Por Ariel Pérez Lazo
Texto publicado originalmente en Diario Las Américas, 26 de diciembre de 2023 – 08:15
Hay un cuadro de Tiziano en el museo del Prado de Madrid, donde se representa al emperador Carlos V de Alemania que siempre llama mi atención cuando he visitado este templo laico del arte. El emperador tiene un aspecto austero, ¡recuerda más al hombre que decide terminar su vida en la aldea de Yuste, como un santo que cambia el palacio por el monasterio -¡qué distinto destino que el de nuestros políticos, de las democracias!- que el dueño de tan extensos dominios. Viste, sin embargo, un ropaje romano, buscaba así el maestro pintor italiano establecer la conexión con el ideal político de una época. La idea imperial parece haber estado en los inicios mismos de España como nación, aun cuando a contradicción entre una y otra idea política es palpable.
La contemplación del retrato del Emperador me hizo pensar sobre cuán viva pudiera estar esta idea. Hace poco una joven youtuber cubana exiliada en Málaga, quien se ha pronunciado por entender la nación cubana como algo que puede disolverse en la Hispanidad, recibió ataques de videoyentes españoles invitándola a regresar a Cuba. Aquellos que debían tener más viva la tradición imperial, los peninsulares, eran los que más la rechazaban, la joven criolla, sin embargo, la sostenía pese a haber recibido una educación nacionalista y antiimperialista.
En medio de la constatación de estos contrastes, recuerdo un libro reciente del que la prensa de esta pretendida capital del exilio apenas tuvo eco, me refiero a El regreso de los imperios. Diálogos con Armando de Armas (Exodus, Miami, 2022) donde Armando de Armas dialoga con el editor Ángel Velázquez. El autor introduce en el pensamiento una perspectiva perdida, la de Spengler, el filósofo de La decadencia de Occidente, que también influyera a Alejo Carpentier. A diferencia, sin embargo, de aquel spenglerianismo de izquierda, donde la decadencia de Occidente era leída como ocaso de Europa para alumbrar una alternativa americana a la declinante civilización, de Armas opta por una lectura más fiel al original. El eclipse de Occidente implica el fin de la modernidad, que ha sido la penúltima etapa de su devenir. Justifica esto una historia cíclica, hermana de los ciclos de la naturaleza, no ya en De Armas, por un reduccionismo biológico que en Spengler era más bien vitalismo heredado de Nietzsche, sino porque la naturaleza y el hombre -nos dice- derivan del Espíritu.
He aquí una idea metafísica que daría lugar a una segunda parte donde, a la manera filosófica tradicional, la metafísica fundamente la filosofía de la historia que es a donde De Armas se aproxima. Pues de esto se trata, no de escribir las historias al uso donde se va más y más perfilando un objeto que pierde toda su conexión con lo que Lukács llamaba la totalidad. Encuentra, apelando a una metáfora existencialista, el drama del hombre contemporáneo: «De manera que el hombre moderno, y cada vez más el posmoderno, vive en la tortura total del Progreso que se le impone como a Sísifo…; la felicidad en el futuro que no llega, como en el comunismo» (El regreso…,17). A pesar del tono conservador, casi aristocrático que tiene el libro de De Armas, no deja de recordarme en este párrafo el llamado de Ortega a salvar las circunstancias, ese mundo inmediato postergado por la Época Moderna.
