Por Juan Antonio de la Ley
«El verdadero líder es aquel que garantiza las condiciones típicas de las circunstancias». Fernando Lles buscó entender la idea del experto en derecho constitucional alemán, Carl Schmitt, quien en su obra Teología Política de 1922, intentó ubicar la autoridad política en la figura que determina la situación de emergencia. Por lo tanto, después de cambiar el enfoque de una decisión unilateral, el soberano se convertiría en quien crea las bases para la normalidad en la esfera política y social.
Fernando Lles no era un jurista, sino un maestro matancero que, durante la década de 1930, se preocupó por estudiar autodidácticamente filosofía y sociología. Escribió varios libros sobre el Estado, el individuo, el soberano y una crítica al capitalismo, el fascismo, el socialismo y el comunismo. Muy poca gente conoce a fondo la obra de Fernando Lles.
Sin duda, el nombre de Fernando Lles (1883-1949) figura en la lista que he elaborado de los 10 pensadores más destacados de Cuba. Debido a su rol como un «escritor dinamita», sus contemporáneos lo excluyeron del ámbito intelectual. Escribió versos y ensayos filosóficos con un marcado carácter nietzscheano, especialmente en el ámbito de la «filosofía política«. El «instinto» y la «voluntad de poder» se convirtieron en dos poderosas herramientas en la creación de sus ensayos. Durante más de 20 años, se sumergió en una investigación sobre el INDIVIDUALISMO, resultando en tres textos de relevancia tanto universal como local, entre ellos «El individualismo y su relación con las formas políticas de Estado».
Como ferviente defensor de los valores del individualismo y la libertad individual, creía que su materialización no se limitaba al capitalismo, sino que podría transformarse en un «individualismo socialista». A pesar de su naturaleza anticomunista, Lles desarrolló la tesis del «individualismo socialista», una idea que llamó la atención del poeta Gastón Baquero. En la década marcada por el fascismo, el militarismo, el totalitarismo y el stalinismo, Lles sostenía la posibilidad de que el capitalismo pudiera superarse a sí mismo, dejando atrás un período de inestabilidad social mediante un «mesianismo pluralista».
Nadie mejor que Lles había soñado con lo «imposible», esforzándose por abrir la puerta hacia la hermenéutica del sueño de la filosofía política: una sociedad plural que compense el individualismo, otorgando más de lo que quita.
Gastón Baquero, antes de morir, inició un estudio sobre la obra de Lles que nunca vio la luz. Baquero consideraba a Lles uno de los intelectuales más lúcidos de los primeros 50 años de la república, y su propuesta para una constitución en Cuba era digna de tener en cuenta.
Crítico de las ideas marxistas y comunistas, Fernando Lles encarna la influencia del pensamiento nietzscheano en la cultura cubana y defiende fervientemente los valores individuales, siendo un precursor del pensamiento «de derecha» en Cuba. En su discurso, se erige como estandarte de la propiedad privada y la descentralización del Estado. Esperamos que aquellos interesados en los principios de la libertad y las virtudes del capitalismo puedan apreciar la herencia de este autor, que en gran medida permanece desconocida.
La interpretación equivocada por parte de los lectores marxistas en Cuba tacha su pensamiento como «liberal de izquierda nacional antiimperialista», lo cual no es acertado. No se puede hablar de una apertura en el pensamiento político y democrático en Cuba en la actualidad, sin estudiar con admiración la obra de este autor. Una de las declaraciones más impactantes de su obra afirmaba: «Supérate en el egoísmo y en la egolatría, si verdaderamente aspiras a mantener con dignidad la esencia de la humanidad»…
¿En qué consiste –según Lles– contraponer el individualismo liberal con el individualismo socialista? ¿Es viable el IS dentro del sistema capitalista? Para llegar a un acuerdo plausible, Lles introduce el concepto pluralismo para asignarle a la liberalidad individual un carácter excepcional dentro del ámbito de lo social. En este sentido, para Lles socialista proviene de un abstraccionismo, el cual no permite que el Estado haga de los individuos «el punto social de referencia único», sino que el pluralismo evita, sobre la política, cualquier forma de abuso de parte del Estado sobre el cuerpo de la sociedad (el soberano).
«No es posible —escribe Fernando Lles— concebir hoy medios más adecuados para el desarrollo político y moral del individuo que los de un socialismo armónico, donde se desenvuelva, dentro de una libertad ordenada». Este referente conceptual de corte conservadurismo sobre lo real (proto-fascista), estuvo arraigado en un grupo de intelectuales alemanes durante el primer cuarto del siglo XX, pero que en Cuba no sobrepasó el intento y la obra de Lles, la cual fue ignorada olímpicamente por sus coetáneos.
