ESPACIOS SAGRADOS en los sistemas de asentamientos arcaicos de Cuba (Segunda parte)

Por: Gabino La Rosa Corzo.

El primer símbolo del ritual funerario: El lugar seleccionado


En el hombre arcaico se ha definido la existencia de una mentalidad religiosa que dota a los objetos de la naturaleza de alma o espíritu, e identifica, ante determinadas señales de lo sagrado, o sea, mediante la hierofanía, un espacio, un lugar especial. Y ¿qué lugar más especial para él, que una cueva?

Este espacio le garantiza abrigo ante el peligro, protección de los elementos naturales. Es la parte más cercana o vehículo que le comunica con la tierra; esa tierra originaria y engendradora.


La cueva, o el salón dentro de sus predios escogidos como centro, se comportan —según la valoración de Eliades—, como la piedra sagrada. Ella es, permanece siempre, no cambia y asombra por su capacidad para absorber las necesidades del hombre que la usa, así, como en el caso de las piedras o montañas sagradas, devela por analogía la irreductibilidad y lo absoluto del ser. Se hace sagrada, porque su propia existencia es una hierofanía, es lo que el hombre no es (Eliade, 2001:6).


En el Mito del eterno retorno, Eliade asegura que el espacio sagrado es el centro del mundo, el punto de encuentro del cielo, la tierra y el infinito. El centro es la zona de lo sagrado por excelencia (Eliade, 2001:13).
 Los historiadores de la religión y los antropólogos han encontrado en los mitos arcaicos y en las sociedades tradicionales argumentos sobre estas premoniciones.


Para la mentalidad arcaica son las cuevas, precisamente, el mejor lugar para dar sepulturas a los fallecidos, para establecer el punto de reunión, de encuentro, de despedida, de purificación, de preparación del alma del fallecido para el nuevo viaje, y donde los ritos de paso permitirán al espíritu del difunto pasar al mundo que le corresponde y no perturbar a los residentes del espacio contaminado, el profano.


Ahora bien, estos supuestos principios no son del todo válidos para los lugares de entierro en áreas despejadas. En dichos lugares no funcionan de igual manera; aquí pueden entrar en juego otras variables que bien pudieran asociarse con los montículos como residuos de habitación. La habitación humana, lugar donde vive el hombre y es ocupada de forma cíclica por generaciones; donde la vida se renueva y se regenera en el plano cotidiano y material es, en ocasiones, el espacio en el que se sepultan los difuntos, el lugar desde el cual el muerto debe emprender su viaje a un nuevo punto de partida, como un nuevo renacimiento.

En otras ocasiones, la banda construye un montículo con capas alternas de materiales en el que se sepultan, con reiteración, a sus difuntos. Es como si quisiese construirse un testimonio de habitación humana que debe servirle de punto de partida: El nuevo hogar en el que el difunto renacerá. En este caso, el montículo podría representar el símbolo de la vida cotidiana, el punto de partida.


La cercanía inmediata de estos espacios funerarios, ya sean montículos de habitaciones o montículos artificiales, a lugares en los que se pueden manifestar las hierofanías, ya sea una montaña, un farallón, un cañón, la desembocadura de un río, un manantial o mar abierto, justificarían la selección del lugar con un carácter similar al de las cuevas.


Pero todo esto no es más que conjeturas, pues los espacios funerarios en áreas despejadas pueden estar regidos por otros principios selectivos que requieren un estudio pormenorizado, el cual debe emprenderse por los que trabajan esos espacios.


Ya hemos visto que la elección de un lugar especial para sepultar, de forma reiterada, tiene un carácter simbólico, pues se trata del lugar en el que se manifiesta lo sagrado. Donde ocurre la hierofanía, donde hay conexión con el inframundo, el más allá, o cielo.


