Por El barriotero
Se ha perdido casi por completo el sentido antiguo del concepto, ideal y pragmático, «Disciplina». Los psicólogos, sobre todos los procedentes del conductismo y el freudismo, se aferran al contenido de autoridad e imposición del trabajo disciplinar. Nada más falso y deformador. Disciplinar en la antigua concepción del término no constituye un adjetivo para imponer a la fuerza, cuyo «partho» se hizo efectivo a partir del siglo XVIII.
Debido al curso ininterrumpido de la deformación disciplinar, las generaciones posteriores desarrollaron una fuerte ofensiva simbólica contra el concepto, rebelándose hasta en la inocua propaganda de géneros. De modo que, las sociedades modernas acarrean y sufren el síndrome disciplinar cuyos peligros determinaron formas de vigilancia y castigo.
Una tendencia del conservadurismo de la sociología y psicología, de creación motivacional, reactiva el concepto «disciplinar» en los fueros de las más rancias usanzas, manejándolo en la misma perspectiva y dirección de la autoridad y el prestigio. Si hoy nos abocamos, por naturaleza creciente, a una crisis de parentesco, en el seno de la familia, es debido precisamente a esta forma de autoridad que asumen los padres sobre los hijos.
Disciplinar no es cualquier cosa, posee un contenido oculto. El psicólogo existencialista Hans Wurtz propuso hace 90 años la idea nada aceptada de que los hombres nacen con un tipo de discapacidad: la necesidad absoluta de ser entrenado en el arte de vivir. Necesitan, según Wurtz, del «disciplinamiento», pero dejando fuera la autoridad, la imposición y el prestigio monárquico de los padres. El hecho de «entrenarse» bajo ejercicios disciplinares, ascetológicos, fue un descubrimiento que el existente trae desde el nacimiento, ontológicamente impedido, adaptarse por sí mismo al ambiente cultural.
Cuando comencé a leer en serio a Nietzsche, hace un poco más de una década, me topé con una declaración que cambio todo mi enfoque. Comencé a ver todo diferente. Todo lo que había leído y escrito parecía estar desenfocado, con tintes de mercancía vulgar. Los textos poéticos y narrativos pura bazofia. Los escritores no saben que son ejercitantes de una variante moral enferma. Nietzsche escribió sobre el astro ascético en la Genealogía de la moral lo siguiente:
«El asceta [del tipo de asceta enfermo-sacerdotal] trata la vida como un camino extraviado, que, finalmente, tendría que ser desandado hasta el lugar donde había comenzado; o como un error que se refuta, o debería refutar, mediante la acción, pues ese error exige que se le siga, impone, donde puede, su valoración de la existencia. ¿Qué significa esto? Una forma tan monstruosa de valorar las cosas no está inscrita en la historia del hombre como un caso de excepción y una rareza: constituye uno de los hechos más extensos y duraderos que existen. Leída desde una lejana estrella, la escritura en mayúsculas de nuestra existencia terrena, acaso llevaría a la conclusión de que la tierra es un astro genuinamente ascético, un rincón de criaturas fastidiadas, soberbias y repugnantes, del todo incapaces de librarse del profundo hastío de sí mismas, de la tierra y de toda clase de vida, y que se hacen unas a otras todo el daño que pueden) por el placer de hacer daño -quizás su único placer».
El astro ascético que Nietzsche vislumbra es el planeta del conjunto de los ejercitantes, el planeta de hombres que han desarrollado altas culturas, el planeta de aquellos que han empezado a dar a su existencia, bajo una serie de tensiones verticales, una forma y un contenido determinados, en un sinnúmero de programas basados en el esfuerzo y con una codificación más o menos rigurosa.
Cuando Nietzsche habla de un astro ascético, no lo hace porque le hubiera gustado nacer en un astro con menos tensiones. Su instinto de la Antigüedad le revela que cualquier cuerpo celeste donde merezca la pena vivir tiene que ser un astro ascético -en el buen sentido de la palabra-, habitado por seres que se ejercitan, anhelantes, virtuosos.
¿Qué otra cosa es, para él, la Antigüedad, sino la expresión codificada de una época en la que los hombres tenían que ser lo suficientemente fuertes para estar a la altura de una imagen sagrada e imperial del universo? A las grandes visiones del mundo de la Antigüedad les era inherente el propósito de enseñar a los mortales cómo poder vivir en armonía con el «universo», incluso -y, sobre todo- cuando ese universo volvía hacia ellos su cara enigmática, con toda su falta de consideración para con el individuo.
Lo que se dio en llamar la sabiduría de los antiguos era, en esencia, un holismo trágico, un modo de encajarse en un gran todo, cosa no alcanzable sin heroísmo. El astro de Nietzsche debía convertirse en el lugar donde sus habitantes, especialmente los varones, sobrellevan de nuevo el peso del mundo sin ánimo quejumbroso, según la máxima del estoicismo de que lo único que importa es mantenerse en forma para el cosmos.
Algo de todo esto resurgirá, un poco más tarde, en la doctrina heideggeriana del cuidado, bajo cuya llamada, los mortales tienen que acompasarse con el carácter de carga que tiene la existencia (los mortales serían) después de 1918, en primer lugar, los heridos y los aún no-caídos, que deben mantenerse dispuestos a ser aspirantes de otras clases de muerte en otros frentes. En ningún caso debía seguir siendo la tierra un lugar donde el clima lo determinen, los programas de resentimiento de gente enferma y las artes puestas en juego por gente ultrajada para desquitarse.
En su diferenciación de las distintas clases de ascesis, Nietzsche separó de forma tajante las variantes sacerdotales examinadas por él con mirada aviesa; de las reglas disciplinarias de los creadores intelectuales, de los filósofos y de los artistas, así como de los ejercicios de los guerreros y atletas. Si en las primeras se trata de una-por decirlo así- ascesis patológica, de la sistemática autovíolación
de una élite de sufrientes, gracias a la cual esta queda capacitada para guiar a otros sufrientes e inducir a gente sana a participar en su forma de ser enferma, los segundos se imponen sus reglamentos solamente porque ven en ellos el medio para llegar a un estadio de optimización como pensadores y creadores
de obras.
Lo que Nietzsche llama el pathos del distanciamiento lo aplica enteramente a la separación entre los distintos espíritus de ascesis. Se deben «diferenciar las tareas» y los ejercicios con cuya ayuda quienes tienen éxito, los buenos y sanos, tienen aún más éxito y se hacen mejores aún y más sanos de aquellos otros ejercicios mediante los cuales los fracasados, malévolos y enfermos suben a las columnas y a los púlpitos, sea por un perverso sentimiento de superioridad o para distraerse de su torturante interés por el propio ser enfermo y el propio fracaso.
Es innecesario subrayar que la oposición de sano y enfermo no ha de ser entendida aquí desde un punto de vista meramente medicinal: sirve como la principal diferenciación entre una ética que antepone la vida, con su «primer movimiento» («¡que sea una rueda que rueda por sí misma!»), a una clase de vida donde prevalece un movimiento refrenado.
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