Sin embargo, para Lles, la creación de una Constitución a menudo marca el epílogo de encarnizadas contiendas históricas. Estas contiendas, antes de que una comunidad entre en la órbita democrática o republicana, parecen reflejar, desde su perspectiva, similitudes tipológicas con las convulsiones que dieron vida a los dos prototipos constitucionales paradigmáticos de la Modernidad: el estadounidense y el francés. En el primer caso, los turbulentos remolinos de la Revolución estadounidense precedieron la creación de la Constitución, un conflicto que comenzó con la Guerra de Secesión en 1775 y culminó con la capitulación británica en Yorktown en octubre de 1781, concluyendo oficialmente con el Tratado de París en mayo de 1783.
Para entrar en materia, Fernando sostenía que el resultado de esta encarnizada lucha, en términos jurídico-políticos, se tradujo en la aún vigente Constitución de los Estados Unidos de 1787, enriquecida por la Carta de Derechos Fundamentales de 1791, conocida como la «Bill of Rights«. En contraste, los avatares de los esfuerzos franceses por dar forma a una constitución en la era postabsolutista pintan un cuadro completamente distinto. En el caso de Francia, lejos de conducir a la nación a aguas más tranquilas tras las agitaciones revolucionarias, las diversas versiones de las constituciones se vieron constantemente inmersas en las tormentas de la revolución, la guerra civil o la aventura imperial y la Restauración. Entre 1791 y 1852, Francia atravesó doce constituciones, ninguna de las cuales pudo eludir su conexión con los giros de la historia nacional, tanto en política interna como en asuntos exteriores.
Algunas de estas constituciones tuvieron una vida efímera o ni siquiera llegaron a ser implementadas. Sin embargo, incluso los dictados impuestos por los vaivenes temporales del auge imperial y la Restauración monárquica no lograron eclipsar por completo el núcleo atemporal, una suerte de santuario, de esos textos fundacionales que configuraban la comunidad y garantizaban los derechos fundamentales de los ciudadanos. De todo esto se deduce que el discurso que marca el surgimiento de la Modernidad política, en su sentido más profundo, se materializa en la proclamación de una carta de derechos fundamentales, que también puede adoptar la forma de una declaración de derechos humanos. Tales proclamaciones ya no se limitan, como en el antiguo caso de la «Bill of Rights» británica, a ser garantías arrebatadas a la corona en nombre de la seguridad civil; más bien, la declaración de derechos fundamentales representa el acto performativo, o en términos idealistas, la «acción pura«, mediante la cual la sociedad burguesa, conocida como el pueblo, se otorga a sí misma la autonomía política.
Si el punto fundacional se desliza hacia el pasado, los pilares primigenios de la Constitución deben ser desenterrados y revividos por los eruditos de las generaciones posteriores; incluso, y especialmente, cuando, gracias a la estabilización alcanzada, ya no tienen un acceso directo a los terrores de los desequilibrios pasados. De hecho, el acto primordial de redactar la nueva Constitución en Cuba se entrelaza con un acto de profunda introspección y cambio, si se permite expresarlo en términos religiosos, con una transformación interior y exterior, una metanoia.
El arte de la interpretación subsiguiente de la Constitución consiste en sintonizar con el espíritu metanoético de las formulaciones originales y replicar el gesto de la conversión hacia una nueva y saludable normalidad en medio de las condiciones inciertas de situaciones por venir.
Desde la promulgación de la Constitución americana y la francesa, una transformación de trascendental importancia se ha gestado. En ese viraje, la soberanía, antes otorgada a un monarca absoluto consagrado por la divinidad, ha sido transferida al pueblo, considerado como el destinatario natural o histórico del autogobierno. En el preámbulo de la Ley Fundamental, el colectivo sublime se erige como el genuino autor del documento ratificado. Esta capacidad se conoce como el «poder constituyente«, una facultad que otorga al pueblo su estatus moderno: la soberanía. Y la soberanía, a su vez, implica el poder de dotarse de una Constitución que sirva a su autogobierno. Este poder constituyente gira en un círculo sublime: el pueblo debe ser soberano para concebir una Constitución, pero solo se convierte en soberano después de ejercer su poder constituyente. A través de este ciclo práctico, la población cubana se transforma en el «pueblo cubano«.
El órgano encargado de dar forma a este ciclo sublime es la Asamblea Constituyente. Al representar al nuevo soberano, el pueblo, le introduce en su papel de soberanía. A medida que cumple este papel, se legitima a sí misma como su representante plenipotenciario. Mientras que un parlamento convencional es simplemente un instrumento de la «voluntad de los votantes«, expresada a través de votos a favor de partidos y candidatos individuales, una asamblea constituyente es un ente que contiene elementos de profunda misteriosidad política.
