pie, con su cuadro, o su cruz, si se prefiere, a hombros. Algunos grabados de la época reproducen esa escena según las fotografías.

Parece que el deporte del ciclismo, tras el conocido accidente que puso fin a la carrera de la Pasión, estuvo prohibido por un tiempo por decreto de la Prefectura. Esto explica que los periódicos ilustrados, al reproducir esta célebre escena, dieran formas más bien fantasiosas a las bicicletas, confundiendo la cruz del cuerpo de la máquina con la otra cruz, el manillar recto. Representaron a Jesús con las manos separadas sobre el manillar, y en este punto debemos señalar que Jesús circulaba tendido de espaldas, lo que tenía por objeto disminuir la resistencia del aire.

También señalemos que el cuadro o la cruz de la máquina, como algunas llantas actuales, era de madera. Algunos han insinuado, erróneamente, que la máquina de Jesús era una draisienne, un instrumento bien inverosímil en una carrera de montaña durante el ascenso. Según los viejos hagiógrafos ciclófilos Santa Brígida, San Gregorio de Tours y San Ireneo, la cruz estaba provista de un dispositivo al que llamaban suppedaneum. No es necesario ser un sabio para traducirlo como «pedal». Justo Lipsio, Justino, Bosius y Ericio Puteano describen otro accesorio que aún encontramos en 1634, según nos informa Cornelius Curtius, en las cruces de Japón: un saliente de la cruz o del cuadro, de madera o de cuero, sobre el que el ciclista monta a horcajadas; es, evidentemente, su sillín.

Estas descripciones, además, no son más infieles que la definición que dan hoy los chinos a la bicicleta: «Pequeña mula que se conduce por las orejas y a la que se hace avanzar a golpe de pie». Resumiremos el relato de la propia carrera, que ha sido narrada con todo detalle en obras especializadas y expuesta por la arquitectura y la pintura en monumentos ad hoc.

En el ascenso bastante duro del Gólgota, hay catorce curvas. Fue en la tercera donde Jesús tuvo su primera caída. Su madre, que se encontraba en las tribunas, se alarmó. El buen entrenador Simón de Cirene, cuya función hubiera sido, sin el incidente de las espinas, «arrastrarlo» y cortarle el viento, le llevó la máquina. Jesús, pese a no llevar nada, estaba sudando. No es seguro que una espectadora le enjugara el rostro, pero sí es exacto que la reportera Verónica, con su Kodak, tomó una instantánea. La segunda caída tuvo lugar en la séptima curva, en un tramo resbaladizo. Jesús derrapó por tercera vez sobre una baliza en la undécima. Las mujeres de Israel agitaban sus pañuelos en la octava. El deplorable accidente conocido tuvo lugar en la duodécima curva. Jesús estaba en ese momento a dead-head con los ladrones. También sabemos que siguió la carrera como aviador… pero eso escapa a nuestro asunto.

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