Este es el primer símbolo. Allí se traslada al difunto desde el lugar donde vive o donde temporalmente se encuentra el grupo humano. Su traslado se realiza según las normas y costumbres del resto de sus congéneres. Según los testimonios etnográficos, unos trasladan a los difuntos en sus propias hamacas o en fardos sobre los hombros, desde el lugar de residencia hasta la morada final. La forma en que se traslada el cadáver es parte del ritual.
Es de suponer que cuando se entierra en el sitio de habitación este paso del ritual no tiene lugar. Por tanto, el ritual debe proceder de una manera más simple y directa.

El segundo símbolo: el sepelio como rito de paso


Desde el año 1908, Arnol van Gennep generalizó el concepto de rito de paso para identificar los diferentes rituales que acompañaban al hombre de las sociedades tradicionales en los momentos cruciales de su existencia (Van Gennep 1960), cuestión que se había venido comprobando por connotados antropólogos de diferentes escuelas.


Se sabía que determinados actos, como el nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte, eran acompañados de fiestas o rituales que expresaban las tradiciones y mitología de esos pueblos. Desde entonces, se incorporó este concepto al estudio de las costumbres funerarias por antropólogos y arqueólogos (Turner, 1988 y Parker Pearson, 2001:22), con el convencimiento de que los ritos de paso asociados a la muerte perseguían brindar al difunto lo necesario para el viaje definitivo, lo cual era facilitado por procedimientos animistas.


Para A. Rivera: «El simbolismo es un proceso cognitivo que otorga a determinados objetos, pinturas, sonidos o conductas la responsabilidad de ciertas ideas, conceptos o creencias, que la sociedad ha generado y aceptado en su conjunto» (2004: 319). El mismo se fundamenta en una condición inherente al pensamiento humano que responde a patrones psicobiológicos y manifiesta —como dice Rivera—, el desarrollo alcanzado por el hombre en sus capacidades cognitivas, y que se reconoce, desde el período arcaico, los inicios de ese lenguaje.

Víctor Turner (1999), en su obra fundamental La selva de los símbolos, que viera la luz en 1967, se basó en el estudio de la sociedad de cazadores recolectores ndembu, del noroeste de Zambia, en África Central, y con sus observaciones pudo suministrar valiosos ejemplos en cuanto a la complejidad de los símbolos y sus significados en las sociedades arcaicas. Sus trabajos demostraron que los ritos marcan estereotipos y reglas que se reiteran y transmiten de generación en generación. Y como todo ritual, genera conductas imitativas.


Según la teoría de los símbolos, estos tienen las siguientes propiedades:

• Condensan ideas y fenómenos.
• Expresan la unificación de significados dispares.
• Polariza los sentidos.
• Son polisémicos.

 El entierro es una «acción ritual» de carácter social y simbólico que pretende consolidar los lazos del grupo (Turner, 1988). Al realizarse el funeral o rito de despedida en un espacio seleccionado por generaciones anteriores, que en el caso de los arcaicos objeto de estudio, son espacios en cuevas donde el lugar seleccionado conecta con el cielo, pues se trata de dolinas, o sea, espacios abiertos hacia arriba y que a la vez conecta con el inframundo (los lugares profundos y oscuros), descansan los restos de sus antepasados. Así, todo está conectado y vinculado, como sucede en otras latitudes y sociedades con niveles similares estudiados por antropólogos e historiadores de la religión. Esa acción demuestra el control de la comunidad sobre la conexión entre lo sagrado y lo profano, y del acontecimiento que allí ocurre.


