El Ulises cubano

.Aquí se revela uno de los grandes misterios de la vida, de la existencia y del propio Dasein existenciario. No podemos desligarnos por completo del lugar donde nacimos, pues fuerzas telúricas, arcaicas e inasibles lo impiden. Allí donde vayamos, el exilio arrastra consigo un hilo invisible del espíritu, siempre conectado al terruño, e incluso al pasado, a aquello que, por necesidad ontológica, debe conservarse.

Si no lo hemos experimentado aún, lo sabremos —sin evasión posible— en las horas previas a la muerte. Esta existencialidad esotérica, como podríamos denominarla, no entra en conflicto con la construcción de una segunda naturaleza: el anhelo legítimo de un segundo hábitat más allá del nido originario.

El lugar primigenio, aquel donde aconteció el nacimiento, queda inscrito —por razones que escapan a toda explicación racional— en los sueños de la inconsciencia y en las palpitaciones del corazón. Ninguna ingeniería —sea social, cultural, mental, imaginaria o espiritualista— aplicada sobre el cuerpo puede calar con mayor hondura que la onto-topografía del lugar natal, ni desinhibirnos por completo de la condición de primera naturaleza.

Nuestros sueños astrales operan como un puente de conexión: enlazan la heterotopía exiliada, el lugar de origen y la bóveda materna del Ser —la Casa del Ser. En este sentido, tanto el nacimiento como el exilio son extensiones exteriores de la existencia primaria del Ser en el seno materno.

Por ello, la condición soñada por el Ulises cubano se traduce en angustia, una angustia temporalizada por el deseo de retorno a Ítaca. Conviene aclarar que no se trata de la desesperación ideológica del sujeto cubano, tantas veces estetizada en clave melodramática, como lo hace cierta película filmada en una azotea habanera, donde los actores —más allá de su improvisación— desconocen por completo su propia condición de exterioridad.

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