La revolución es inmortal

Por Pánfilo Jama

Imagínese que despertó en completa oscuridad y descubrió que lo habían enterrado vivo. Su más horrible pesadilla se convirtió en realidad. Lo metieron en un ataúd, bajaron a la fosa, echaron tierra encima, y luego lo abandonaron a su suerte. Imagínese que arriba, bajo la luz mortecina de una noche invernar, en una fría ciudad cubana, para la que nosotros somos ciudadanos extraños, se oyó un murmullo de una brisa entre árboles desnudos que sobresalían del oscuro suelo cual grotescas manos.

Vio el atardecer sobre ese lugar desierto y cómo las sombras se proyectaron sobre las lápidas. Por la noche, las puertas del cementerio Colón estaban cerradas, y el viento arreciaba gradualmente conforme oscurecía, y aullaba entre los árboles como un demonio. Bajo tierra, en la oscuridad más impenetrable y en absoluto silencio, yace él en una caja esperando la muerte.

Él fue a la ciudad de la Habana para catalogar los objetos del Museo de la Revolución. Durante varios meses estuvo enfermo; quizás eso explique por qué era tan sensible a lo que sucedía en el museo -nadie pareció notarlo. Llevaba menos de una semana en la ciudad, cuando se dio cuenta de que unas cuantas piezas de la galería museable no estaban, estrictamente hablando, inanimadas. No estaban realmente vivas como lo estamos nosotros y (precariamente) él; pero en ellas de algún modo latían todavía los últimos residuos de un poder espiritual decreciente, más suficiente para causar movimientos y ocasiona sonidos.

Pronto se puso a pensar qué sucedería por la noche en el museo revolucionario cerrado. Se escondió en una cabina de los lavabos de caballeros situados a un lado del gran vestíbulo y espero a que todo el mundo saliera. Únicamente quedaban unas pocas luces encendidas, por lo que una densa penumbra se extendía por todo el espacio de las galerías, lo cual daba un aspecto siniestro.

Entró en las salas, caminó entre las vitrinas de la galería y lo sorprendió algo misterioso que le pareció familiar. Su estado ánimo cambió rápidamente cuando empezó a oír ruidos por delante. Siguió el sonido de esos ruidos hasta su origen: era un «fetiche», las charreteras del grado de comandante de Fidel Castro, que andaba arrastrándose por el suelo. En ese momento se sintió realmente asustado. Supuso que se daba cuenta de que aquel fetiche solo quería una cosa: ¡venganza!, pues estaba lleno de ira y dolor por la traición y la destrucción infligida al pueblo cubano revolucionario.

Era una ironía del destino -pensó mientras bajaba rápido al sótano del Museo- que a ese espíritu vengativo lo hubiera traído al mundo revolucionario para ser sepultado en el museo, donde sus poderes malignos podrían crecer como un cáncer. En ese momento, todo estaba en movimiento, hasta los fusiles Remington de los mambises bailaban con furia encima de las vitrinas.

La cabeza negra de Antonio Maceo flotaba en la penumbra con un terrible resplandor rojo en sus ojos oscuros, y se presentaron las momias del comité central con sus escarabajos sobre el pecho. Logro llegar abajo. No podían llegar más abajo. Sin embargo, todavía podía oír los horribles ruidos de aquel fetiche, que resonaban en el edificio en penumbra – y él temblaba de espanto.

¡Tuve que haber muerto! ¡Tuve que estar ya muerto! Las charreteras entraron en por sus oídos y ojos, fueron a la nariz y luego al ano; empezaron a comer los tejidos blandos, las orejas, el pene, el interior de los muslos. ¿Por qué no me muero? ¿Por qué la vida continúa, si a uno le están devorando el cuerpo?, se preguntaba desesperado ¡Esa es la maldición de aquel hombre! ¡Fue elegido para sufrir en «tuyo es el reino»!

Lo encontraron y lo acorralaron como en los últimos días de Pompeya. Y esa fue la maldición que el fetiche lanzó contra él. Allí lo encontraron a la mañana siguiente; como no apreciaron los signos vitales, lo dieron por muerto. Ocurrió hace una semana. Durante una semana estuve «muerto». Pero no estaba muerto, en absoluto, a pesar del ataúd, las amenazas de las charreteras. Tal vez fue como ese fetiche, condenado a vivir para siempre y recordar el sufrimiento del pueblo cubano. Quizá todos los cubanos -como él- revivan en el museo cubano.

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