Por Coloso de Rodas
prólogo Ángel Velázquez Callejas.
Cuando en 1949 Présence Africaine decidió reeditar la segunda edición de La philosophie Bantoue en París, lo que quizás no imaginaba es que su autor, un misionero belga llamado Placide Tempels, se convertiría en una especie de celebridad intelectual. Claro, una celebridad entre aquellos que veían en su obra un rayo de luz en medio de la oscuridad colonial, pero también un paria para aquellos que, con un poco más de sentido crítico, entendieron que lo que Tempels estaba haciendo no era otra cosa que una reinterpretación, quizás hasta condescendiente, de las creencias de los pueblos bantúes. La ironía del destino: un europeo, armado con el evangelio y su visión del mundo, decide definir lo que sería la base de la etnofilosofía africana. ¡Cosas veredes!
Para entender la relevancia de La philosophie Bantoue, es necesario situarse en su contexto colonial. Imaginemos a Tempels, un hombre convencido de que su misión en el Congo Belga era la de iluminar a los bantúes con la luz redentora del cristianismo. Lo que no se esperaba era encontrar, en lugar de almas necesitadas de salvación, una cultura con una estructura filosófica tan compleja que lo llevó a replantearse toda su misión. Y es aquí donde la historia toma un giro interesante: lo que comenzó como un esfuerzo evangelizador terminó convirtiéndose en un ejercicio de resistencia cultural por parte de los bantúes. Tempels, en su intento de comprender por qué sus métodos de conversión no funcionaban como él esperaba, llegó a la conclusión de que los bantúes debían tener una filosofía propia, una que explicara su resistencia a adoptar las «verdades universales» del cristianismo. Así nació la idea de una filosofía bantú, no como una creación espontánea de los africanos, sino como una deducción lógica—o tal vez una excusa—por parte de un misionero que no quería admitir el fracaso de su misión.
Tempels, en su mente, veía dos cosas claras. La primera, que las enseñanzas cristianas, y en particular la creencia en un Dios único y todopoderoso, eran verdades universales que cualquier ser humano debía aceptar, casi por definición. La segunda, que los bantúes, en algún punto de su historia, debían haber tenido una epifanía similar a la del cristianismo, pero que, de alguna manera, se desviaron de este camino y terminaron abrazando prácticas como la magia y la hechicería. Aquí, Tempels se lanza a una interpretación audaz, al concluir que estas prácticas eran el resultado de una desviación histórica, provocada en parte por la influencia de una nueva clase emergente de africanos educados. Estos africanos, en lugar de aceptar humildemente la civilización que les ofrecían sus benefactores coloniales, comenzaron a cuestionar y a desarrollar un pensamiento propio, algo que Tempels veía como una rebeldía peligrosa.
Desde su perspectiva, los bantúes tenían una visión del mundo profundamente relacional, donde todas las cosas—materiales o no—poseían una fuerza inherente que definía su existencia. Pero aquí, en medio de su intento de interpretar esta cosmovisión, Tempels parece perderse en sus propias contradicciones. Por un lado, afirma que los bantúes consideran las fuerzas no materiales como superiores a las materiales. Por otro lado, insiste en que los seres humanos, debido a su voluntad e inteligencia, están en la cima de esta jerarquía de fuerzas. Es casi como si Tempels estuviera buscando desesperadamente una justificación para su misión, intentando cuadrar la cosmovisión bantú con la suya propia. Y así, en este ejercicio de malabarismo intelectual, concluye que la realidad bantú está compuesta por fuerzas interconectadas, creadas por una fuerza suprema, y que la inteligencia y voluntad humanas son tanto el orgullo como la fuente de culpa del ser humano. Una visión convenientemente adaptada para justificar la misión civilizadora, por supuesto.
El paso de Tempels por el Congo es uno de esos episodios históricos que no deja de generar debate. ¿Fue un innovador que abrió el camino a un entendimiento más profundo de las culturas africanas? ¿O simplemente un colonizador más, armado con una retórica que intentaba disfrazar su misión evangelizadora de un esfuerzo filosófico? Lo cierto es que su figura se encuentra en el centro de dos movimientos significativos: por un lado, el inicio del debate sobre la filosofía africana, provocado por la publicación de su libro en 1945; por otro, la fundación del movimiento carismático Jamaa en la región de Katanga a finales de la década de 1950. Este último, presentado como un movimiento espiritual autóctono, fue en realidad un intento hábil de mantener el control sobre los bantúes, ahora bajo una apariencia de autenticidad cultural.
Tempels argumenta que, según la ontología bantú, el ser humano, al estar dotado de inteligencia y voluntad, posee un poder sobre la realidad que lo rodea, pero también es la fuente de su moralidad, culpa e infelicidad. De nuevo, Tempels ve en esto una contradicción fundamental: los bantúes, al aferrarse a la idea de la omnipotencia humana, parecen ignorar la omnipotencia divina. Para él, esta es una trampa en la que los bantúes han caído, una desviación que los ha llevado a abrazar prácticas como la magia y la brujería, en lugar de aceptar la verdad cristiana de un Dios omnipotente.
El debate en torno a la obra de Tempels es tan complejo como sus ideas. Sus defensores sostienen que todas las culturas tienen fundamentos filosóficos y que es necesario reconocer y analizar estos fundamentos en un contexto académico. Sus críticos, sin embargo, ven en su obra una manifestación más del colonialismo intelectual, una renuncia a las virtudes críticas necesarias para la verdadera práctica filosófica. Después de todo, señalan, aunque el libro de Tempels parece dignificar a los bantúes al reconocerles un sistema filosófico, en realidad perpetúa la idea de que las creencias africanas no alcanzan el nivel de filosofía en su sentido más puro, es decir, como un discurso racional y crítico sobre la realidad.
A pesar de sus contradicciones, la filosofía bantú, tal como la concibió Tempels, hizo una contribución significativa al estudio de las culturas africanas. En particular, su trabajo se ha comparado con los estudios del antropólogo británico E. E. Evans-Pritchard (Witchcraft, Oracles, and Magic Among the Azande, 1937) quien exploró las formas de razonamiento inferencial en la magia y la hechicería entre los Azande. Sin embargo, al igual que Tempels, Evans-Pritchard también cayó en la trampa de ver la «mentalidad mágica» como una antítesis de la «mentalidad científica». Esta dualidad, tan característica del pensamiento occidental, revela más sobre las limitaciones de los propios investigadores que sobre las culturas que estudiaban.
El legado de Tempels, con todas sus luces y sombras, ha sido una fuente de inspiración tanto para la etnofilosofía como para la antropología africana. Marcel Griaule, un filósofo y etnógrafo francés, reconoció la influencia de Tempels en su propio trabajo con el pueblo dogón (Masques Dogons, 1938 y Ethnologie et langage: La parole chez les Dogon, 1965). Pero más allá de su impacto personal, la obra de Tempels ha empujado a la filosofía africana a un cruce de caminos, donde se debate su identidad y su validez como campo de estudio. En un giro irónico del destino, lo que Tempels intentó como una contribución misionera terminó siendo una pieza clave en el intrincado rompecabezas de la filosofía africana moderna.
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