Para el hombre arcaico ese ritual es un símbolo que tiene unidad en su significación sobre bases analógicas y metafóricas, el cual parece responder por su polisemia y valores conductuales a lo que se define como símbolo condensado, pues los llamados símbolos de referencia son aquellos cuyas semejanzas con el signo resultan fundamentalmente cognitivos —según Douglas (1988)— y remiten siempre a algo conocido.
En cambio, los símbolos condensados se corresponden a los rituales con los cuales se aúnan y desarrollan normas y valores. En ellos se unifican significados dispersos vinculados a las emociones y su sentido polisémico, pudiendo ser interpretado de varias formas.
Sin embargo, a mi juicio, resulta demostrable que en el lugar escogido y en el rito practicado están presentes antinomias o cualidades diferentes que transportan al difunto hacia un espacio sagrado perpetuo. Estas oposiciones son:

• Espacio sagrado-espacio profano.
• Luz-sombra.
• Banquete profano-banquete ritual.
• Vida-muerte.

Así, cada una de estas oposiciones marca el paso a un espacio, cualidad o naturaleza superior, pues el hombre que viene del espacio profano es sepultado en el espacio sagrado, el que a su vez, permite el acceso a lo sagrado perpetuo mediante un ritual que incluye el banquete funerario.


 Ese hombre fallecido proveniente de la luz, es sepultado bajo tierra, o sea, en la oscuridad, pero como se hace en espacio sagrado alcanza la luz perpetua a través del rito de paso. Ese hombre que ha perdido la vida, entra en los espacios de la muerte para renacer, nuevamente, en un espacio que se halla por encima de todo, es lo perpetuo, perfecto.


Según el criterio que sostengo, aquí radica el simbolismo de la cueva como cementerio —cuando es usada por generaciones—. Ella es el punto o la puerta de conexión entre lo corrupto y lo puro; ahí es donde tiene lugar la preparación del difunto para lo desconocido, pero concebido como lo perfecto, lo mejor, lo eterno. Allí se despide al muerto y se toman medidas para que no perturbe la tranquilidad de los vivos. Por este detalle, son frecuentes las opiniones de especialistas como Delci Torres (2006), para quien los ritos funerarios son estrategias simbólicas que regulan las relaciones entre las personas y promueven la cohesión del grupo.


Marta Allué (1998:73), considera que la pérdida de un miembro de la familia o del grupo requiere de una despedida. Así, se ritualiza la acción, por lo que los procedimientos con los cadáveres en todos los cultos conlleva a tres componentes principales: la idea de un viaje simbólico; la preparación del cadáver y la asimilación de la muerte al nacimiento. Este último dispositivo —según opina— está presente en la mayoría de las mitologías antiguas. Morir es dejar este mundo para renacer en otro o bajo otras formas. Sepultar en la madre tierra, cuyo símbolo primordial es la fecundación, ayuda al renacimiento.


En las sociedades tradicionales el enterramiento expresa, mejor que cualquier otra cuestión, la dicotomía tierra-madre, pues ella representa el mundo de los ancestros. Como la eficacia es un elemento caracterizador de todo rito, el ritual funerario, según su discurso manifiesto, tiene como finalidad guiar al difunto, prepararlo y, a su vez, hacer comprensible y llevadera la angustia y el temor a la muerte, por parte de los vivos (Allué, 1998:69 y 71).


Para Penelope Dransart (2004:108), uno de los primeros tratamientos antropológicos en los que se registra la muerte y su proceso se aprecian en los trabajos de J.J. Bachofer, quien, en 1859, los estudió y conectó con los conceptos de fertilidad y fecundidad. Esta investigadora también considera que Frazer, en su obra La rama dorada, creyó ver de igual forma la manifestación de la regeneración y la fertilidad.


En fin, son varios los estudiosos, entre los que figura Robert Hertz (1907), que afirman que en los rituales de la muerte está presente el renacimiento.


Eliade, por su parte, sentencia:


Todo ritual tiene un modelo divino, un arquetipo, el hecho es suficientemente conocido para que nos baste con recordar algunos ejemplos: «Debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio», “Así hicieron los dioses; así hacen los hombres”. Este adagio hindú resume toda la teoría subyacente en los ritos de todos los países. Encontramos esta teoría tanto en los pueblos llamados ‘primitivos’, como en las culturas evolucionadas (Eliade, 2001:16).