Los artífices de la Constitución, en cierta medida semejantes a los padres de la Iglesia, son, en efecto, delegados de órganos que ya gozan de una legitimidad democrática limitada, en este caso, los Estados federados. Sin embargo, su encomienda de forjar una Constitución los eleva por encima del mero acto de delegación. Como emisarios del órgano sublime, son, por así decirlo, «ordenados«, convirtiéndose en representantes del soberano potencial que, después de una fase prolongada de deliberación y reflexión, será nombrado soberano efectivo por estos mismos delegados. Una vez que se sientan en el seno de esta asamblea, dejan de ser simples portavoces de intereses. Se espera que se conviertan en agentes personificados de la voluntad colectiva, que podría denominarse de manera más apropiada como inteligencia colectiva o competencia colectiva, es decir, encarnaciones del espíritu de las leyes democráticas.
En ningún otro momento ni lugar se hace más evidente el misterio de la representación que en los momentos culminantes de la historia política del espíritu, cuando unos pocos delegados se enfrentan a la tarea de articular las relaciones institucionales en las que el soberano colectivo, en nombre del cual hablan, encontrará su óptimo político-vital. Lamar la llamaba bio-democracia. El cumplimiento de esta misión es inconcebible sin un componente de sublimación. Los delegados de una asamblea constituyente deben personificar de manera creíble el mandato de seleccionar las mejores prácticas políticas acumuladas y derivar las conclusiones más lúcidas. También les incumbe aprender de la historia y promover en la Constitución todas las medidas que fortalezcan al máximo el nuevo experimento político de la comunidad contra la decadencia y el abuso.
En el inicio de la Ley Fundamental se manifiesta un firme respaldo a la continua confrontación entre el principio de la soberanía del pueblo y el principio de la dignidad soberana del individuo. Lo que se conoce como el «pueblo» en sí mismo se revela como un conjunto inevitablemente polifónico, a veces discordante, compuesto de microsoberanías, cada una de las cuales debe estar investida con el más alto atributo de inmunidad: la inviolabilidad. El ejemplo más enfático de redactar una Constitución radica en equilibrar dos emociones de gran profundidad: el fervor de establecer una comunidad y la pasión por salvaguardar los derechos individuales. Este ejercicio de equilibrio se basa en una antropología dualista que encuentra en el ser humano mismo las bases tanto de la empatía y la cooperación como del egoísmo y el comportamiento antisocial.
La primera expresión de la Ley Fundamental, «Nosotros, el pueblo», que menciona la «dignidad del ser humano», no puede entenderse plenamente sin interpretarla como un compromiso entre la entusiasmada idealización y el pragmatismo necesario: solo a través de la premisa inquebrantable de la dignidad puede el individuo desarrollarse dentro de su estatus. Por lo tanto, el concepto de dignidad humana siempre lleva consigo un componente futurista. Su evocadora calidad le confiere la dinámica de un predicado que debe autenticarse a sí mismo; de lo contrario, sería meramente una fórmula hueca para discusiones triviales. Aunque se expresa en tiempo presente, la frase «es inviolable» también implica un sentido de futuro; a pesar de su uso en indicativo, transmite un tono solemne y optativo.
Al igual que el concepto de «democracia» solo cobra sentido cuando no solo describe un marco de orden existente, sino que también prescribe una dirección para el desarrollo futuro de la comunidad, la expresión «dignidad humana» no solo representa un axioma de jurisprudencia establecida, sino que también sirve como una introducción a la expansión de los principios fundamentales. Por lo tanto, los conceptos de «democracia» y «dignidad humana» deben considerarse en constante tensión temporal: una fricción creativa continua entre lo que ya existe y lo que aún no se ha alcanzado. En este contexto, la llamada «cláusula de eternidad» de la Ley Fundamental, que protege los derechos fundamentales y la estructura federal del Estado de posibles reformas constitucionales, no debe ser vista simplemente como una barrera inmunizadora para preservar lo sagrado de la Constitución.
Más bien, la cláusula de eternidad puede interpretarse como un recordatorio formal del mandato de mantener abierta perpetuamente la tensión entre lo existente y lo aún no alcanzado, lo que permite la posibilidad de la democracia. Esta tensión es el escenario lógico de lo que se conoce como «libertad política». En este contexto, se podría afirmar que el soberano es quien decide sobre la primera frase de la Constitución. Aquí llegamos a un punto de apoyo fundamental. La Ley Fundamental establece de manera decidida para cualquier soberanía que el ser humano mismo es la excepción, y que para hacer posible esta excepción se requiere un conjunto de leyes protectoras sin límites en esfuerzo ni gasto. Con este acto, se manifiesta que la esencia de una civilización auténtica reside en la voluntad de elevar lo más improbable al estatus de normalidad.
Continuará,..