El regreso de los imperios, con prólogo de Ángel Velázquez Callejas.

A continuación, les dejo el prólogo que escribió Ángel Velázquez Callejas para esta edición.

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Nietzsche escribe en Ecce Homo:

«Después de esto estuve enfermo en Génova algunas semanas. Siguió luego una melancólica primavera en Roma, donde di mi aceptación a la vida; no fue fácil. En el fondo me disgustaba sobremanera aquel lugar, el más indecoroso de la Tierra para el poeta creador del Zaratustra, y que yo no había escogido voluntariamente; intenté evadirme, quise ir a Águila, ciudad antítesis de Roma, fundada por hostilidad contra Roma, como yo fundaré algún día un lugar, ciudad recuerdo de un ateo y enemigo de la Iglesia comme il faut, de uno de los se­res más afines a mí, el gran emperador de la dinastía de Hohenstaufen, Federico II».

Quienes profundicen en estas palabras, que exploran el contenido y el contexto de las mismas, no podrán evitar verse conmovidos por el poder de las ideas sacras que, hasta ese momento, no habían sido formuladas ni antes ni después. Para Nietzsche, ¿qué representaba Federico II de la dinastía de los Hohenstaufen? Lo cierto es que, desde entonces y desde aquel lugar, Nietzsche comenzó a observar con una mirada penetrante los contornos protoescénicos de la decadencia de Occidente.

En 1919, tras la devastadora Primera Guerra Mundial, el poeta francés Paul Valéry escribió en Crisis del Espíritu: «Nosotros, las civilizaciones posteriores… también sabemos que somos mortales». Solo a través de una catástrofe de tal magnitud, y de un golpe de estado posterior, tomamos conciencia de nuestra fragilidad.

Cien años después, un murciélago de China —si es que el coronavirus proviene de los murciélagos— ha llevado al planeta a otra crisis. Si Valéry estuviera vivo, no se le permitiría salir de su casa en Francia.

La crisis del espíritu en 1919 estuvo precedida por el nihilismo y la decadencia que atormentaron a Europa antes de 1914. Como Valéry describió la escena intelectual antes de la guerra: «Veo… ¡nada! Nada… y, sin embargo, una nada infinitamente potencial».

¿Qué tiene en mente Armando de Armas cuando habla de renacimiento y del nuevo espíritu de la época? Este concepto constituye el núcleo esencial de Los Naipes en el Espejo. El pensamiento democrático contemporáneo encuentra una dificultad inherente para comprender esta idea.

La afirmación de que «la Política en Occidente podría haber arribado a un punto disyuntivo en que o regresa, espiritualmente hablando, desde la presente Postmodernidad hacia el Renacimiento o dejaría de ser Política; y, en consecuencia, Occidente dejaría de ser Occidente; al menos Occidente tal y como le hemos conocido por los dos últimos milenios», es tanto problemática como sugerente. Este planteamiento, que aborda la posibilidad del regreso a una época antigua, nos introduce en un nivel de abstracción que supera cualquier periodismo superficial, abriendo el camino a pensadores de gran agudeza. La palabra renacimiento se convierte en una invitación a un regreso a lo espiritual.

¿Por qué sería crucial regresar a una antigua época? ¿Qué ha ocurrido con Occidente que ha transformado su política y alterado su espíritu? La respuesta está en que la democracia contemporánea ha fracasado. El concepto político de res publica (ciudadanía), de la sociedad civil romana, la democracia, ha experimentado una involución. Es imperativo regresar. De Armas lo explica de forma clara. Cito textualmente:

«Conforme el Renacimiento significó, en la medida de lo posible, una vuelta desde la Edad Media —entendida como la última gran época de la humanidad— hacia la Antigüedad Clásica —entendida como la primera gran época de la humanidad—, podríamos, asimismo, estar ahora abocados a un espacio-tiempo bisagra en el que, en la medida de lo posible, regresaríamos al Renacimiento. Pero no ya desde una gran época, sino desde la más chata, por decir lo menos, de todas las épocas padecidas por el hombre. Esto otorga un sentido de urgencia a ese regreso: regresamos o desaparecemos. No como hombres, pero sí como hombres occidentales; aquellos cuya divisa primera es la libertad, el devenir del individuo.»

Aunque no comparto la idea del renacimiento en su sentido político de regreso (ya que las dinámicas actuales operan de manera oculta, esotérica, invisibles), la tesis de De Armas es plausible y se presenta como una obligación imperiosa. En el ámbito político, la realidad parece no ofrecer otra alternativa que replantear dicho regreso. Las observaciones específicas, realizadas en el mismo epicentro de los acontecimientos antiguos, y formuladas por dos renacentistas contemporáneos, resultan inobjetables y profundamente sugestivas. Además, encierran algunas de las mejores cualidades del pensamiento político actual.

Julius Evola, un nietzscheano oculto, previó la decadencia política de Occidente en dos ensayos fundamentales: Rebelión contra el mundo moderno (1934) y Hombres entre las ruinas (1953). A este panorama se suma una figura reciente, el espíritu del Segundo Renacimiento, en la voz de Armando Verdiglione. En su alegato, L’operazione guru, publicado hace pocos meses, Verdiglione expone con detalle las razones del peligro que representa la dominación actual, basada en la homogeneidad cultural (o la condición de igualdad).

El ensayo de De Armas provoca una distinción existencial crucial: una forma de vida análoga a la condición de igualdad. No se trata del Renacimiento descrito en la historia del arte, sino de un renacimiento conceptual, relacionado con la allokronía: la Antigüedad Clásica no requiere reproducción a través de la acción de épocas posteriores, ya que regresa de manera perpetua por su propia voluntad e instinto.

