Por Angel Callejas
Texto publicado en el blog La otra esquina de las palabras, 2011
La crítica intelectual que busca negar los riesgos contemporáneos proviene mayoritariamente de la izquierda humanista. La mayoría de los intelectuales se enfoca en el mejoramiento humano, tratando de ocultar el aspecto natural y animal del hombre. Sin embargo, en la actualidad, las personas ya no desean vivir bajo pedagogías basadas en una ontología del sujeto en relación al objeto, ni preocuparse por las narrativas metafísicas de los grandes relatos.
En cambio, buscan embellecer y/o eternizar su cuerpo y aprovechar al máximo su existencia. Este deseo se ve respaldado por una era en la que la tecnología (especialmente la biotecnología) y la comunicación constante a través de los medios impulsan un cambio en el pensamiento y el espíritu.
Al hombre moderno no le interesa ser educado bajo la autoridad anticuada de la historia, sino disponer de medios tecnológicos que le permitan librar una batalla contra sí mismo, autooperarse y transformarse. El hombre de hoy (y del futuro) busca elevarse por encima de sí mismo y enriquecer su conciencia, no mediante manuales pedagógicos o doctrinas teológicas, ni a través de formulaciones y experimentos nacionalistas, sino mediante las nuevas tecnologías y el avance de la inteligencia artificial.
Un aspecto que clarifica la transición del humanismo al posthumanismo es la creciente participación del hombre en nuevos modos tecnológicos de comunicación y en una ciencia del conocimiento corporal que, además, promueve el desarrollo de la capacidad cerebral y estiliza la belleza del cuerpo. Estas dos magnitudes –inteligencia y belleza corporal– convierten al hombre contemporáneo en un ser destinado a la vida, desconectado de su pasado fetal, como apreciaba Nietzsche en las postrimerías del siglo XIX.
La parodia que Enrique José Varona realizó del capítulo El convaleciente del libro Así habló Zaratustra, publicada en la revista El Fígaro en 1906 bajo el título Algo que pudo haber contado Zaratustra, ilustra claramente el espíritu del siglo cubano en su totalidad, así como el del espíritu intelectual y su decadencia.
El cuento de un león que se fue a vivir a un hormiguero y eventualmente huyó por los cosquilleos de las hormigas plantea la tesis, ciertamente extravagante, de que la cubanía solo funciona dentro de una estricta estructura social, encerrada en sí misma, con una psicología de masas, una pedagogía fetal y sumisión a las instituciones establecidas. La mala interpretación de Nietzsche por parte de Varona se evidencia en el hecho de que nuestro talento artístico y pedagógico dependía (y aún depende) del miedo a abandonar la protección de la envoltura biológica, social y cultural que lo constituye.
Como ha señalado Sloterdijk: «Cuando Nietzsche habla de superhombre, se refiere a una época muy por encima del presente. Él nos da la medida de procesos milenarios anteriores en los que, gracias a un íntimo entramado de crianza, domesticación y educación, se consumó la producción humana, en un movimiento que, por cierto, supo hacerse profundamente invisible y que ocultó el proyecto de domesticación bajo la máscara de la escuela».
Esta dependencia se reduce a lo planteado en la antropología de Gehlen (El hombre, su naturaleza y su lugar en el mundo): el hombre es un ser deficitario al nacer y necesita de una creación sobrenatural para sobrevivir. Esta sobrenaturaleza –llamémosla en términos culturales una técnica humana (un ser que tiende a ser correctamente gregario por razones de incapacidad individual)– sirve para protegerlo de los peligros inherentes a la existencia.
El esquema limitado de la filosofía pedagógica de Varona, que se vislumbra en la conversación de los animales con Zaratustra, es el mismo que ha prevalecido socialmente en el espíritu actual de la intelectualidad cubana. Para este falso pensador, que constantemente habla en términos de justicia social y mejoramiento humano, la creatividad intelectual se reduce a parodiar el esquema positivista del humanismo de Varona. Esto lo he observado en estos días como una pedagogía de la crianza: actúan como hormigas para protegerse en la envoltura fetal que les impone el nacionalismo cubano.
Con esa actitud regresan a la frase de Varona que defiende la psicología de masas en los intelectuales: «Después de todo, la lógica de los animales no es la lógica de los hombres, y menos de los precursores del archihombre». El humanismo de las hormigas no reside en la fuerza de este último, sino en reconocer siempre la dualidad del ser, entre su animalidad y su humanidad.
Por ello, cuando un intelectual que vive en Cuba aparece en Miami, el hormiguero nacionalista se moviliza ampliamente. No hay nada mejor que una práctica de la razón cultural que establezca la comprobación de la sobrenaturaleza deficitaria, tipo hormiguero, de una buena parte de la intelectualidad cubana del exilio. Es un tema para reflexionar, aunque no es una realidad sorprendente.