Puede afirmarse que el ritualismo es una cualidad consustancial en la mentalidad y la sociedad arcaica. En Cuba, los aborígenes ubicados en este estadío histórico fueron descritos como gente muy pacífica, que andaban desnudos, se pintaban los cuerpos de negro o rojo —tal como se ha observado en nuestros días, en algunos grupos amazónicos—cuyos bailes y cantos eran más suaves y sonantes (Zayas y Alfonso, 1931: 196-197). La importancia de los rituales en aquellas sociedades ha trascendido a las sociedades tradicionales actuales.


La dialéctica de la interpretación del ritual funerario


Lo primero a esclarecer, para una correcta interpretación o traducción de las evidencias arqueológicas resultantes de los ritos funerarios, además de echar garra a las descripciones de conquistadores, misioneros, y etnólogos, es identificar los símbolos expresados mediante las evidencias, para después tratar de arribar a sus significados.
 La identificación de los símbolos es más o menos posible, gracias a la reiteración, en tiempo y espacio, de los mismos paquetes informativos; pero arribar a sus significados, es transitar por un sendero escabroso en el que pueden naufragar no pocos interesados.


En este sendero confluyen numerosas directrices, como las diferencias regionales, las tradiciones culturales, modificaciones, adaptaciones y asimilaciones de los grupos culturales, amén de factores de conservación de las evidencias y de las técnicas empleadas para su exhumación, e incluso, la mentalidad y formación de los excavadores. En fin, multitud de factores que complejizan la traducción de los símbolos. A lo cual se suma, con desdichada frecuencia, que algunos arqueólogos del patio vulgarizan el pensamiento arcaico, al considerar a esos individuos como muy atrasados, y se lanzan de bruces hacia la primera relación mecánica que creen descubrir, como por ejemplo, asegurar que los aborígenes sepultaban en las áreas iluminadas directamente por el sol, a pesar de que en otros momentos del año el sol no incide en ese espacio, o que dentro del cementerio se encuentran algunos entierros en áreas no iluminadas. Los que así piensan, no se han detenido a reflexionar cómo esto obligaría a las familias y bandas a usar el lugar solo en los momentos en que el sol iluminaba el área. ¿No se han preguntado acerca de lo que hacían los arcaicos con los fallecidos durante el tiempo en que la cueva no era iluminada?


En la mentalidad arcaica los símbolos no funcionan así. Más bien este se trata de un conjunto de asociaciones complejas integrado a un lenguaje que desconocemos. Por ello, lejos de ofrecer respuestas definitorias o acabadas en cuanto a los símbolos que se expresan en el tratamiento mortuorio de los arcaicos de Cuba, me interesa más mostrar las complejidades de su diseño y las posibles vías para la interpretación de su simbología. En modo alguno buscará el lector las respuestas terminales en este libro, no es mi intención. Eso sería demasiado superficial e irrespetuoso. La cuestión es demasiado compleja para resolverla de forma tan simple. Solo se sugerirán algunos ejemplos, se emprenderán algunos análisis y búsquedas de respuestas con tal de mostrar el camino, la vía a través de la cual será posible acercarnos a los posibles significados. Para ello, además de las direcciones del pensamiento expuestas por Eliade a lo largo de este trabajo, conviene tener presente las cualidades de los símbolos.


El funeral y el proceso inhumatorio de las sociedades tradicionales o primigenias están impregnados de una fuerte carga animistas y manifiestan las creencias religiosas de ellos (Fariñas: 1995, 34).


Desde fines del siglo xix, en que James Frazer publicó su Rama dorada, fue establecido como principio de la religión originaria sus fundamentos mágicos, calzados por los mitos.


Según Schultz y Lavenda (2009:4), todo ritual lleva en sí mismo las siguientes fases o condiciones: Es una práctica social reiterada; se fundamenta en la rutina o reiteración; manifiesta un esquema ritual y debe estar codificado en los mitos.
Son expresiones que pone de relieve la experiencia religiosa del grupo.

