A Marcel Proust le preocupaba que el duelo se fijara para las horas de la mañana. Un lluvioso día de febrero de 1897, Marcel va a un bosque a las afueras de París. Ha retado a duelo al dandi Jean Lorrain. Lorrain es abiertamente homosexual y acaba de delatar a Proust.
Esa tarde del 6 de febrero de 1897 hace un frío horrible y, para colmo, llueve. Sería acogedor retirarse un día así, leer a los antiguos clásicos, poner sobre el papel esbozos de prosa fina y esperar una velada de salón entre la alta burguesía parisina.
Esa tarde, sin embargo, Marcel Proust, de 25 años, no tiene tiempo para eso. Para bien o para mal, tiene que dejar el bulevar Malesherbes, en el distrito 17, donde vive con sus padres, e irse a las puertas de la ciudad, al bosque de Meudon, a apenas 15 kilómetros, al suroeste de París.
Proust tiene cosas importantes que hacer; tiene que restaurar su honor, batirse en duelo. Acompañado por dos personas, el pintor Jean Béraud y el maestro de esgrima Gustave de Borda, parte hacia el bosque urbano, escenario frecuente de tales enfrentamientos y que cuenta incluso con una allée des duels (callejón de duelo).
Proust afronta los acontecimientos impertérritos y con ánimo. Porque como ya le gusta quedarse en la cama -aunque no todo el día, sino únicamente por la mañana-, le preocupaba que el duelo se programara para las horas matinales. Proust tiene suerte. La hora decisiva es a las tres de la tarde, una hora en la que su vida pende de un hilo.
El adversario de Proust era el poeta y crítico Jean Lorrain, un dandi extravagante y abiertamente homosexual quince años mayor que él. Este último se había atrevido a reseñar con regodeo la primera obra de Proust, Los placeres y los días, una colección de pequeños textos en prosa en una presentación ilustre y snob que no mostraba demasiado de la maestría posterior del autor.
Y también insinuar en una pérfida media frase que Proust tenía algo más que una relación amistosa con su joven amigo Lucien Daudet, hijo del muy respetado escritor Alphonse Daudet.
Proust no puede aceptarlo, entre otras cosas, por sus padres. En ningún caso quiere que se le considere homosexual, por lo que elige -no por primera y última vez en su vida- una reacción que pretende parecer especialmente viril. Para asombro de sus amigos, se muestra como un león irritado en cuanto le atacan. En esos momentos, por ejemplo, en un duelo, contrarresta sin miedo la reputación de esteta de salón «femenino».
Ambos oponentes son físicamente inadecuados para un enfrentamiento a espada y espada. Así que se deciden por las pistolas, y así cerca de la torre de Villebon se enfrentan dos homosexuales, uno de los cuales no quiere serlo. Veinticinco pasos los separan, sigue lloviendo.
Proust dispara primero, pero la bala, impotente, se hunde en el suelo del bosque a dos metros de los pies de Lorrain. Lorrain responde como es debido y devuelve el fuego. No parece haber bebido agua del blanco, así que su bala falla su objetivo por mucho.
Así que ambos sobreviven. Los ojos desorbitados de Proust y Lorrain, ese «caballero» al que -como escribió Proust más tarde- «no conocí y al que sólo vi ese día». Los segundos determinan que el asunto puede así archivarse.
Proust regresa a París e informa a sus padres. La prensa informa. Sus amigos elogian la valentía de Proust, que años más tarde seguirá calificando el rodaje de esta tarde como uno de sus recuerdos más hermosos. Es bueno para la literatura mundial que Jean Lorrain también fuera un mal tirador.