Por Angelazo Goicoechea
Hasta ahora, el reencantamiento del mundo ha transitado por caminos que exaltan la belleza, la emoción y la percepción estética en la vida cotidiana. Se ha debatido acaloradamente sobre cómo la política y el arte se entrelazan en este proceso: el fascismo aboga por convertir la política en algo estético, mientras que el comunismo busca politizar el arte.
En este vaivén entre estetización y politización, se dibujan los destinos de la modernidad. Sin embargo, voces se alzan en busca de un camino distinto, uno que rompa con esta dicotomía, aunque eso suponga despedirse de la modernidad tal como la conocemos. Es aquí donde la estética filosófica se presenta como una posible salida.
Es crucial replantear y redefinir cómo juzgamos lo estético, su valor y la experiencia estética. Durante mucho tiempo, se ha creído que las mismas reglas racionales que gobiernan nuestras acciones éticas también rigen nuestras experiencias estéticas. Sin embargo, parece que este imperativo estético, arraigado en diversas estéticas, se desvanece, desafiando los cimientos de la modernidad.
La conexión entre la estética y la ética se manifiesta en la famosa frase kantiana sobre el ‘cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí’. ¿Pero cómo pueden estas dos esferas influenciarse mutuamente? ¿Es posible conectar la filosofía estética de Baumgarten con la ética de Kant y la filosofía de Hegel?
La búsqueda por comprender una experiencia estética que no sacrifique el placer y, al mismo tiempo, sea compatible con la filosofía se torna crucial. ¿Pueden lo verdadero y lo bello estar alineados? ¿O son dos facetas independientes: lo verdadero, un producto del intelecto, y lo bello, un producto de los sentidos? ¿O acaso hay una verdad en la belleza y una belleza en la verdad, incluso en medio del caos del siglo XX?
Freud, Lacan y sus ideas sobre la sublimación y el placer estético también entran en juego. Mientras Freud deja entrever un agnosticismo estético al situar la belleza más allá del placer, ¿no es esto una limitación del imperativo categórico de Kant? ¿Acaso no hay una ética o una estética universales?
Todo esto nos lleva a reflexionar sobre la conexión entre el sentido y los sentidos, la unión entre conocimiento y belleza, sin caer en las dicotomías de Tánatos y Eros. No buscamos una teoría de compensación, sino una que mantenga el goce estético en el corazón de la experiencia estética.
La cultura, para mí, no es la sublimación del deseo, sino algo más complejo, algo que no se somete a una estetización universal o a una ética que abarque a todos por igual. Los mandatos éticos y estéticos mantienen su carácter imperativo y, en cierto modo, absurdo.
Ya sea que sigamos la ruta de Kant o nos sumerjamos en las reflexiones de Pascal sobre la naturaleza humana, el debate entre la estetización y la politización de la vida sigue siendo una pieza fundamental en el rompecabezas del reencantamiento del mundo.
En los entresijos de las relaciones humanas, donde el desdén y la manipulación son moneda corriente, la lógica del imperativo moral carece de efectividad. La propuesta de Pascal, conocida como Credo quia absurdum, aborda esta problemática desde una perspectiva de fe, procediendo de manera similar. En este volumen presente, se explora la agresividad inherente a todo tipo de mandato, ya sea ético o estético.
Kant intentó transformar el mandato evangélico de «Ama a tu prójimo como a ti mismo» en una exhortación racional, proponiendo que la comprensión de los pasajes que instan a amar al prójimo, incluso al enemigo, debía derivarse de un deber moral en lugar de un simple impulso emocional. Este amor, como acción por deber, se convierte en un amor práctico y no meramente afectivo, siendo el único que puede ser instado mediante un mandato.
Este mandato, conocido como el imperativo categórico, se sustenta en la exigencia racional de evitar contradicciones y requiere que todo ser racional respete la humanidad en los demás. Kant buscaba separar el mandato del amor como un imperativo ético de la fe, fundamentándolo en la razón. Esta ética práctica se extendía también hacia una estética práctica. La concepción del arte como una ciencia en el siglo XIX siguió un proceso similar: separar la experiencia de la belleza de cualquier connotación de fe, como la intuición, la percepción o el sentimiento, y fundamentarla racionalmente.
La experiencia estética, originalmente vinculada a la emoción ante lo bello, fue convertida en una exigencia racional, un mandato similar a una ley. La estética se enmarcó en una legislación, perdiendo así su esencia, ya que se asumía que el terreno estético se encontraba en el reino del amor pasional, meramente inclinado. Los gustos, siendo inherentemente discutibles, perdieron su esencia, convirtiéndose en un tema de debate, en lugar de una ley.