Para estos autores, las raíces del ritual se deben encontrar en los mitos. Pero como los colonizadores estuvieron demasiado ocupados con los agricultores taínos, a los arcaicos cubanos no le fueron registrados los mitos que los guiaban. Por esto, no se puede proceder en esa dirección, aunque quizá algunos mitos de culturas con similar desarrollo, puedan usarse para explicar algunas analogías.


A fines de los años sesenta del pasado siglo, Roy Rappaport estudió la religión primigenia y los rituales de los aborígenes de Nueva Guinea, lo cual le permitió ofrecer una reconstrucción novedosa de ambos fenómenos (1984 y 2001). Él partió del criterio, que la religión y sus rituales son consustanciales a la condición humana. Sus trabajos derivaron en una metodología para identificar los indicativos arqueológicos de los signos que hacen referencia a otros signos, pues el ritual —según afirma— era ejecutado por el grupo participante, más el receptor de ese ritual no era ese grupo, sino alguien, o algo oculto, al que iba dirigido.

Como se sabe, la mentalidad del hombre arcaico no establecía símbolos de manera directa o mediante relaciones mecánicas, sino a través de una serie de complejas asociaciones. Digamos, por ejemplo, el uso del color rojo en los restos nos remite al soplo de vida insuflado al difunto, lo cual no quiere decir que el aborigen tuviese un pensamiento tan simple y fuese capaz de pensar que con eso se revivía al muerto para que regresara a la aldea. Esa sería una inferencia demasiado simple y primaria, que se queda corta ante la complejidad del símbolo arcaico. La cuestión es mucho más complicada. El aborigen sabía que tal cosa no iba a ocurrir, sin embargo embadurnaba con el color al difunto, porque eso le facilitaba el tránsito, y lo remitía a su verdadero espacio y se libraba de las posibles molestias que ese espíritu podría causarle si se mantenía en el espacio profano.


De esta manera, y según lo veo, el uso del color rojo, lejos de dotar de vida al cadáver, facilitaba su incorporación a la región de los muertos, al inframundo. El aborigen arcaico no era tan pueril como para confundir la sangre con el polvo ocre, y menos, que este tratamiento le devolvería la vida y que el difunto volvería a pasearse entre los vivos.
El polvo rojo, junto a otros tratamientos, formaba parte del mensaje dirigido a lo desconocido, a lo oculto, no a los vivos.


Algo similar podría ocurrir con la relación entre el espacio funerario y la luz solar. Algunos han supuesto que los aborígenes se enterraban en esos espacios porque eran alumbrados por el sol, pero los que así piensan, nunca se han preguntado el por qué de esta relación.


Evidentemente se trata de un posible culto al sol, tan reiterado en sociedades arcaicas a escala universal. Pero la relación no es mecánica y directa. Se sabe que esos espacios no son alumbrados de esa manera durante todo el año, pues el derrotero de la luz solar varía con las estaciones del año, lo que desencadena una serie de laberintos sin salida para tan elemental interpretación.


Sin embargo, mediante la teoría de los símbolos y de la teoría de la creación de los espacios sagrados, en oposición a los espacios profanos, se pueden encontrar las respuestas a formas más elaboradas y dialécticas en ese tipo de simbología arcaica.


La etnografía comparada de los antiguos pobladores del continente suramericano ha aportado suficientes datos al ratificar que el traslado de los cadáveres recaía en determinadas personas, como el pater familiae, el chamán, o un familiar cercano de un sexo determinado y en correspondencia con el sexo del difunto.

