Por: Vito Andolin
Hubo un tiempo en que los nombres de Bonnie Parker y Clyde Barrow fueron pronunciados con el respeto sombrío que merece el destino. Eran la encarnación de la velocidad, del crimen que no busca recompensa, del vértigo que no admite reposo. No robaban por necesidad, no mataban por odio, no huían por miedo; lo hacían por un designio más vasto y secreto, por una suerte de geometría inexorable que los empujaba a continuar.
Gilles Deleuze y Félix Guattari postularon en El Anti-Edipo la existencia de un tipo peculiar de entidad: la máquina sin órganos. Se trata de un mecanismo sin función fija, una estructura que no persigue una finalidad determinada, sino que existe únicamente para producir deseo. Bonnie y Clyde, esos arquetipos de la modernidad, pueden ser comprendidos a la luz de esta idea. No eran individuos en el sentido habitual del término; eran, más bien, un ensamblaje de velocidad y violencia, un organismo en el que cada acción no era más que el preludio de la siguiente.
El cuerpo humano es una máquina que desde el nacimiento se acopla a otras máquinas: el vientre materno, el seno que nutre, la boca que busca alimento y palabra. Es un ensamblaje primigenio de deseos que no cesa de articularse y desarticularse en busca de nuevos circuitos. Bonnie y Clyde, sin embargo, llevaron esta lógica a su máxima expresión. No formaban parte del mundo de los cuerpos ordinarios; su ser residía en el movimiento, en la intersección de rutas inciertas, en la posibilidad perpetua del peligro.
El crimen para ellos no era una transgresión sino una manifestación de la necesidad. No robaban bancos por el botín, sino porque la maquinaria de su existencia exigía esa sucesión de actos. Del mismo modo en que una línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, su vida era un trayecto inexorable, una recta que no admitía desvíos ni interrupciones.
Tal vez el capitalismo sea otra maquinaria sin órganos que opera con el mismo principio. Nos hace creer que compramos objetos, cuando en realidad lo que adquirimos es el derecho de seguir deseando. Nos convence de que trabajamos por un salario, cuando en realidad lo que obtenemos es la posibilidad de seguir produciendo. Bonnie y Clyde, como aquellos que ven la estructura desde fuera, comprendieron que el crimen es un circuito cerrado: se roba para seguir robando, se huye para seguir huyendo, se sobrevive para seguir tentando a la muerte.
Mucho antes de que Deleuze y Guattari formularan sus hipótesis, el Marqués de Sade ya había entrevisto esta lógica. En La filosofía en el tocador, insinuó que el deseo no se consuma en el acto sino en su incesante reiteración, en la certeza de que jamás se colmará del todo. Bonnie y Clyde llevaron esta revelación a las carreteras del Medio Oeste: su vida fue un ensayo sobre el deseo que no se sacia, sobre el placer de la inminencia, sobre la velocidad que solo existe en su fuga.
La historia, que tiene debilidad por los desenlaces, decidió el suyo con una metáfora previsible: una emboscada, una ráfaga de disparos, un coche detenido para siempre. Tal vez Bonnie y Clyde sabían que no habría otro final. O tal vez su error fue confiar en la posibilidad de un epílogo. En todo caso, los mataron a balazos, pero no pudieron aniquilar la ecuación que representaban. Siguen ahí, en la memoria de quienes los evocan, en la repetición incesante de su leyenda, en la imagen de un automóvil en llamas avanzando sin freno hacia la nada.
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Vito Andolin, de origen italiano, es profesor titular de estética en Universita Cattolica Dacro Cuore.
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