Por Galan Madruga

Cuando la Editorial de Ciencias Sociales publicó en 1986 la biografía de Nicolás Joseph de Ribera escrita por la doctora Olga Portuondo Zúñiga, el contexto intelectual y académico cubano atravesaba un periodo de renovado interés por las figuras ilustradas de la etapa colonial, especialmente aquellas que habían contribuido, de manera temprana, a la configuración de un pensamiento económico y político nacional. En ese entonces, yo mismo me hallaba inmerso en los últimos tramos de mi investigación de licenciatura en Historia, en la Universidad de Oriente. La lectura de Azúcar y población en las Antillas de Ramiro Guerra había marcado profundamente mi comprensión de la economía colonial, y fue precisamente esta biografía de Ribera el segundo libro que leí con la misma avidez de principio a fin. No me considero un lector precoz, de esos que desde la infancia recorren bibliotecas con furor, pero reconozco que esta obra representó un parteaguas en mi formación intelectual.
La investigación de Olga Portuondo, rigurosa y profundamente documentada, me reveló no solo la figura de un criollo bayamés nacido a mediados del siglo XVIII, sino también la emergencia de una racionalidad económica que, hasta entonces, se creía exclusiva del siglo XIX. En efecto, la biografía de Ribera no solo reconstruye su itinerario vital —desde su formación ilustrada hasta su muerte en España en 1775— sino que contextualiza con precisión su pensamiento reformista dentro del horizonte ideológico del despotismo ilustrado y de las corrientes fisiócratas que se abrían paso en la Europa de su tiempo.
El núcleo central de este trabajo se articula en torno a un texto de Ribera de especial relevancia: la Descripción de la Isla de Cuba, redactada en 1757 y olvidada durante casi dos siglos, hasta que la historiadora Hortensia Pichardo lo rescatara y editara en 1973. Se trata de un documento fundamental no solo por su contenido descriptivo del territorio insular, sino por la propuesta que encierra respecto a la articulación económica de la isla y a su potencial productivo. Desde una perspectiva claramente influenciada por la doctrina fisiócrata —que situaba a la tierra como fuente única y primigenia de riqueza—, Ribera elabora una crítica explícita al modelo autárquico vigente en la economía colonial, centrado en el abastecimiento interno, y propone, en su lugar, una apertura progresiva al comercio internacional, sustentada en una reforma integral de la estructura agraria y de los mecanismos de intercambio ultramarino.
La interpretación que ofrece Olga Portuondo resulta sumamente reveladora, pues subraya que Ribera fue, en el contexto cubano, el primero en articular una visión coherente de la tierra no solo como base económica, sino como fundamento cultural y político de una identidad insular en formación. Su pensamiento anticipa, en más de medio siglo, las reflexiones de Francisco de Arango y Parreño, especialmente las contenidas en su Discurso sobre la agricultura en La Habana de 1819, donde se afirmará que la tierra —entendida como territorio productivo— es la raíz de la nacionalidad criolla.
Desde esta perspectiva, Ribera puede ser considerado no solo un precursor del pensamiento económico moderno en Cuba, sino también un pionero en la conceptualización de una idea nacional anclada al paisaje y a la soberanía sobre el espacio geográfico. En un tiempo en que aún no existía un discurso explícitamente nacionalista, su visión territorial del desarrollo, su defensa de la agricultura como base de la prosperidad y su crítica a las estructuras coloniales del comercio constituyen indicios claros de una conciencia insular en proceso de maduración.
A ello debe añadirse un elemento no menos importante: la íntima conexión entre conocimiento territorial y proyecto de nación. El texto de Ribera no puede comprenderse plenamente sin atender a su forma misma, la descripción minuciosa del espacio insular, el inventario de recursos naturales, la mención detallada de los caminos, los puertos, las llanuras fértiles y las sierras que organizan el relieve cubano. En esa operación intelectual, que es también una operación simbólica, la isla comienza a adquirir contorno, imagen, fisonomía. Y esa imagen —esa «descripción»— antecede a la nación. No puede fundarse nación alguna sin antes poseer una representación clara de su espacio, sin una visualización integral de su cuerpo físico. De ahí que Ribera se nos aparezca no solo como el primer fisiócrata cubano, sino también como el primer constructor de un imaginario territorial coherente y fundacional.
A mi juicio, esta figura olvidada merece ser situada en un lugar central dentro de la genealogía del pensamiento nacional cubano. No solo por su papel como reformista ilustrado, sino por su intuición —profundamente moderna— de que el destino de los pueblos se juega, en primer lugar, en la forma en que se concibe y se administra el territorio. La nación, en su estadio más elemental, es una construcción cartográfica. Y en ese sentido, Nicolás Joseph de Ribera fue el primero en dibujarla con palabras y con visión.
Su legado —aún escasamente estudiado— permanece como una raíz enterrada, esperando el momento en que la historiografía cubana lo reivindique plenamente, no como nota al pie, sino como piedra fundacional del pensamiento territorial, económico y cultural de la nación por venir.