Por El Coloso de Rodas
Se ha eclipsado, casi por completo, el sentido originario del concepto disciplina. Su valor arcaico, simultáneamente ideal y pragmático, ha sido reducido por las psicologías dominantes —en especial las de matriz conductista y freudiana— a un correlato de imposición, autoridad y domesticación. Nada más lejano al impulso creador del disciplinamiento originario, que no fue nunca simple imposición, sino poiesis del carácter, arquitectura del alma en tensión con el cuerpo. La disciplina, en su acepción ancestral, no era aún la herramienta del amo ni el protocolo del castigo: era phármakon, medicina y veneno, una vía de autoconquista del existente.
La modernidad —y aquí puede leerse el hilo nietzscheano— ha malversado la herencia disciplinar transformándola en un síndrome. A través de una constante devaluación simbólica, esta se convirtió en objeto de escarnio cultural. Su imagen, reducida a la caricatura del dogma o la represión, fue objeto de una lenta pero eficaz desactivación: desde la propaganda del entretenimiento hasta las revoluciones pedagógicas, la disciplina fue convertida en monstruo, cuando en realidad era esfinge.
A esta degeneración contribuyó la sociología conservadora y su psicología reactiva, que pretendieron recuperar la noción de disciplina desde la nostalgia de la autoridad, revestida con el prestigio fosilizado de las usanzas patriarcales. No es casual, entonces, que en tiempos de crisis del parentesco, la figura del padre siga ejerciendo un tipo de disciplina fundado en la soberanía monárquica: el padre como rex, no como askētēs. Esta es una tragedia ontológica. La genealogía del poder no es la genealogía de la formación.
Disciplinar no es corregir ni castigar. Disciplinar es transfigurar. Y en este punto es necesario recordar la intuición radical —y casi olvidada— de Hans Wurtz, psicólogo existencialista de la primera mitad del siglo XX, quien postuló que el hombre nace con una discapacidad originaria, la incapacidad de adaptarse por sí mismo al mundo cultural. La existencia, para Wurtz, exige entrenamiento, un proceso de disciplinamiento que no presupone autoridad, sino necesidad. Ser entrenado no es ser doblegado, sino ser afinado. La vida humana, en su estructura más íntima, es un arte marcial del alma, no una cadena de reacciones condicionadas.
Lejos de la clínica del castigo, la disciplina auténtica aparece como un ejercicio ascético: no en el sentido enfermo del sacerdote nihilista, sino en el de una práctica de sí, una estilización de la vida. Fue leyendo a Nietzsche —como otros leyeron a Heráclito o al Tarot— cuando se nos reveló esta distinción fundamental. En La genealogía de la moral, Nietzsche escribió sobre la figura del asceta: no como símbolo de poder, sino como signo de enfermedad. La tierra, dice, podría leerse desde una estrella lejana como un astro ascético, poblado por criaturas hostiles a la vida, incapaces de alegría, que se destruyen unas a otras para al menos sentir algo.
Esta imagen cósmica —la tierra como planeta enfermo, como constelación de autoflagelantes— nos invita a pensar que todo el proceso de formación ha sido viciado por una voluntad de resentimiento. Lo que Nietzsche nombra aquí es una astrología del nihilismo, donde los signos no son constelaciones celestes, sino prácticas, hábitos, enfermedades del alma. El astro disciplinar, tal como aparece en la historia moderna, no brilla, sino que resplandece con una luz mortecina. Su constelación es la de la obediencia sin comprensión, del entrenamiento sin ethos, del ascetismo sin altura.
Pero cabe otra posibilidad: reencantar el entrenamiento. Volver a pensarlo no como técnica de sometimiento, sino como arte del temple, como coreografía del carácter. No se trata de destruir la disciplina, sino de redimirla: liberarla de su función punitiva y devolverle su potencia formativa. En lugar de demonizar la práctica, habría que preguntarse: ¿qué tipo de astro queremos ser? ¿Uno que gira en torno al dolor o uno que cultiva la forma?
Solo entonces podrá la disciplina ser lo que era: no una prisión, sino un camino. Un camino solar.La concepción astrológica que Nietzsche vislumbra no obedece a una superstición zodiacal, sino a una profunda metáfora cosmológica que enlaza el cuerpo celeste con el cuerpo humano entrenado. No se trata de una astrología del destino, sino de una astrología del temple. El planeta digno de ser habitado —el único en el que la existencia tiene sentido como forma— es, para Nietzsche, el planeta de los ejercitantes. No aquel poblado por criaturas perezosas, pasivas o entregadas al hedonismo trivial, sino un mundo forjado por hombres que han desarrollado altas culturas en virtud de una voluntad rigurosa de forma, bajo tensiones verticales que transfiguran la vida en obra.
