Por ARVC
A finales de los años ochenta —quizá en 1988 o 1989— hallé un reportaje en el suplemento cultural que La Demajagua publicaba los domingos. La crónica, firmada por Ángel Lago, relataba un episodio simple pero cargado de una extraña significación que aún persiste en mi memoria.
Lago, con su estilo minucioso y de una curiosidad contenida, describía un paseo dominical en el que, con el pretexto de distraerse, llevó a su hijo de seis años al zoológico de Manzanillo. El reloj marcaba apenas las once cuando ambos cruzaron el umbral de aquel pequeño zoológico, un recinto más cercano a la melancolía que a la curiosidad. Las jaulas no parecían retener tanto a los animales como al olvido, esa forma de encierro que el tiempo deposita sobre las cosas y los seres. Pero las risas de los niños, inmunes a esa tristeza silenciosa, llenaban el lugar de una alegría tan efímera como luminosa.
Antes de acercarse a las fieras, hicieron una pausa en los columpios, como si desearan prolongar indefinidamente el instante en que la inocencia se suspende en el aire. Luego, con un helado en la mano, emprendieron el recorrido. Para el niño, cada jaula revelaba un misterio. Su risa, franca e irreflexiva, estalló al ver al mono, ese simulacro burlesco del hombre, como si en su figura se escondiera una verdad que los adultos nos negábamos a descifrar. Pero cuando llegaron al león, algo cambió en el gesto del niño: el rey de la selva, ahora un espectro del poder que encarnaba, inspiró en él una seriedad que contrastaba con la despreocupación anterior. Frente a la serpiente, el desconcierto fue primitivo, y la cotorra, con su insistente y chillón parloteo, lo dejó sumido en una mezcla de asombro y burla.
Sin embargo, fue ante el cocodrilo donde sucedió algo inesperado. El reptil, inmóvil como un antiguo ídolo, arrancó del niño una risa tan profunda como inexplicable. «¿Por qué te ríes?», inquirió el padre, extrañado. Y el niño, con una expresión que parecía condensar una sabiduría ancestral, respondió: «Papá, coge ese cocodrilo y llévalo a casa».
Esa respuesta, tan simple y sin embargo llena de un significado insondable, quedó grabada en la memoria de Lago, y en la mía también. En ese instante, como ocurre en ciertos momentos privilegiados, la frase del niño rozaba una verdad que escapaba a la comprensión adulta. Recuerdo esa escena y pienso inevitablemente en el Informe para una Academia de Kafka: en aquella pregunta tácita que recorre sus páginas, ¿qué parte de nosotros mismos hemos perdido al domesticar lo salvaje? Tal vez el niño, con su risa, había vislumbrado lo que los adultos preferimos no ver: que en esos zoológicos no se exhibe solo la naturaleza animal, sino algo esencial y perdido de nuestra propia condición, aprisionado entre barrotes invisibles.
Y entonces, como si esa visión profunda no pudiera sostenerse mucho tiempo, el niño, volviendo a su tono habitual, añadió: «Papá, no es tan peligroso como parece, podemos llevarlo a casa».
Quizá, como en toda historia memorable, lo que persiste no es la anécdota en sí, sino la sombra de un enigma, la intuición de un misterio latente sobre la naturaleza humana que sigue resonando, como el eco de aquella risa entre las jaulas.