Cuando la estética impone mandamientos, obstaculiza el disfrute. El mandato frustra la apreciación estética, ya que esta radica precisamente en sentir sin imposiciones ni normas. La superación, la transgresión, se convierte en uno de los elementos clave de la estética del futuro. Esta perspectiva desafía todo mandato estético, toda imposición de la belleza. Reconoce que, entre los mandatos éticos y estéticos, el futuro de la cultura no es de progreso, sino de estancamiento.
La inclinación humana hacia la agresividad, como observó Pascal, no contribuye, como creían Kant y Freud, al avance de la cultura mediante su resistencia. Freud, en su obra El malestar en la cultura (1930), sugiere que el mandato moral de amar al prójimo, contrapuesto a la agresividad, en realidad refuerza esta última. Los mandatos estéticos tampoco logran reducir la barbarie. Paradójicamente, el imperativo estético que se opone a la fealdad refuerza esta última. Quienes abogan por una ética basada en el eros, paradójicamente contribuyen a una estética que promueve el thánatos. En la estética nazi de Leni Riefenstahl, se percibe cómo la estética del thánatos y la agresión ocultaban una ética que promovía la agresión.
La propuesta planteada busca una reevaluación profunda de la intersección entre ética y estética. Su objetivo principal es cuestionar la larga y arraigada asociación que ha perdurado durante dos siglos entre estos dominios, en los cuales los imperativos éticos y estéticos han compartido un sendero común. Destaca especialmente la idea transmitida por Nietzsche a través de Zaratustra, quien hace referencia a la necesidad de reconocer y honrar al enemigo dentro del círculo del amigo, incluso llegando a considerar a ese amigo como el mejor adversario posible. Esta perspectiva desafía de manera directa el tradicional mandato del amor al prójimo que ha predominado en el pensamiento ético convencional.
En contraposición al mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo, Nietzsche propone la idea de encontrar en el amigo la cualidad de ser el mejor enemigo y reconocer al enemigo dentro del amigo. Esto, en teoría, podría eliminar la noción misma de enemistad, dejándonos solo con la noción de amistad.
La conocida frase «el infierno son los otros» de Sartre, que refleja la autoimagen de ser los únicos virtuosos, en realidad es un reflejo de la universalidad del mandato del amor. Freud y Lacan, en Ética del psicoanálisis, cuestionan la humanidad de este mandato. Escapar de esta dinámica infernal implica paradójicamente renunciar a la universalidad del mandato del amor, abandonando tanto los imperativos éticos como los estéticos para reconocer su afinidad.
Se propone dejar de lado la universalidad de los mandamientos estéticos para permitir una acción verdaderamente estética y escapar del infierno estético de la modernidad. Esta idea plantea una ética de la estética que no está sujeta a imperativos estéticos. Similarmente a Lacan, se argumenta que cualquier cosa que convierta el placer en mandato o prohibición solo refuerza esta última.
El placer estético solo puede manifestarse plenamente cuando no está sujeto a mandatos o prohibiciones, desafiando así el imperativo estético propuesto por Kant y su imperativo categórico. Sin ataduras impuestas al placer estético, se evitan las resistencias que frustran dicho placer. Se sugiere que tanto el mandato del amor como el imperativo categórico de Kant encierran la posibilidad de lo inhumano, negando así la existencia de un imperativo estético.
Este enfoque estético no busca formar una doctrina colectiva. Reconoce que la experiencia estética no da origen necesariamente a una comunidad cultural, ya que podría convertirse en la base de un régimen político. Se argumenta que cualquier mandato conduce a la soledad del sujeto al someterlo a un súper-yo. Por ende, se propone una democracia que permita a las subjetividades desplazar sus conflictos sin definirlos de manera unívoca. Este es el método literario y filosófico propuesto para definir y des-definir.
Partiendo de las ideas de Pascal y cuestionando la interpretación de Nietzsche, se busca establecer el fundamento de una subjetividad que no sea ni de poder ni de tiranía, sino que sirva como base para una estética de la subjetividad democrática. Esto se alinea con las ideas de Hegel sobre la filosofía del Derecho, donde se postula un vínculo paradójico entre la retórica del deseo (estética) y la lógica de lo político (ética), fundamentando un sistema legal basado en la particularidad y singularidad en lugar de la universalidad. De manera similar, la estética se presenta como una teoría de la singularidad más que como una construcción universal.