Esta imagen, que él condensa en la fórmula del astro ascético, no debe entenderse en clave de negación vital. Nietzsche no anhela un mundo con menos tensiones, sino todo lo contrario, su instinto filoantiguo le enseña que todo mundo vivible debe ser también mundo formativo, y por ende, mundo ascético —en el sentido fuerte y noble del término. Esto implica un planeta habitado por seres que, lejos de escapar del esfuerzo, lo acogen como signo distintivo de su nobleza, como condición sine qua non de su humanidad en ascenso.
¿Qué es la Antigüedad para Nietzsche sino la edad de los códigos vitales? Una época en que el hombre, para no degradarse, debía elevarse hasta el nivel de una imagen cósmica que lo trascendía. Las cosmovisiones antiguas no eran meros sistemas explicativos, sino arquitecturas simbólicas cuya función pedagógica era enseñar a vivir en consonancia con el kosmos, incluso (y especialmente) cuando este se manifestaba en su faz enigmática, incomprensible o brutal. Vivir, entonces, era asumir el pathos del universo sin nostalgia ni queja. Se trataba de estar a la altura.
La sabiduría antigua no era otra cosa que un holismo trágico, es decir, la capacidad de integrarse en el Todo sin diluirse, de cargar con el mundo sin resentimiento. Esta perspectiva exige un heroísmo ontológico, no militar; una disposición anímica para asumir el peso de la existencia como ocasión de forma. En este marco se comprende que el astro nietzscheano, su planeta ideal, esté habitado por varones (y por extensión, por sujetos) capaces de sobrellevar el peso de la vida sin ánimo quejumbroso, conforme a la antigua máxima estoica: mantenerse en forma para el cosmos.
En cierto modo, esta intuición reaparecerá bajo otros signos en la filosofía posterior, especialmente en la doctrina del cuidado de Martin Heidegger, donde el Dasein es llamado a una relación activa y vigilante con su ser-en-el-mundo. Tras la hecatombe de 1918, el mortal es definido como el herido, el aún no-caído, aquel que permanece en pie porque ha hecho de la existencia una preparación continua para una muerte no cualquiera, sino significativa, siempre en otros frentes. Frente a este ethos, la tierra no puede seguir siendo un lugar regido por programas de resentimiento, ni por las artes venenosas de quienes han hecho de la enfermedad una forma de poder.
En su diferenciación de las formas de ascesis, Nietzsche establece una línea tajante entre el ascetismo patológico —el del sacerdote, del moralista, del redentor sufriente— y el ascetismo creativo, propio del filósofo, del artista, del guerrero o del atleta. En el primer caso, el ejercicio disciplinar es una estrategia de autopunición, una sistemática autoviolación, un modo de convertir el sufrimiento en capital espiritual para dominar a otros y extender la lógica de la enfermedad como forma de vida. En el segundo caso, la disciplina es regla que estructura la excelencia: medio para un fin superior, técnica de optimización que persigue un incremento de poder, de salud, de capacidad creadora.
La clave aquí es lo que Nietzsche llama el pathos del distanciamiento. No se trata de excluir al enfermo por debilidad, sino de impedir que la lógica de la enfermedad se vuelva norma. Se debe trazar una línea entre los ejercicios de los sanos —que se ejercitan para ser mejores aún, para superarse— y los simulacros ascéticos de los fracasados, que suben a púlpitos o columnas para alimentar su narcisismo herido, disfrazado de autoridad moral. En estos últimos, el ejercicio no purifica, sino que agrava la dolencia: es una forma perversa de distracción frente al fracaso íntimo, una venganza contra la vida que no pudieron vivir con plenitud.
Cabe insistir que la dicotomía entre sano y enfermo no es médica, sino ética. No se refiere al cuerpo, sino al tipo de vida que se afirma o que se niega. En este sentido, Nietzsche propone una distinción radical entre una ética del movimiento pleno —vida que rueda por sí misma, que gira como rueda solar— y una vida detenida, refrenada, programada desde el rencor. El astro nietzscheano, el planeta de los ejercitantes, sólo puede ser habitado por aquellos capaces de hacer de su existencia una forma, no una queja.