Si es el arte no es producto de un estado de ánimo del artista —que también lo llega a ser cuando se enfrenta a su realización—, sino una anunciación de las cosas que se hacen por su intermedio (Kierkegaard), la importancia primordial del mismo es que permite echar una mirada en el abismo insondable de lo que aún no existe (Jung), lo que en la era posmoderna se ha convertido en un trampolín que no tiene agua a la que tirarse.
La verdad en el arte es revelación y secreto, y cuantas más crisis atraviese, tanto más obsesivo se vuelve su problema, con independencia de la forma en que se manifieste esa insondable profundidad.
Para algunos filósofos de corte existencialista —incluido yo, aunque no lo sea—, la obra de arte es un ser que se oculta en tanto que se revela como un misterio en el ente mundano y singular, y que por tanto no es otra cosa que la estructura del acaecer y suceder que provoca la verdad, de la que llegamos a tener conciencia al penetrar dentro de la misma.
Esa brusca revelación del ser que es el arte siempre extrae algo absolutamente inédito —o eso sería lo anhelable— lo que implica una manera de transformarse en historia de la verdad y que son a su vez acontecimientos que abren mundos y nos ofrecen la experiencia de mutar lo cotidiano en original y nuevo.
Al ser la obra, por consiguiente, el sentido del ser, se metamorfosea en una prueba artística de la existencia humana, siendo su punto de partida (Max Raphael) el ver, entendido como una capacidad no sólo del ojo, sino de todas las fuerzas humanas, y así da la oportunidad creativa a todos los artistas de afirmarse en el convencimiento de su práctica y en la compartición con otros de la carga de su existencia.
Gregorio Vigil-Escalera
De las Asociaciones Internacional
y Española de Críticos de Arte (AICA/AECA)