El niño y el cocodrilo (minicuento)

Por Agustín Arias Tornes

A fines de los 80 (si no mal recuerdo, 1988 o 1989), leí un testimonio periodístico en La Demajagua (órgano oficial del PCC provincial de Granma) en la sección cultural, escrito por Ángel Lago, que no he olvidado hasta en los días que corren. Más de 30 años de aquel reportaje y continúa martillando mi memoria.

Como era domingo, el periodista decidió llevar a su pequeño hijo de 6 años a visitar el zoológico de la ciudad de Manzanillo. 11 de la mañana y el zoológico repleto de visitantes y transeúntes para unas pocas jaulas de exhibiciones. Ambos, padre e hijo, comenzaron adentrarse en el zoológico, aprovecharon inmediatamente los aparatos de ejercicios de recreación hasta que el público se disipara de las jaulas de los animales. Se acercaron a un carrito por un «rayao» y luego iniciaron el recorrido.

El niño, muy atento, paseaba la vista entre los animales en las jaulas, el mono y la mona les parecían risibles, el león un esqueleto andante, la serpiente una amenaza a la humanidad, la cotorra una equivocación de la naturaleza, pero cuando llegaron al estanque del cocodrilo mal oliente el niño comenzó a reírse a carcajadas. Se recuerda de la risa del mono. El padre atónito ante la ambigüedad del hijo le preguntó: por qué, el niño miró seriamente al padre y respondió: «papá coge ese cocodrilo y llévalo a mi casa».

La inesperada intuición del niño me parece ahora plausible si leemos con detenimiento el cuento de Kafka «Un informe de la Academia» y la respuesta a la pregunta que todos nos estamos haciendo inconscientemente hasta el fin de los días: ¿cómo es posible que el hombre se ponga a montar, al final de su desarrollo actual, tanto zoológicos como circos?

El niño tenía la respuesta: que en ambos sitios –zoológico y circo– se ve confirmada la vaga sensación de que, en ellos, al ver arrastrase el animal en el estanque, era posible experimentar algo sobre su propio ser y devenir.

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