Epidemia: de la terapia a los «micros evangelios» literarios

Por KuKalambé

¿Qué se oculta tras estas narraciones conocidas como novellas, que se comparten diez veces al día y suman cien al cabo de diez días? ¿Acaso Boccaccio tenía la intención, como a veces se sugiere, de contrastar los cien cantos de la Divina Comedia con cien episodios de una comedia humana? ¿Quizás aspiraba a emprender una búsqueda espiritual que, con el tiempo, se conocería como secularización? ¿Fue consciente del riesgo de esta empresa, al punto de interrumpir la narración los viernes y sábados, días de Pasión, para suavizar la diferencia entre el espíritu de la historia sagrada y los fundamentos de su terapia terrenal? Esto explica por qué la acción del Decamerón, que se desarrolla durante diez días de relatos, se extiende a catorce días en el campo. Tras ese lapso, los jóvenes disuelven su grupo terapéutico, regresan a Florencia y se sumergen nuevamente en la vida de una ciudad convaleciente.

La actitud sosegada de Boccaccio hacia la plaga florentina capturó las implicaciones tanto sociales como metafísicas de esta catástrofe. La peste había destrozado el tejido simbólico que hasta entonces sustentaba la vida de los cristianos. El mundo de las leyendas piadosas, tal como las recopiladas en el Legenda aurea de Santiago de la Vorágine, se desvaneció abruptamente, como un sueño que había perdido su poder y capacidad de conexión. Es evidente que el conocimiento bíblico y las narraciones cristianas no fueron suficientes para enfrentar la irrupción de la realidad. Ni la oración ni la blasfemia, la introspección ni la sumisión, la medicina ni la teología, resultaron útiles.

El orden simbólico se tambaleó por completo, y los pilares de la esperanza racional se vinieron abajo. De pronto, la humanidad se halló frente a un dios oscurecido, un dios por el que ya no valía la pena rezar, dado que en su inexplicable furia había decidido aniquilar a casi la mitad de la población europea en un año. La ilusoria corriente religiosa, que hasta entonces había regulado el ánimo en estas latitudes, quedó paralizada. Aquellos que aspiraban a una vida medianamente tolerable tuvieron que buscar fuentes alternativas de inspiración para renovar su deseo de vivir.

Estas son precisamente las expectativas de las novelas o relatos que los jóvenes se cuentan mutuamente durante su aislamiento civilizado en la colina que domina la ciudad agonizante. Debajo de su aparente inocencia yace la gravedad de una responsabilidad profunda con respecto a la continuidad de la vida. La poesía exige que, después de la peste, se proclame la vida es hermosa, incluso si los monjes apocalípticos se rehúsan a escucharlo.

En uno de los momentos más oscuros de la historia humana, cuando ni siquiera el Evangelio podía romper el dominio de las malas noticias, las novelas asumen una función análoga a la del Evangelio. Difunden la buena nueva de que siempre, a pesar de todo, existe un arte de vivir en el mundo que promete un nuevo comienzo. Este arte inicia con la confirmación filosófica del derecho a la vida, transmitida mediante una sabiduría vital ilustrada con ejemplos inspiradores. Estos ejemplos culminan en la alegría de vivir, que se propaga a través de la colaboración tanto formal como informal entre camaradas.

Este es precisamente el pensamiento que la encantadora Pampínea expresa al hablar del ben vivere d’ogni mortale (Vivir bien entre todos los mortales), una antigua fórmula filosófica que resuena una vez más. En la colina de Florencia, se articula un derecho humano más antiguo que cualquier otro: el derecho a recibir noticias, más valiosas que las circunstancias; el derecho a escuchar historias, que demuestran que la chispa de la inteligencia nunca se extinguirá. Este es el derecho humano a la poesía para seres que requieren rejuvenecerse. Aquellos que demandan el derecho a oír noticias no desprovistas de esperanza lo ejercen.

Ahora entendemos que Boccaccio, al dirigirse a mujeres absortas en sus labores domésticas y acosadas por la melancolía, estaba en realidad hablando a todas las futuras generaciones de europeos. Su concepción del novellare representa una actividad que quedará entrelazada de manera inseparable con la forma en que los europeos emplearán las historias para enriquecer sus vidas. Estos relatos, al ser contados y recontados, constituyen una corriente cálida y alternativa que ha tenido un impacto vital en nuestras regeneraciones y revitalizaciones desde entonces.

Desde el siglo XIV, esta corriente ha fluido ininterrumpidamente a lo largo de nuestra civilización. A pesar de las sucesivas oleadas de plagas que han sacudido este continente, tanto en sentido literal como metafórico, la cálida corriente que tuvo su origen en ese tiempo ha perseverado y demostrado su capacidad para influir profundamente en el clima simbólico, estético y moral de los europeos y sus entrelazadas culturas.

Dentro de esta corriente se articula un segundo credo, propio de nuestro mundo, que podría denominarse esperanza, según la filosofía del siglo XX. También podría ser conocido como voluntad de cultura. Este credo se manifiesta en una confianza racional que prescinde con gusto de pruebas sobre la existencia de Dios, siempre y cuando se presenten historias y noticias que muestren que los seres humanos, cuando se les estimula adecuadamente, pueden superar su caos, debilidad e insensatez.

Cualquier historia narrada bajo esta perspectiva es un Evangelio en miniatura, una buena nueva proveniente de un mundo expansivo donde los seres humanos buscan la felicidad con inteligencia, astucia y resiliencia.

Lo que se requiere después de la peste no son tanto las grandiosas fórmulas y rituales antiguos, mediante los cuales solíamos sepultar a los seres humanos en un sentido cristiano, sino más bien los pequeños mensajes alegres que informan sobre los modestos triunfos de quienes buscan la felicidad. Estos microevangelios ayudan a los sobrevivientes a redirigir su enfoque hacia el horizonte terrenal una vez más. El principio de Boccaccio, da voz a esta alianza contra el desgaste. Aquellos que lo practican no solo resisten las tentaciones desenfrenadas de la regresión y la muerte, que más adelante surgirán desde el Romanticismo alemán, sino que también se enfrentan a la propia desesperación, que en sí misma constituye más de la mitad de la derrota.

Lo que Boccaccio probablemente no sabía eran las circunstancias que permitieron que la peste llegara a Florencia. Esta se propagó hacia el Mediterráneo después de que los tártaros, durante el asedio de la ciudad comercial genovesa de Kaffa en 1346, lanzaran cadáveres infectados sobre las murallas de la ciudad mediante grandes catapultas. De estos cadáveres surgió una grave epidemia, y los patógenos mortales llegaron a Florencia junto con las mercancías de Kaffa, que regresaron a Europa tras el declive de la epidemia.

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