Felipe Alarcón Echenique ve en «El Principito» su fecundo sueño

El relato de El Principito de Antoine de Saint-Exupery, publicado en el año 1943, ha sido una fuente de inspiración para el universo plástico del hispano-cubano Felipe Alarcón. En su búsqueda de valores esenciales pictóricos y humanistas, en lo relativo a sus series, se ha remitido siempre a las aportaciones culturales e históricas que han tratado de la condición humana, pues nunca se le olvida que la figura del hombre concentra a perpetuidad el símbolo del universo entero, y que incluso la identidad es en primer lugar una cuestión de símbolos.

Sus planteamientos de plena visibilidad se originan en la percepción desde su infancia de la luz del trópico, de la irradiación y reverberación caribeñas, las cuales son las causantes de que al mismo tiempo su magistral dibujo logre la encarnación del misterio que infunde su quehacer. Gracias a la fuerza vital de la que es poseedor, experimenta y plasma a través de la fusión hilvanada de línea y color, obteniendo así un flujo creativo que aborda los proyectos más visionarios y ensoñadores.

En esta producción, que tiene en la narración literaria su numen, establece un íntimo y estrecho vínculo con esta última hasta llegar a realizar en su dimensión estética el mismo viaje y aventura. Una obra plural, como es este caso, es un acto mental, físico y artístico que abarca una totalidad que, a manera de descubrimiento y revelación, circula embrujadamente entre la mirada de los espectadores. Resultado de lo cual es el reflejo de un cosmos con innumerables claves y vertientes.

Una de las características más predominantes en relación a sus trazados anteriores es dar al espacio su propio papel, consistente en que sea un elemento de mayor significación y simultáneamente de considerable desahogo, impidiendo que sea asfixiado y anulado por una saturación imprevista. El hecho de que el autor del libro haya sido un curtido piloto apasionado del vuelo desde muy joven, finalmente desaparecido en una misión de reconocimiento en el mar Mediterráneo en la Segunda Guerra Mundial, es lo que insufló un sentido estelar a su escritura y que Felipe percibió con la intensidad e inmensidad requeridas. Las figuras de la historia contada vuelan y se mueven por esas estrellas y galaxias con las que soñamos a partir de nuestra infancia.

La siguiente anotación es la referida a la secuencia y el ritmo de los dibujos, que se concentran en escenas concretas cuyos pocos personajes —singularizados en una corporeidad reconocible— se acrecientan en un volumen similar, más voluminoso, sin fijar la asimetría usual de experiencias precedentes.

Otra particularidad más es que los distintos motivos ornamentales y arquitectónicos que se sitúan en diferentes posiciones y emplazamientos en el soporte —y que igualmente formulan sus razones respecto a su extensión física— toman su lugar en función del signo que le confiere tanto un entramado simbolista como barroco. Sea o no sea determinante que lo que es esencial ha de ser invisible para los ojos, el autor aporta a la totalidad una diafanidad que da lugar a la emoción, ya que la perspectiva desde la que observamos algo, es la que le otorga significado a ese algo.

Por tanto, es así como el espectador puede constatar que no hay una mera transcripción del texto, sino una idea e impronta plástica privativa de una concepción de la pintura y con ello de un proceso generador de un cúmulo de percepciones, evocaciones, creencias, fantasías, sentimientos y presentimientos. Todo el conjunto apunta a una cosmovisión y hasta a un panteísmo cuyas respuestas son las que invocan la infancia en su supuesta simplicidad sin advertir su compleja significación.

Por eso, ese retorno a la edad candorosa conlleva la personal vivencia en esos años del propio Felipe, el hilo de sus dudas e interrogantes, de sus ilusiones, de sus deseos de penetrar otros mundos, de sus desengaños ante la condición humana que desconoce la quimera de serpientes que digieren elefantes.

No obstante, el proceso de producción entraña una creación y sucesión de imágenes de libre asociación, cuyos valores humanos planetarios ensalzan la necesidad de la amistad, del compañerismo, de la ayuda, de la comunicación, de la valentía, de la paz y de la erradicación de la violencia y la guerra, entre otros.

Por otro lado, un aspecto fundamental en cada pieza son esos rostros que pueden ser centrípetos o centrífugos, estructurados con pincelada caligráfica o pincelada ancha. Y sus figuras recortadas o con halos de rasgos alrededor, u órganos que parecen haber sido retocados con el dedo. 

El otro punto de interés que se suscita en la visión de este ciclo son esos estratos, revestimientos, filones de tonalidades y colores fríos y cálidos, oscuros y claros, acentuados y atenuados, que responden estratégicamente —y también proporcionan— la decisiva cualidad intrínseca a una obra de tal entidad. 

Está claro que si hemos de llegar a una conclusión de lo que se contempla, independientemente de la ficción, es la construcción de la forma —fruto de la personalidad artística del artista—, siempre abierta, heterogénea, metamórfica, fiel a sí misma, conteniendo asimismo los principios con los que iniciar una dinámica de cambios. Y siendo a su vez polisémica implica que las mismas miradas no pueden ser más que plurales.

En definitiva, el riguroso esfuerzo ha tenido una consagración en la culminación de un proyecto que partiendo de la naturaleza de la infancia, la que todavía vive en todas las edades del hombre, se convierte en manos de Felipe Alarcón en un marco pictórico de ensueño, utopía, esperanza, deslumbramiento, imaginación y quimera.

Gregorio Vigil-Escalera
De las Asociaciones Internacional y Española
de Críticos de Arte (AICA/AECA)

El principito, de Antoine de Saint-Exupery disponible en Amazon (Ediciones Exodus, 2021)
en cuatro formatos (color / B&N; tapa dura / tapa blanda)

Galería:

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