El telescopio poético de Dios

Por Felipe Sarduy

En el tercer milenio antes de Cristo, nació en Egipto un teatro de la singularidad, bajo la mirada de un cielo que se transformó en teoscopio. Es el sol conceptualizado el que proporciona el modelo para la teoscopia: no solo brilla sobre lo justo y lo injusto, sino que también recuerda lo que ilumina.

 Como no olvida nada, debe juzgar post mortem lo que ha visto. Un minúsculo círculo de observación basta al principio para delinear lo esencial: un ojo divino -o, tal vez mejor: la pluralidad de ojos que caracteriza al grupo compuesto por Atum, Shu, Tefnut, Geb, Nut, Osiris, Isis, Set y Neftis- apuntaba a un único individuo antropomorfo.

Un foco -como la luz del día- dio una claridad superior al Uno, en el que coinciden existir y tener sentido. El rey se ve inundado por la atención del más allá. La divinidad le mira – y al mismo tiempo, el aura de esta existencia irradia con una alta sobreexposición, aunque el príncipe, como persona, sea un potentado obtuso.

Su singularidad no es la realización de la autorreflexión ligada al sujeto, sino un efecto de la radiación recibida. Un día en la vida del faraón contiene lo que siempre ha sucedido entre el cielo y la tierra. Que esto sea percibido por las multitudes es inicialmente irrelevante -aunque, cincuenta siglos después, tras la Declaración Universal de los Derechos Humanos, habrá tantos seres formalmente faraónicos como personas viviendo en la tierra. No les disgusta ser candidatos a la sobreexposición.

Lo que cuenta, al principio, es que el faraón, si sus teólogos de la corte tienen razón, no pasa un minuto sin dirigirse a su dios y sin estar convencido de que su dios, o los seres supremos en su conjunto, observan e inspiran el menor de sus gestos.

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