Por: Galán Madruga
Lo que se encuentra ausente tanto en la filosofía como en las ciencias cognitivas es una figura clave: el autoentrenador. Este sujeto autorreferencial, capaz de ejercitar y configurar al observador—ese testigo que se oculta tras la máscara del ego—rompe con la tentación de sumergirse en la vida fenomenológica y establece un espacio en el que la percepción del conocimiento se redefine. Si bien se ha avanzado considerablemente en la comprensión de las aperturas epistémicas y en la configuración del mecanismo que da lugar a la acción de observar, persiste una debilidad fundamental: la fragilidad del carácter del observador, una deficiencia que aún no se ha abordado de manera efectiva.
A pesar de los avances en la teoría del conocimiento, la cuestión de cómo entrenar al observador y fortalecer su capacidad de análisis permanece pendiente. Si bien William James, inspirado por el falibilismo de Peirce, exploró las implicaciones del uso de la conciencia, su tratamiento sigue siendo incompleto y vago. El enigma central sigue siendo la conciencia misma: ¿es realmente accesible al conocimiento directo, o es, más bien, un ente separado y ajeno? Para resolver esta cuestión, no basta con un entendimiento teórico; se requiere una práctica, un ejercicio que permita al observador entrar en contacto con una verdad más allá del simple fenómeno.
Un enfoque pragmático podría sugerir la aplicación de técnicas de entrenamiento espiritual y epistémico como las que propone El libro de los secretos de Rajneesh. Este texto, casi esotérico, presenta 116 técnicas basadas en el Tantra, acompañadas de más de 300 ejercicios prácticos destinados a aniquilar la ilusión del ego y permitir que el observador se mantenga en su pureza trascendental. De esta forma, el Tantra podría ser considerado uno de los primeros sistemas organizados para entrenar la no-mente, un concepto que, lejos de ser una pregunta filosófica, debe ser abordado como una disolución técnica de los límites del pensamiento lógico. No se trata de encontrar una respuesta, sino de abandonar la pregunta misma.
Este enfoque no es nuevo en la historia del pensamiento. Richard Sennett, en su obra El artesano, ofrece una interesante reflexión sobre la evolución del taller filosófico europeo, donde la práctica del pensamiento y la formación del intelecto se concibieron como una forma de ejercicio. La filosofía no es solo una teoría abstracta, sino un proceso, un taller. Desde Platón hasta Ibn Jaldún, la historia de la epistemología se encuentra marcada por talleres que no solo enseñan conocimiento, sino que entrenan la mente. Sin embargo, con la aparición de Descartes y su famosa máxima «pienso, luego existo», el enfoque se desplazó. La concepción del entrenamiento del pensamiento como práctica fue reemplazada por una construcción teórica del conocimiento, fundamentada en la separación cartesiana entre sujeto y objeto.
Este giro epistemológico, que llevó al conocimiento a ser discursivo y lógico, tuvo consecuencias. Foucault, en sus estudios sobre la arqueología del saber, subraya cómo el conocimiento se fue restringiendo al lenguaje y al discurso, perdiendo el carácter práctico que había tenido en los talleres filosóficos medievales. El conocimiento dejó de ser una habilidad activa para convertirse en un sistema de categorías y discursos. Este cambio, que se consolidó en la modernidad, ha generado un vacío en la epistemología contemporánea: la incapacidad para abordar el observador como una entidad activa en el proceso de conocimiento.
Antonio Correa, en su crítica a la teoría dualista del conocimiento, sostiene que la dicotomía sujeto/objeto, que se hereda del esquema cartesiano, resulta insuficiente para comprender la naturaleza del conocimiento. Las ciencias cognitivas modernas, y en particular la neurociencia, buscan una comprensión más profunda de cómo pensamos, pero no se puede negar que el conocimiento mismo es algo más que un producto de las estructuras neuronales. El autoentrenador, como concepto, implica una revisión del propio proceso epistémico, de cómo el observador se configura a sí mismo para comprender, cuestionar y fortalecer sus capacidades cognitivas.
Aquí es donde la figura de Paul Valéry ofrece una valiosa perspectiva. A lo largo de su vida, Valéry trabajó en un proyecto singular: estructurar un taller virtual para el entrenamiento del saber teórico y estético. Mientras que el Tantra busca separar al observador de la dinámica del conocimiento, retirándolo a un estado de no-acción, Valéry propone una disciplina rigurosa de entrenamiento diario. A través de la práctica constante, Valéry demuestra que el observador no es una entidad pasiva que se limita a recibir conocimiento, sino que es un ser activo que se construye y se fortalece mediante la acción continua. Aquí, la figura del Diario juega un papel esencial. En sus Cuadernos, Valéry desarrolla una reflexión continua, casi metódica, sobre los procesos del pensamiento y la creación.
El Diario se convierte así en el espacio donde se realiza una autotécnica del pensamiento, una forma de entrenamiento constante que permite al observador estructurarse, analizarse y perfeccionarse a través de la escritura y la reflexión. Crea su taller de trabajo y, por añadidura, al pensador sin cualidades. Para Valéry, lo esencial está contra la vida.
Este enfoque tiene profundas implicaciones. Frente a las teorías de la praxis de Marx, el existencialismo o el auge de las ciencias cognitivas en el siglo XX, la propuesta de Valéry se presenta como una alternativa que no depende de las grandes narrativas filosóficas ni de las ideologías. El entrenamiento del observador se convierte en un proceso autónomo, basado en la autoformación y la autodisciplina, lejos de las influencias externas. Aquí, la analogía con Lezama Lima y su personaje Cemí en Paradiso resulta pertinente. Al igual que Teste, Cemí es un intelecto que se fortalece a través de un riguroso entrenamiento espiritual, logrando así una forma de conocimiento que no es vulnerable a las teorías totalizadoras que dominan el pensamiento contemporáneo.
En última instancia, el autoentrenador no es solo una figura especulativa o filosófica, sino una necesidad en la evolución del conocimiento. Es un modelo que requiere de la acción disciplinada y la práctica constante, una figura que se enfrenta a la falacia de la autorrealización del ego, y que, a través del esfuerzo personal, forja una nueva manera de entender y de observar el mundo.