Por Owen Blandino
Señores, permitan que mis palabras, revestidas de la formalidad propia de un diálogo intelectual, apunten hacia un planteamiento de relevancia práctica: la necesidad de claridad. En el contexto actual, marcado por el flujo abrumador de información, la comunicación exige una transformación acorde a las exigencias de la inmediatez y la comprensión efectiva.
En nuestras interacciones digitales, particularmente en espacios como Facebook, hemos presenciado una constante: publicaciones elaboradas con rigor intelectual, pero que, a menudo, se revisten de una opacidad conceptual que las aleja de la comprensión común. Aunque reconocemos el valor de la complejidad y la belleza intrínseca del lenguaje, conviene preguntarnos si estas virtudes deben predominar cuando el objetivo último es la transmisión efectiva del conocimiento.
El valor de lo enigmático y lo implícito ha sido innegable en la tradición cultural. No obstante, los tiempos actuales nos colocan ante un desafío distinto. Vivimos en un momento que demanda precisión sin trivialidad, accesibilidad sin simplificación extrema, y profundidad sin innecesaria oscuridad. En este escenario, la claridad no solo se presenta como una herramienta útil, sino como un imperativo ético para quienes aspiramos a comunicar ideas que transformen, inspiren o eduquen.
No se trata de reducir el pensamiento a un mero ejercicio utilitario, ni de renunciar a las complejidades inherentes a nuestra disciplina. Se trata, más bien, de asumir la responsabilidad de adaptar nuestro lenguaje a un público que enfrenta diariamente el desafío de discernir lo relevante entre un torrente de datos y opiniones. La claridad es, en este sentido, no una concesión, sino un medio para preservar la esencia del mensaje en un contexto saturado de distracciones.
Propongo, pues, una reflexión conjunta: que nuestras publicaciones, sin perder la riqueza de su contenido, sean orientadas hacia la transparencia conceptual. Ofrezcamos profundidad, pero evitemos el hermetismo; brindemos matices, pero sin dejar de tender un puente hacia el entendimiento. El propósito de la comunicación, en última instancia, no es solo desplegar un discurso sofisticado, sino garantizar que este sea accesible y transformador.
En este tiempo acelerado, donde el exceso de información amenaza con disolver la capacidad crítica, el ejercicio de la claridad se vuelve no solo deseable, sino imprescindible. Sigamos reflexionando, sigamos escribiendo, pero hagámoslo con la conciencia de que cada palabra puede ser un instrumento de conexión o un obstáculo. Seamos faros en la bruma, no muros en el camino. Que nuestra erudición no se convierta en un baluarte aislado, sino en un canal de diálogo que invite, inspire y, sobre todo, trascienda.