Por ACDV

Antes de que lo olvide —y subrayo aquí el carácter paradójico de esta declaración—, deseo señalar que el libro de Irene López-Kuchilán no puede ni debe ser leído como un poemario convencional. Nos enfrentamos, más bien, a una obra liminar que habita en los márgenes de lo poético, lo espiritual y lo ontológicamente perturbador. Su lectura nos instala en una zona de inestabilidad semántica, donde lo místico cohabita con el desasosiego, donde la figura del médium —presencia translúcida, receptiva— convive con el terror de lo incognoscible. Lo que emerge de sus páginas son voces que no se enuncian desde la conciencia autoral, sino que atraviesan al sujeto poético como si provinieran de un archivo inmemorial. La memoria no actúa como simple depósito de datos o vivencias, sino como archivo activo: un dispositivo de resonancias, una hantología en el sentido derridiano, donde lo espectral de la palabra se hace presente como inscripción de lo ausente.
Este libro podría ser descrito como una constelación de signos que no busca ser interpretada sino habitada. La poesía de López-Kuchilán se mueve entre lo oracular y lo onírico, entre el trance mediumnímico y la lucidez poética. Leerla es acceder a un campo donde el lenguaje no describe, sino que invoca; no representa, sino que emite. Se trata, en última instancia, de una poética de la inminencia.
La dificultad de recuperar conscientemente lo que ha sido olvidado —una de las operaciones centrales en este libro— se convierte aquí en procedimiento estético. La poeta parece haber accedido, no a los contenidos de la memoria cotidiana, sino a las capas profundas del inconsciente arquetípico,cuerpos sutiles, niveles intermedios de la realidad, esferas de sentido que usualmente no se revelan al ojo racional ni al oído entrenado. En este sentido, podríamos hablar de un libro que condensa, como pocos, la experiencia de un viaje astral: desplazamiento psíquico o metafísico hacia una zona donde los mitos sobreviven al desgaste histórico y el alma se desprende de la razón para devenir signo en trance.
Cuando los poemas provocan un sentimiento de angustia existencial, de visceralidad primitiva, es porque se originan en regiones que permanecen ocultas al tráfico habitual de la conciencia. Y, sin embargo, lo más inquietante es que dichas regiones no están aisladas del tiempo cronológico, sino que se superponen a él. Lo que se percibe aquí es un ensamblaje de tiempos que no responden a la linealidad del calendario, sino a una estructura circular, esotérica, donde el pasado, el presente y el futuro se hallan simultáneamente contenidos. Este juego temporal no ocurre en un vacío, sino en un espacio textual singular: el poema como espacio de aparición, como epifanía de lo invisible.
Así, estos textos podrían estar señalando eventos futuros que, no obstante, no han atravesado aún el umbral del espacio material. Desde ese limbo emergen imágenes que se manifiestan como estados fenoménicos —visiones, fantasmas, presencias—, cuya duración es tan efímera como determinante. La vida, tal como es figurada en esta poética, se convierte en un campo de ruinas, un proceso de desintegración en el que el imperio de la razón, tan celebrado por la modernidad, se ve obligado a reconocer su impotencia ante lo que no puede clasificar ni dominar. El poema narra para no olvidar, pero también para dejar constancia del olvido, como si cada palabra fuera una trinchera contra el deterioro del alma y del tiempo.
En este contexto, la angustia por la existencia en planos sutiles se transforma en lo que podríamos llamar, sin ambages, una poesía astrológica: una escritura orientada por las constelaciones de lo invisible, por los ritmos cósmicos que no responden a la lógica del yo ni a la gramática del mundo tangible. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿es posible vislumbrar el futuro y adelantarse a él? La respuesta que ofrece este libro es afirmativa, aunque de ningún modo tranquilizadora. Lo que se vislumbra no es el futuro como continuidad lógica del presente, sino el futuro como fractura, como señal de una separación irrevocable entre el cuerpo sensible —ese que padece, que ama, que muere— y los cuerpos sutiles de la trascendencia, allí donde lo impredecible se manifiesta como única certeza.
La poesía de Irene López-Kuchilán opera, entonces, como médium entre planos. Al articular lenguajes que no pertenecen por completo al mundo de la vigilia, esta obra nos obliga a reconsiderar no solo los límites de lo poético, sino también los contornos de lo real. En ella se juega una ética de la percepción y una metafísica de la sensibilidad. Permítanme, para concluir, presentar un poema que encarna con lucidez esta dimensión oracular del lenguaje:
Mesas, camas donde nunca antes comí o dormí, tendías,
urgiendo no más que un candil.
Y desparramamos juntos los escombros,
postergando anocheceres
con toques de queda cada vez más sordos.
¡Qué no hubiera dado por curarte con la aurora!
Por traer cada vez
las esquinas permutadas,
bendecirlas y tratarlas;
y que el aura,
la alquimia galopante,
y el día más temido
se añorasen.