«El pan dormido»: la vida como narrador

Por Kukalambé

He tenido el privilegio —y la perturbación— de habitar la obra de José Soler Puig como se habita una celda o una ermita. Con la conciencia del que entra a un sitio delimitado por un rigor casi monástico. Soler no es un narrador en el sentido usual. No es un demiurgo que ordena los hilos de la trama para que el lector llegue a algún clímax emocional. Ni un orfebre de diálogos bien acentuados. Ni siquiera un maestro de estructuras narrativas. Él no escribe novelas ni cuentos. Edifica espacios de formación. Y lo hace con una obstinación que podría ser calificada de mística si no fuera por el hecho de que está enteramente encarnada en lo literario.

La narrativa de Soler Puig —dispersa, contenida, y al mismo tiempo secreta— se presenta como un campo de entrenamiento narratológico. Más que como un espectáculo estético. Frente al exceso barroco de algunas tendencias de la narrativa cubana del siglo XX, Soler opta por la epojé. Una epojé no cartesiana ni fenomenológica en el sentido estricto de Husserl. Una epojé intuitiva, práctica, encarnada. Que se manifiesta como una retirada desinteresada del flujo de la vida empírica y del relato como tal. Es un narrador que se sienta, interrumpe la historia, y empieza a mirar lo que sucede cuando ya no hay historia. Como si dijera que aquí no venimos a contar lo que pasó. Sino a formar el espíritu que es capaz de narrar. Incluso en ausencia de argumento.

Soler Puig renuncia al gran relato para consagrarse a una tarea aún más ambiciosa. La formación del narrador. Por ello sus obras —a menudo breves, a veces ascéticamente esqueléticas— están marcadas por una intensidad concentrada. Por una economía rigurosa del acontecimiento. En su universo no interesa tanto el qué se cuenta como el cómo se dispone el narrador ante el acto mismo de contar. Hay en este gesto un principio de clausura ontológica. Soler construye desde el interior. Retirándose del afuera anecdótico para cultivar el centro vacío del que emerge la palabra. Se trata, diríamos con Foucault, de una tecnología del yo narrativo. Una forma de gobierno de sí a través del relato.

Así cada texto suyo se convierte en un campo de prueba. Lo que llamamos personajes son en realidad extensiones del aparato de formación. Proyecciones del narrador sobre el espacio narrativo para ensayar variantes de su propio entrenamiento. Es el narrador —y no los personajes— quien vive el drama central de cada obra. Y ese drama es el de su formación. Su pasaje de lo empírico a lo absoluto. Del rumor a la precisión. Del deseo de contar a la renuncia misma de contar.

El procedimiento de Soler es deliberado. Crea condiciones narrativas que no desembocan en narraciones. Sino en epifanías metódicas. En momentos donde el narrador se desprende de la historia para habitar su oficio. Lo empírico —la panadería de El pan dormido, por ejemplo— se ofrece como una estructura visible. Pero no para describirla. Sino para simular mediante ella el ascetismo narrativo. La panadería no es un decorado. Es un símil. Como el pan, el narrador también requiere de fermentación, reposo, golpe de horno. Todo en esa obra —desde el ritmo de los amasar hasta la repetición del gesto— es un símbolo de formación. El pan dormido es la narrativa que espera. Que se deja trabajar por el tiempo. Que se niega a sí misma como producto para ser aceptada como proceso.

¿Puede hablarse entonces de un sistema narrativo en Soler Puig? Si entendemos por sistema una estructura cerrada de reglas que rigen la creación de sentido, la respuesta es no. Pero si por sistema comprendemos un campo de ejercitación espiritual. Al modo de los estoicos o de los monjes del desierto. Entonces sí. Soler Puig funda un sistema narrativo cuyo centro es el ejercicio. No el discurso. La narración no es un fin. Sino una gimnasia. Un ascetismo literario que exige del narrador prácticas diarias. Repetidas. A veces imperceptibles. Un ethos literario. Más que un pathos narrativo.

En esta perspectiva la figura del homo literatu soleriano no es la del artista que busca la forma más bella o el argumento más atractivo. Sino la del narrador que se interroga constantemente por las condiciones de posibilidad de su oficio. ¿Qué significa narrar? ¿Qué tipo de vida exige la narrativa? ¿Qué disciplinas lo sostienen? Soler no responde a estas preguntas con ensayos teóricos. Sino con ejercicios narrativos camuflados como novelas. Cada libro suyo es en efecto una escolástica secreta. Un tratado velado de formación interior.

Por eso cuando leemos a Soler no encontramos un mundo narrado. Sino una tensión estructural entre el impulso de narrar y el acto de interrumpirse. Su estilo —austero, contenidamente lírico— nunca se deja arrastrar por el torrente de la imaginación. Todo está medido. Reducido. Como si el narrador quisiera a cada paso no perder la compostura ni traicionar su programa. Esa compostura es lo que llamo su epojé intuitiva. Una actitud de distancia interior que lo separa sin violencia del mundo empírico. Esta retirada es también una forma de vigilancia sobre sí mismo. El narrador no se permite nada que no haya sido sometido a la prueba de su propia formación.

Podríamos ir más lejos. En Soler Puig narrar no es crear un mundo. Sino crear al que crea. Es el pasaje de la literatura como producto a la literatura como disciplina del espíritu. El narrador se vuelve su propio personaje. Su propio laboratorio. Su propio testigo. En este sentido hay una dimensión de mística laica en su obra. No busca la salvación del alma. Sino la precisión de la mirada. La fidelidad al acto de narrar como exigencia ontológica. Narrar es habitar una línea del ser que no se doblega ante lo anecdótico.

El gesto de Soler Puig es más radical de lo que parece. Lo que él propone no es simplemente otra manera de escribir. Es otra manera de vivir en el lenguaje. Es una estética de la formación narrativa. En el sentido más antiguo de la palabra formar. Dar figura. Disciplinar. Templar. Cuidar el ritmo y la temperatura de la existencia para que el espíritu narrador no se desborde ni se diluya. A Soler no le interesa escribir bien. Le interesa narrar con justeza. Y esa justeza no es una técnica. Sino un modo de ser.

Deberíamos entonces leer a José Soler Puig como quien asiste no a una obra narrativa. Sino a una escuela silenciosa. Donde el lector es invitado —sin mandato ni dogma— a emprender su propia formación como narrador. Y en esa escuela el primer paso siempre será el mismo. Callar el relato. Suspender el juicio. Mirar el pan que fermenta. Y preguntar con la inocencia que precede al saber
¿qué forma debe tener mi vida para que merezca narrarse?

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