El Presidente

Por José Inocencio Candela

—¿Ya lo fusilaron?

—Señor, si me permite.

El general sacó su revólver y la colocó sobre el escritorio, con el cañón apuntado a su subalterno.

—Soy todo oídos, capitán…

—Mi general con el debido respeto, ese hombre…

—Capitán, déjese de pendejeces.

—Señor, lo único que está pidiendo, es escribir una carta a su esposa, como último deseo.

—¡No me joda con eso! ¡Fusílenlo…! ¿Esposa? ¡Tuvo su oportunidad! ¿Por qué se le juzgó como indiqué, o me equivoco? Por si acaso, como ustedes son tan brutos, háganle un nuevo juicio y después pum pum. No quiero que la historia me acuse de asesino, ¿entendido?

—Señor, sí le hicimos juicio y como era su deseo, fue condenado a muerte por alta traición. Sin embargo, mi general…

—¿Otra descarga?, ¿no se cansa usted?

—Mi general, perdone que abuse: yo he peleado junto al teniente y es un hombre como pocos.

—¿Qué capitán? Encima tengo que aguantar que lo nombre por los grados que ya no tiene.

—Perdón, señor. Ese condenado a muerte lo ha servido sin tener en cuenta nunca los peligros.

  El general se sentó mirando con dureza al joven oficial mambí, quien era hijo de uno de sus mejores amigos.

—Está bien, que escriba la dichosa carta, pero le das poca tinta y solo un pedazo de papel. Después seleccionaremos otro soldado que en su lugar bañe a mi yegua.

—Señor, los muchachos no quieren hacer ese trabajo.

—Insubordinación es traición a la patria. Si tenemos que fusilar al que se niegue, pues lo haremos.

—Señor, en este año, 25 de sus hombres han perdido la vida por el mismo delito.

—No me diga… ¡¿25 dice usted?!

—Sí, mi general.

—Bueno… A mis 25 ya yo había dejado fuera de servicio a unos cuantos españoles de mierda.

—Señor…

—¡Pero es que mis órdenes son órdenes, capitán! ¡Cuando estén bañando a Josefina tienen que hacerlo con seriedad, nada de sonrisitas, ni de tocarla más de lo necesario! Esa yegua es más importante para mí, que mi madre, Mariana. Este último desgracio; ¿cómo es qué se llama?

—Guillermo, mi general.

—A ese hijo de puta, mis ojos lo vieron, cómo la peinaba ¡Por favor! Dime tú, muchacho, ¿tenía que estar desnudo para bañarla?

—Señor, el prisionero solo estaba cuidando la ropa, su única muda de ropa.

—¿Y cuántas yeguas tengo yo? ¿Tiene usted idea de lo que significa ella, para mí. Los momentos de peligro que hemos enfrentado juntos desde que partimos de Santiago, los días de hambre, las noches…? La manigua es dura, muy dura. ¡Es más, dele a ese hijo de puta, un trocito de papel y menos tinta!

—Sí, señor.

—A su regreso escribiré una carta a ese tal Martí.

—Sí, señor; permiso para retirarme…

—No, deténgase ahí. Pensándolo mejor, le escribiré de una vez la carta a Martí.

—Como usted diga, señor.

El capitán se sentó en su escritorio, que era mucho más pequeño que el del general, disponiendo papel y pluma.

—Capitán, usted que es un hombre joven y culto. ¿Cree que un poema de amor sea bueno para, mi Josefina? Es que ella se da cuenta de todo lo que sucede y la noto triste.

—La poesía es de las artes, una de las más elevadas, mi general.

—Tengo la corazonada de que si le leo un poema, su alma sanará. No me gusta ver a mi compañera de tantas batallas así.

—Sus deseos son órdenes, señor —el general avanzó hasta la ventana; prendió un tabaco. La tropa estaba esparcida por el campamento…

—Me han dicho que ese Martí es muy buen poeta… ¡Bien, comencemos!

«Querido José Martí, he leído su última epístola con interés creciente: cada uno de los puntos que describe, y estoy muy complacido por sus incansables esfuerzos y logros por el bien de la patria, ahora cuando más que nunca, esos malditos españoles se follan a nuestras mujeres y matan a nuestros niños y ancianos. Sin más rodeos, porque no tengo la posición que ostento por andarme por las ramas. Usted desea mi respaldo y deseo dárselo. Pero a cambio le pido un poema para una niña que muere de amor por mí. Su nombre, Josefina. Si lo hace, le garantizo mi apoyo para que usted sea investido como presidente de la república de Cuba en armas. Ahora le tengo que dejar, deseando mucho que en breve nos podamos estrechar las manos; y no olvide el poema para mi niña o no habrá trato».

—¿Es todo, señor?

—Por mi parte sí, las demás palabras para la historia las pones tú como siempre. No olvides que debo parecer muy inteligente, casi aristócrata, aunque no completamente… Ah, por cierto, ¿ya tenemos «corneta»?

—No señor.

—¡Pero!, ¡¿qué pinga es esa, capitán?!, ¡sin corneta no podemos ir a la batalla!

—Señor los músicos están apendejaos, ya son cinco los que usted fusila en este mes.

—Eran unos desafinados, no los justifique. Si Josefina se asusta es señal de que no saben lo que hacen. Tienen que tocar, pero sin tanto ruido, ¡cojone!, ¿o no se entiende que es un animal sensible?

—Sí, señor, tiene usted razón.

—Sigue así y pronto te ascenderé… Bueno, ahora termine la carta a Martí y luego ocúpese de ese pervertido.

—A sus órdenes, mi general.

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