Por KuKalambé
Imagínese despertar en completa oscuridad y descubrir que ha sido enterrado vivo. Esa misma sensación de claustrofobia y desesperación define lo que experimenté al enfrentarme, no a la tierra que sepulta, sino al peso aplastante de la memoria. Todo comenzó en el Museo de la Revolución, un espacio donde lo inanimado parece contener un vestigio inquietante de vida. Allí, los objetos de la historia oficial no solo narraban hechos, sino que parecían mirar con ojos espectrales.
Entre todos ellos, lo más perturbador fue la charretera de comandante exhibida en la sala 8, una reliquia que, aunque inmóvil bajo el vidrio de su vitrina, irradiaba una presencia ominosa. Esa pieza, símbolo de autoridad y poder, era mucho más que un simple ornamento militar. Representaba la imagen de una época que se niega a desvanecerse, un tiempo en el que la lealtad al líder era una forma de vida, y el peso de la revolución, una carga ineludible.
La charretera no estaba sola. Los fusiles Remington de los mambises parecían agitarse con una furia contenida, mientras las vitrinas resonaban con crujidos que bien podrían haber sido el lamento de las momias del Ejercito Libertador. Todo el museo era un escenario cargado de tensión, un espacio donde la historia no se conserva, sino que se descompone y muta en algo monstruoso.
Pero fue esa charretera, con su rígida imponencia, la que se convirtió en el verdadero protagonista de mi pesadilla. En un momento de descuido, mientras exploraba las sombras del museo después de la medianoche, sentí que algo me seguía. Volteé y vi cómo la charretera se movía, arrastrándose como si tuviera voluntad propia. Era un fetiche, un objeto cargado de simbolismo y, ahora lo sé, de venganza y odio.
La charretera avanzaba hacia mí con una determinación que desafiaba toda lógica. A medida que se acercaba, entendí que no era simplemente un símbolo de un pasado glorioso o trágico, sino un recordatorio de las promesas traicionadas, de las ilusiones convertidas en pesadillas. Su movimiento era un grito silencioso contra la deslealtad, contra la traición a un pueblo que, como ella, había sido utilizado y abandonado.
No pude escapar. La charretera me alcanzó, y entonces comenzó su ataque. Entró por mis oídos, mis ojos, invadió cada orificio de mi cuerpo. Era como si buscara devorarme desde dentro, consumir mi carne, pero también mi espíritu. En ese momento, comprendí la verdadera naturaleza de su maldición: no era solo mi cuerpo el que estaba siendo destruido, sino mi capacidad de olvidar. Esa charretera, símbolo de un comandante que una vez fue todo, ahora me condenaba a recordar para siempre el sufrimiento de un pueblo y las mentiras que lo llevaron allí.
Cuando me encontraron, pensaron que estaba muerto. Pero no lo estaba, al menos no del todo. Mi cuerpo había sobrevivido, pero mi espíritu estaba atrapado. Ahora entiendo que no soy más que otro objeto del museo, una pieza más en la interminable colección permanente de horrores y tragedias que componen nuestra historia. ¿Y usted? ¿Se atrevería a mirar esa charretera? Quizá también le hable, quizá también le reclame.