Por: Galán Madruga
«No hable así, tú has hecho del peligro tu profesión,
no hay en ello nada despreciable.
Y ahora perece en el ejercicio de tu profesión:
por ello yo quiero enterrarte con mis propias manos».
Así habló Zaratustra / Frederick Nietzsche
El trapecista, virtuoso en su arte, ha consagrado su existencia al dominio del trapecio, configurando su vida bajo un régimen que trasciende la mera disciplina: una dedicación casi monástica. Lo que en un inicio parecía un fervor por alcanzar la perfección profesional devino en una rutina inmutable, donde las horas, los días y las noches giran únicamente en torno a su oficio. Durante su permanencia con la compañía, no abandona su puesto en las alturas, mientras sus necesidades, pocas pero específicas, son atendidas diligentemente por asistentes que, desde el suelo, le envían víveres y herramientas en cestas diseñadas para tal propósito.
Esta forma de vida, aunque singular, no provoca conflictos significativos entre quienes lo rodean. Si bien su presencia constante puede resultar un tanto perturbadora durante otros espectáculos, dado que el público no puede evitar dirigirle miradas de admiración, su talento sobrehumano compensa cualquier inconveniente. Para los directores del circo, su peculiaridad no es un capricho, sino una condición necesaria para preservar la calidad de su arte. Además, las alturas le ofrecen un entorno propicio: la cúpula, con sus ventanas abiertas durante los días cálidos, permite que el aire fresco y la luz del sol transformen la penumbra en un espacio vital casi idílico.
El trapecista, sin embargo, vive en un aislamiento casi total. Es raro que alguien se aventure a acompañarlo. En ocasiones, un compañero trepa por la escalerilla y, sentado en las cuerdas, intercambia unas palabras con él. También sucede, de manera esporádica, que obreros encargados de reparaciones o técnicos que revisan las luces se detengan a conversar brevemente. Más allá de estas excepciones, su mundo es uno de soledad, aunque nunca exento de las miradas curiosas de quienes lo observan desde la distancia, intrigados por la vida que lleva en esa soledad autoimpuesta.
Este equilibrio, aunque extraño, podría haberse sostenido indefinidamente, de no ser por los traslados entre ciudades, que perturbaban profundamente su estabilidad. Para él, esos viajes eran un incordio ineludible, a pesar de los esfuerzos del empresario por minimizar el tiempo en tránsito. La velocidad de los automóviles que lo transportaban a la estación era siempre insuficiente frente a su ansia por regresar al trapecio. En los trenes, se le reservaba un compartimiento exclusivo, pero ese espacio, por privado que fuera, resultaba un simulacro insatisfactorio de su refugio en las alturas.
En cada nuevo destino, su trapecio lo aguardaba, preparado con antelación. Las puertas estaban abiertas, los pasillos despejados, todo dispuesto para que, en cuanto llegara, ascendiera con rapidez hacia su lugar. Para el empresario, ese momento, cuando el trapecista volvía a su elemento con una destreza casi sobrenatural, era el verdadero triunfo de cada jornada.
A pesar de los beneficios económicos que estos viajes proporcionaban, el empresario vivía cada traslado con una sensación de impotencia, consciente de que, por más esmero que pusiera en los preparativos, el cambio de entorno afectaba profundamente los nervios del trapecista. Era un precio que parecía inevitable en la búsqueda de mantener el espectáculo en movimiento.
En una de esas jornadas, el artista permanecía recostado en la red, con la mirada perdida, mientras el empresario, sentado junto a la ventana del vagón, trataba de distraerse con un libro. La voz del trapecista, apenas un susurro, rompió el silencio. Hablaba con una extraña mezcla de resignación y convicción: necesitaba dos trapecios, no uno. Dos trapecios, frente a frente, como una condición irrenunciable.
El empresario asintió sin objeciones, comprendiendo la gravedad del pedido. Sin embargo, el trapecista no se detuvo ahí; como si necesitara reafirmar su determinación, añadió que jamás, bajo ninguna circunstancia, volvería a trabajar con un solo trapecio. La idea, cargada de un peso casi existencial, parecía desgarrarlo.
Por un instante, el empresario dudó. No era el costo ni la logística lo que lo inquietaba, sino la creciente dependencia del trapecista por un entorno que parecía modelar su estado emocional tanto como su arte. Aun así, le aseguró que atendería la solicitud y destacó las ventajas que un segundo trapecio aportaría, no solo a su desempeño personal, sino al espectáculo en general.
De repente, el trapecista rompió a llorar. Aquellas lágrimas desconcertaron al empresario, quien, dejando de lado el libro, subió junto a él para consolarlo. Le habló con dulzura, pero el artista permanecía inconsolable. Fue solo después de un largo silencio que el trapecista, entre sollozos, confesó: «No puedo vivir con solo una barra en mis manos».
Conmovido por aquella súplica, el empresario prometió enviar un telegrama a la próxima estación para garantizar que el segundo trapecio estuviera instalado antes de su llegada. Mientras hacía esta promesa, no podía dejar de recriminarse por no haber anticipado esta necesidad y, al mismo tiempo, agradecía que el trapecista hubiera expresado su angustia.
El resto del viaje transcurrió en calma aparente, pero las inquietudes del empresario se multiplicaban. Desde su asiento, observaba al trapecista, quien parecía dormido, y creyó percibir en su rostro, hasta entonces juvenil y enérgico, las primeras señales de una fatiga irreparable. Las líneas que se dibujaban en su frente no eran solo marcas del tiempo, sino presagios de una vulnerabilidad que amenazaba con consumirlo.
En ese momento, el empresario reflexionó con inquietud: lo más improbable, lo más frágil y destinada a la extinción no era el cuerpo del artista, sino la cultura misma. Tal vez, para sobrevivir como especie, como Homo sapiens, sería necesario, de una vez por todas, aprender a vivir en las alturas.