 En relación con el chamanismo, sería oportuno apuntar que, dada la complejidad y variedad de los ritos mortuorios de los arcaicos en Cuba, es posible que algunas de estas ceremonias estuvieran presididas por el curandero o chamán del grupo, como ocurrió en otras latitudes. Al referirse a los ciboneyes (arcaicos), el padre Las Casas afirma que: «La religión que tenían ninguna era, porque ni tenían templos, ni ídolos, ni sacrificios, ni cosa que cerca de esto pareciese a idolatría, solo tenían los sacerdotes o hechiceros, o médicos…» (Zayas y Alfonso, 1931:197).


Dichos hechiceros o curanderos (chamanes) han sido analizados por la antropología. Eliade (1976:14); Eliade y Couliano (1972:127), definen el chamanismo como una técnica arcaica del éxtasis y el trance; una experiencia que sitúa al individuo en contacto con los espíritus y las fuerzas del bien o del mal. No se le considera religión, sino un tipo de proceso terapéutico mediante el cual se atienden los asuntos humanos por un miembro del mundo profano que contacta con el mundo sagrado. A diferencia del chamanismo existente en regiones como Siberia, donde tiene un carácter secundario, tanto en América, como en Asia y Oceanía, las técnicas chamanista dominan los cultos religiosos (Eliade, 1980, vol. iv:439). La presencia y función de los chamanes fue observada por Metraux en varias culturas aborígenes del sur de América: Guyana, el Chaco y la Patagonia (Metraux, 1947:8-9).
Los estudios más conocidos acerca del chamanismo se han movido en el terreno de la etnología. También en el campo de la arqueología se realizaron importantes acercamientos a la presencia de esta figura central en las sociedades primigenias (Schobinger, 1997 y 1996-2015). Dos de las más interesantes investigaciones llevadas a cabo por el campo de la arqueología en las regiones de Chihuahua y los chichimecas arcaicos —con estos últimos mediante la interpretación de dibujos—, avizoraron importantes perspectivas para el tratamiento de esta cuestión, por la vía arqueológica (Boy, 2008 y VanPool, 2008).
Pero retomemos el proceso de inhumación. En el lugar seleccionado, el cadáver era colocado en una tumba o fosa construida con tal fin. En esta, las posiciones de los cuerpos pueden ser disímiles y obedecer a factores de disposición del espacio, o al nivel de rigidez alcanzado por el cadáver. Aunque se ha sugerido, no se ha probado relación alguna de estatus, género o edad, en las diferentes posiciones de los restos.


Durante años, muchos arqueólogos quisieron ver la presencia de una regularidad en estas orientaciones de los cuerpos relacionadas con el este, como punto cardinal, sin que por ello se intentara explicar a qué tipo de culto se vinculaba (Tabío y Rey, 1979:90). En el capítulo 6 se probará, mediante un modelo construido para tal fin, que la regularidad existió, pero no hacia el este, y que obedeció a otros principios.


En la cueva Morín, localizada en Cataluña, España fue exhumado uno de los entierros más antiguos de la península, correspondiente al auriñaciense (paleolítico superior). Se trataba de una tumba en la que los restos de un hombre descansaban sobre el lado izquierdo y los brazos flexionados. Pero la cabeza del individuo había sido seccionada intencionalmente y colocada junto a las manos. Cerca de la misma, estaban los restos de un pequeño animal —posible cervatillo—, con evidencias de que le habían atado las extremidades. Los dos pies del fallecido también estaban seccionados y, sobre ellos depositaron el costillar de un animal grande. Tenía como objetos acompañantes dos herramientas líticas. Los restos habían sido cubiertos por un túmulo, encima del cual se hizo fuego y se hallaron además fragmentos de oc

Fig. 6. Excavaciones en...Marien 2.jpg
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re rojo y algunas piezas como resultado de una cacería.
Nos hemos retrotraído a un tiempo y una distancia tan remota, porque este ejemplo ilustra el hecho de que los rituales mortuorios tienen carácter universal desde el homo sapiens y se remontan a eras anteriores a la ocupación, por nuestros arcaicos, del territorio isleño.
En el ejemplo anterior se encuentran algunos de los indicativos expuestos en las cuevas funerarias de la isla. Lo primero que salta a la vista es que se trata de un ritual, pero no un ritual simple, hay cierta complejidad en el tratamiento de los restos.

