Ego, religión, trascendencia

Por Evenecer Godínez Soria

Allí donde aparece la «religión», entra en juego la impotencia. Si bien la muerte no se puede concebir en sentido estricto, puede ejercerse la resignación ante aquello frente a lo que no se puede hacer nada. Quien invoca lo trascendental ambivalente -el lugar de donde provienen tanto las circunstancias favorables como las terribles interrupciones manifiesta la disposición, e, incluso, la apremiante expectativa, de ser protegido, salvado y recuperado por entero en caso de necesidad. Pero las expectativas humanas puestas en el más allá arriba se malentenderían si no se tuviera presente que los mortales, también en lo bueno, quieren ser sorprendidos.

Que el infinito no ofrezca seguridad alguna desde ambos puntos de vista es algo que no se le toma a mal, al considerarlo como rasgo de soberanía. Pero el hecho de que de vez en cuando no defraude completamente las esperanzas puestas en él lo mantiene en funcionamiento como una dirección de remisión posible, hasta que el espíritu de autoayuda y el deseo de emprender una aventura elegida por uno mismo le aligere la carga o le excluya del juego.

La relación con lo superior es una forma de familiaridad y vecindad, y lo que es familiar y vecino se deja domesticar simbólicamente en alianzas. El arte de las alianzas es la mitad de la cultura. Dado que, en su ser-en-sí, las fuerzas supra personales atraviesan ciclos de debilidad y de fuerza, necesitan partenaires humanos para regenerarse mejor. Esto se evidencia en la vieja tradición de las ofrendas sacrificiales, que quiere prestar ayuda a un más allá debilitado.

Más frecuente es que los mortales busquen en sus fases de debilidad la ayuda de fuentes superiores de poder, y recurran entonces a sacrificios suplicatorios que no por primera vez en la Ilustración se interpretaron como intentos de sobornar al más allá. De hecho, tales ofrendas estaban encuadradas, desde siempre, dentro de una lógica de la especulación de la compensación: si uno mismo se corta un dedo, quizá los dioses renuncien a tomar el ser enteros.

Desde aquí podría uno conectar con la narración esquemática de Hegel del desarrollo de las «religiones» a partir de inicios mágicos: se trata de compromisos ascendentes a partir de negociaciones entre las experiencias, tanto experiencias internas como experiencias de objetos y resistencias de la mente del espíritu, que mediante «trabajo» es decir, tocando, hablando, escribiendo, viajando, luchando, produciendo, mandando y obedeciendo- se configura en múltiples acuñaciones de la totalidad del ser-en-el-mundo.

En cuanto los seres humanos advierten que hay objetivos elevados a su alcance, dejan de comportarse como la fuerza débil en el trato con fuerzas superiores. Así como la palanca mecánica actúa como convertidor de fuerza para mover pesos, que de otro modo serían completamente inamovibles, así el espíritu, primero mágico, después técnico y político, se manifiesta como convertidor de fuerza para conseguir poder sobre fenómenos singulares de la naturaleza y de la cultura.

El polo subjetivo de yo se fortalece concibiendo dioses cuyo culto exige una capacidad elevada por parte de los mortales, como el ejercicio de poder en cancillerías principescas, la capacidad de comandar tropas, o la ejecución de ritos complicados en cultos mágicos y misas semimágicas, en los que los participantes la mayoría de las veces ya no saben qué significa cada uno de los elementos cultuales. En la construcción medieval de catedrales, un yo-puedo (el ego) altamente desarrollado se enfrenta a un infinito en el que ha pensado casi hasta el final.

La creencia en la efectividad de las acciones no hace justicia al factor «fuerza en general» del ser, sin siquiera saber cómo una acción influye en la otra. El moralista francés Rivarol (1753-1801) seguía la pista de tales fenómenos cuando, como preámbulo a la era tecnológica, por así decirlo, anotó: «El mundo está lleno de fuerzas que solo buscan un instrumento para convertirse en potencias».

El prototipo del empowerment se muestra en la acción heroica; paradigmáticamente, en los trabajos de Hércules, del que hizo notar Hegel: «Él es individualidad humana, se lo puso difícil a sí mismo; por su virtud alcanzó el cielo. ¿De modo que la individualidad espiritual de los héroes es superior a la de los dioses mismos»? Su ventaja reside en haber realizado un verdadero trabajo, aunque no siempre con un sentido constructivo. Un sujeto hercúleo posterior fue Robert Oppenheimer cuando, tras la detonación de la primera bomba atómica de plutonio en Los Álamos, el día 16 de julio de 1945 por la mañana temprano, pensó en versos del Bhagavadgita:

«Ahora me he convertido en la muerte, en el destructor de los mundos».

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