Aunque señala los problemas de la época actual, De Armas se considera un hombre del Renacimiento, en la medida en que vive dentro de una época que reconoce como ajena a su propia esencia. El renacimiento no es una huida hacia atrás, sino, como lo evoca Evola en su obra Cabalgar el tigre, una forma de vida que, dentro de un modelo cultural homogéneo cuyo precepto ideológico afecta a todos, exige ser sorteada con astucia.

La política del renacimiento no imita modelos antiguos ni formas clásicas de imperios o monarquías. En cambio, recupera antiguas formas de vida, donde la cultura de los individuos y las democracias fueron estimuladas por la ascética del arte y el fitness.

La crítica que De Armas realiza a la modernidad actual, cuando expresa que «el Espíritu de la Época es, como saben los que lo han padecido o se le han opuesto, socialista y paternal, sensiblero y mecanicista, inductor e impositivo, seductor e implacable, solidario y suicida; rechaza el azar y apuesta por la planificación; prefiere la repartición de la riqueza a su creación, hablar de los derechos humanos a hablar de los derechos del individuo, la sumisión a la guerra, la moderación a la libertad, los hombres flojos y las mujeres fuertes», subraya con urgencia la necesidad de detener la deriva cultural hacia la condición de igualdad. No importa si esta se manifiesta como una prontitud espantosa o como un resignado viaje por un mundo feliz; o incluso, desde la óptica de la política totalitaria, como una combinación de ambos mundos.

Cuando De Armas recurre al pasado y evoca la Reforma Protestante, no lo hace desde la perspectiva humanista con que fue representada en los programas progresistas de filósofos y pedagogos ilustrados, sino como una degradación: la negligencia del cuidado de sí frente a la dogmática cultural del cristianismo. En mi opinión, lo que ocupa a De Armas en estos diálogos está directamente relacionado con su propuesta de provocar una fisura esencial contra el sistema de las medias tintas. La expresión espíritu de la época sería, en este contexto, un código cerrado y hermético, apuntando a un molde metafísico delimitado en términos cifremáticos.

En una de sus obras narrativas más significativas, Caballeros en el tiempo, De Armas se desahoga contra el desmedido ímpetu de un autor que intenta desmantelar las columnas sesgadas de una tradición que ha elevado el espíritu de igualdad a partir de sus experiencias personales. A partir de ahí, se produce una expansión ilimitada del espacio, y con Spengler se concluye que la cultura occidental —la cultura del ego— es la cultura fáustica: decadente y problemática. Todas las crisis que asolan a Occidente están prefiguradas en la morfología de esta cultura. El espacio habitable (imperio, monarquía, nación) se ve alterado por la presencia de la infinitud, y la conquista del espacio frente a lo criminal se convierte en un esfuerzo descomunal.

Es posible que contemos con diversas formas de autoridad: cívica, regia, religiosa, como escritores, en términos de seducción, y otras que emanan de la libido del poder. Sin embargo, carecemos de la autoridad que realmente importa: la autoridad de la verdad, aquella que reside en la esfera espiritual. No nos referimos a la autoridad de un Buda que lucha contra el sufrimiento, ni a la de un Cristo que aboga por la compasión. Lo que realmente falta es la suprema unicidad del tiempo y del espíritu, encarnada en la autoridad del emperador, de sus antiguos atletas y dioses.

¿Sabemos algo de la autoridad espiritual del Sacro Imperio Romano Germánico y de sus emperadores? ¿Algo del instinto individual y de la libertad que esta autoridad encarnaba? Es precisamente en estas interrogantes donde resuena la profundidad de la crítica de De Armas: la ausencia de una verdadera autoridad espiritual condena a la modernidad a un vacío que no puede ser llenado por las categorías contemporáneas de poder.

La razón por la cual el «pacifismo se nos vende como una gran panacea», tal como se expone en Los naipes… (todo el poder se sostiene en la fuerza, pero ante la cultura y el espíritu; toda gran cultura surgió bajo la protección de las armas y desapareció al extinguirse la voluntad y el valor de usarlas; no separar cultura y política; y retorno al espíritu de la cultura imperial), radica en que su identidad constituye, por así decirlo, un tema cuya necesidad de exposición lleva implícito un enfoque y un método basados en el «desamor a la sacralidad».

La idea de lo «sacro» representa, sin duda, un aspecto central en la cosmovisión del pensamiento de Armando de Armas. Por ello, los argumentos y respuestas no deben alinearse con la epistemología del idealismo y el materialismo de la modernidad. Habría que viajar a épocas anteriores a la Revolución Francesa para encontrar en el «espíritu del Imperio» una suerte de «alma mundi», resultado de la sacralización de la inmunidad cultural.

Los imperios, en este sentido, revelan regiones culturales que evocan poéticas sobre el dominio territorial sobre la «inmensidad» en la larga duración de la historia. Si tomamos en cuenta las descripciones de De Armas, la «cubana» no sería más que un fragmento dentro de la «gran cultura», si la observamos en el contexto de la longevidad del Imperio Español o del Imperio Romano.

En lo que respecta al aspecto inmunológico de la cultura, los ejércitos de caballería, cuya función jurídica y militar consistía en defender la vida del imperio sacro, ya no contaban con el apoyo de los hombres del siglo XIX. De aquí surge, mucho antes de la aparición de Hitler, la idea del Tercer Reich, en virtud de la defensa de una región sociocultural europea.

A partir de este diagnóstico, que señala la génesis de un debate que se perfila para el futuro, hemos decidido preguntar a De Armas, en un diálogo amistoso, cuál es su opinión sobre la viabilidad del regreso de los imperios en los tiempos actuales.

Ángel Velázquez Callejas

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