Los ritos mortuorios tienen carácter universal, pero con una gran diversidad en sus manifestaciones culturales y regionales. En los rituales de nuestros arcaicos están presentes, ante todo, la complejidad del tipo de ritual expresado en el conjunto de indicativos arqueológicos, los cuales pueden tener variaciones en correspondencia con las tradiciones de que eran portadores.


Mas en la cueva Morín también se manifiestan diferentes componentes del ritual, como la presencia de ofrendas; alteraciones en el cuerpo del difunto, por parte de los sepultureros; objetos acompañantes y, sobre todo, encima de la tumba fue efectuado un ritual que contó con la realización de una fogata y el acto de una comida ritual.
Si dentro de todos los actos que acompañan el ritual de la muerte se encuentran evidencias de un banquete funerario encima del cadáver, esto puede considerarse como una prueba del homenaje que se le rinde al difunto, y como dice Klokler (2010), demuestran la intención de que, con este rito se insiste en el fortalecimiento de los lazos de solidaridad entre los miembros de la comunidad.


Desde hace mucho tiempo se reconoce que la comida, o el acto de comer, se ha integrado a los servicios religiosos. El mismo puede ser dominante en el contexto de los cultos, y es parte de los símbolos que articulan las relaciones entre los individuos en momentos difíciles. Para L. Avial-Chicharro, de la Universidad Complutense de Madrid, los banquetes funerarios son prácticas socioculturales vinculadas a la comunicación, el sentido de identidad y una forma de controlar la memoria (Avial-Chicharro, 2018, p.27).


Los testimonios del banquete ritual se expresan mediante la presencia de pocas y particulares evidencias dietéticas, de fogatas y carbón, encima de los entierros, con claras evidencias de no haber sido perturbado al momento de producirse la inhumación. Estos fogones tienen características diferentes a los fogones de las áreas de habitación. Así, desde el punto de vista arqueológico, esto solo se puede comprobar mediante técnicas controladas y registro de las evidencias por niveles naturales, por cuanto un fogón encima de una sepultura, bien puede ser consecuencia de una ocupación posterior del lugar. La dilucidación de esto depende de la definición que nos remite a si el lugar sirvió de habitación o fue un lugar particularmente fúnebre. Sin embargo, este último aspecto no se ha definido con claridad mediante las excavaciones practicadas en los grandes cementerios en cuevas de los arcaicos de Cuba. Se propuso por vez primera, en la arqueología cubana, como resultado de las excavaciones practicadas en Marién 2, pero pienso, que tal decisión formó parte de los explícitos presupuestos contenidos en los objetivos de la excavación. Si las excavaciones de los recintos funerarios no se lo sitúan como tarea, difícilmente se podrá comprobar.


Un ejemplo concreto de esto lo podemos tener de la revisión de las excavaciones practicadas en la cueva del Perico 1, en el año 1970, sitio del que afirmaron los excavadores que era un lugar de habitación con entierros y donde no fue posible definir si los fogones existentes habían sido rotos para inhumar o, por el contrario, estos se encontraban encima de las sepultaras.


La figura 14, correspondiente a una fotografía tomada de los entierros números 15 y 17, pone al descubierto que en el perfil de la excavación se ve claramente la existencia de un fogón, debido a una compacta y gruesa capa de ceniza.

Y aquí caben algunas preguntas: ¿Ese fogón se extendía y cubría parte de los entierros? ¿Había sido roto por los aborígenes para producir esas dos inhumaciones?