Así, hoy la ya vieja utopía socialdemócrata se recicla a partir de la implementación de la renta universal básica y el uso de la inteligencia artificial. No es que esté en contra de ambas ideas, es que no parecemos haber aprendido nada del fracaso que significaron las dos grandes utopías de la modernidad: liberalismo y socialismo. El primero nos ha llevado a la obsesión por la idea de igualdad de la mano de la democracia. Obsesión que lleva al ridículo de preguntarse en reciente artículo de The New Yorker de si los rompecabezas reflejan estereotipos de dominación en vez de equidad. Eliminar las diferencias es de una parte traída por un dogma político, el de la igualdad y por otro por la tecnología que carente de conciencia (pudiéramos decir de «alma» pero para no ofender al lector escojo el primero) no es capaz sino de operar con lo general, con lo abstracto, con el común denominador, con en del hombre en lo que tiene más cercano al algoritmo, a la máquina. La segunda utopía no merece un comentario más extenso: comulga con el liberalismo en la idea de igualdad que se logra haciendo tabula rasa con la tradición. Por otra, busca que se pase «del reino de la necesidad a la libertad», utopía cristiana, pero buscada con medios seculares, que es la crítica que los conservadores hacemos. La religión cristiana no es un conjunto de utopías como los socialistas han pensado, también tiene la dosis de razón suficiente que para lograrlas es necesario un reino de Dios en la tierra que medio tecnológico alguno puede lograr, menos aún las tecnologías sociales que ahora parecen reinventarse con el estudio de los datos que vamos dejando en nuestro paso por la «autopista de la información».
Aquí, sin embargo, y en esto hubiera deseado más claridad en el libro de De Armas, no ha sido la relación causa-efecto iniciada desde el lado de la tecnología. No tenemos centrales nucleares efectivas que nos hagan prescindir del petróleo como se pensaba en 1960 y salir del debate político que ha significado el tema del cambio climático y que ya a estas alturas habríamos logrado, pero sí «teléfonos inteligentes» y redes sociales que permiten que corporaciones tengan un exceso de información sobre nuestros gustos y vida privada, muy a tono con una sociedad que se ha venido imponiendo desde que Ortega y Gasset escribiera en 1929 La rebelión de las masas. Ha sido la masificación previa la que nos ha llevado en una dirección tecnológica que nos ha traído las fake news, pero también una sociedad más controlable.
En medio de esta circunstancia, De Armas encuentra el agotamiento de un ciclo iniciado con la Revolución Francesa, esta larga duración para usar la terminología de Braduel se ha caracterizado por el espíritu democrático y la pérdida de la idea de autoridad, si ambas cosas no resultan lo mismo. ¿Cuál sería su reemplazo según el autor de estos diálogos? Si la modernidad ha sido la era de la nivelación y la uniformización, la que sobreviene es la del Imperio, donde subsiste la unidad en la diversidad. Por supuesto, no debe ser esta confundida con una era del imperialismo al estilo de lo que fuera el Imperio británico, el soviético, el nazi o el norteamericano. Estos cuatro últimos no son imperios, se basan en principios puramente materialistas, la centralidad de las relaciones mercantiles en el británico y el norteamericano y en los restantes la autoridad depende de una ideología que pretende ser científica. Aquí se trata de un principio de autoridad que respeta la diversidad, lo que hace recordar a aquel Imperio español que respetaba fueros en Vizcaya y Aragón, cuya eliminación entre el siglo XVIII y XIX traería guerras carlistas y luego movimientos separatistas que han convulsionado a la nación ibérica.
Encuentro, por otro lado, interesante cómo rescata una obra olvidada de un escritor cubano, Alberto Lamar Schweyer, ¿Cómo cayó el presidente Machado?, para explicar cómo la administración Roosevelt forzó la caída de este dictador para dar paso a una revolución que haría posible la de 1959. Resulta así sugestivo el análisis que De Armas hace a partir de la pregunta de por qué los Estados Unidos apoyaron inicialmente a la revolución cubana e hicieron tan poco para derrocarla. La razón última es que no son un Imperio, como sí resulta ahora serlo Rusia.
Sin embargo, una vez llegados aquí no comparto todo el edificio del análisis de De Armas sobre Cuba -no me queda claro por qué Estados Unidos decidió apoyar a Castro antes que a Batista y qué beneficio obtendrían con esto, cuál sería la razón para oponerse a lo que De Armas llama el nacionalismo de Batista. Estamos, no obstante, en presencia de un libro que, aunque deja algunas ideas solo esbozadas, presenta una unidad sistemática, la de la historia que, más que seguir un proceso de avances y regresos, contiene regresos que son una unidad dialéctica entre un pasado que se había perdido y un presente que reclama sus derechos. El regreso de los imperios avizora entonces una época cuyos contornos estamos solamente empezando a entrever.