Las respuestas solo podían haberse encontrado durante las excavaciones. Ya las páginas de ese libro fueron desmanteladas y solo se cuenta con la memoria escrita, que fue tamizada por la concepción de los arqueólogos. Esas interrogantes eran la clave para responder la cuestión de si se trató de un sitio de habitación con entierros, o era una cueva funeraria con evidencias de fogones y banquetes funerarios encima de las sepulturas.
Este ejemplo lo traigo a colación, para demostrar que si no se trazan objetivos para evaluar esa interrogante, es muy difícil encontrar la respuesta.


En modo alguno pretendo reducir el ritual funerario al acto del banquete ritual. Puede probarse o no la existencia de un banquete ritual. Y aunque no se encuentren evidencias de esta parte de la liturgia, como nos ocurrió en la cueva funeraria Bacuranao 1, hay muchos otros componentes que expresan la ritualidad del proceso funerario.

El hecho implícito de que se sepulta en un lugar escogido y bajo determinados parámetros, es la prueba más contundente de estar en presencia de un ritual. Pero además, cuando se les coloca piedras sobre los cráneos o sobre los pies; cuando los cadáveres son bañados con polvo de ocre rojo; se les coloca ofrendas consistentes en alimentos o herramientas; se les respeta sus objetos personales o se les realiza un segundo enterramiento, estamos, incuestionablemente, ante la presencia de una serie de acciones rituales que demuestran el carácter sagrado, mágico y simbólico de la acción.


Como ya se dijo, los rituales funerarios fueron definidos desde hace mucho como ritos de paso, pues dichos rituales acompañan al individuo en los momentos más importantes de su existencia; en este caso, es el abandono de la vida dentro de la banda, para integrarse a un mundo desconocido, pero que se supone mejor y perfecto.
La base de toda excavación en un recinto funerario radica en la realización de un trabajo integral, mancomunado, que destape los niveles en correspondencia a los objetivos y no a la apertura de pozos individuales, cuyos ritmos de avance están determinados por el entusiasmo de los participantes interesados en «descubrir» algún nuevo entierro.


Una de las características que nos llamó la atención en los fogones del banquete funerario en Marién 2, fue que la dieta en ellos colectada estaba integrada, fundamentalmente, por pequeños caracoles de recolección costera, a diferencia de los fogones de las habitaciones, donde hallamos una rica variedad aves, peces, mariscos y crustáceos, además de restos de herramientas y otros útiles.

En el estudio de la dieta de los fogones de banquete funerario de los sambaquis, de Brasil —grandes montículos concheros—, se comprobó, con un análisis de isótopos, las diferencias entre la dieta consumida por los individuos que habitaran el lugar, y la dieta acopiada en los fogones de los banquetes funerarios. Esto se había comprobado con anterioridad en sitios costeros de California y en Ushuaia, Argentina (Klokler, 2010:115). Estas diferencias dentro de las dietas que caracterizan los banquetes rituales y los restos dietéticos de los sitios de habitación, son, a mi juicio, otra sólida prueba del carácter ritual del sepelio y su simbología, pues durante el mismo no se consume el alimento que de forma cotidiana usa el grupo.


Dentro del ritual del entierro y tratamiento a los difuntos se pueden encontrar muchas manifestaciones de carácter mágico y simbólico.

Solo le prestaremos atención a cinco de ellas: El uso de las piedras en las sepulturas y sus posibles interpretaciones simbólicas; uso del colorante rojo; ofrendas y objetos acompañantes; entierros secundarios, y la cremación como tratamiento mortuorio. Todas ellas como parte del ritual funerario.


En lo posible, abordaremos algunas aproximaciones a sus posibles simbologías, así como del peligro de su simplificación. Después, trataremos un tema relacionado con el infanticidio, al que no consideramos, en modo alguno, manifestación simbólica de reencarnación o de sacrificio humano, como algunos han sugerido; motivo por lo que no fue incluido en el apartado de las manifestaciones de carácter mágico dentro del ritual funerario, pues se trata de una manifestación de mecanismos de supervivencia y control de la natalidad.

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