Diana Ackerman: la investigación científica y el placer de la lectura

Por Waldo González López

Con estos breves apuntes sugiero la lectura de un volumen que me ocupó entrañables jornadas, compartidas con mi predilección por la [mejor] literatura y, en consecuencia, mi continuo quehacer crítico.

   Sí, tal fue el resultado del atrayente itinerario ofrecido —con su prosa circundada de poesía sobre las increíbles, pero ciertas acciones del cerebro— por la naturalista y poeta norteamericana Diane Ackerman en su incambiable volumen Magia y misterio de la mente. La maravillosa alquimia del cerebro (Editorial El Ateneo, Argentina, 2005).

   Asimismo autora de una decena de títulos de no ficción, en la línea de este ha publicado además: Historia natural de los sentidos e Historia natural del amor, traducidos al español, como igualmente seis de poesía y algunos de no ficción para niños. Doctorada en Filosofía por la Universidad Cornell (1978), ha sido profesora en las Universidades de Columbia y en la propia Cornell, al igual que ha merecido lauros y reconocimientos, como el Premio Lavan de Poesía y el Literary Lion, de la Biblioteca Pública de New York, por solo mencionar dos de los muchos recibidos. Por sus investigaciones, una molécula lleva su nombre (la dianeackerone). Sus ensayos sobre la naturaleza humana han aparecido en importantes diarios y revistas, como The New YorkerThe New York TimesParadeNational Geographic, entre otros. Fue responsable de una serie de televisión en la cadena PBS de cinco horas sobre una Historia Natural de los Sentidos. Está casada con el también novelista Paul West, con quien vive en Ithaca, New York.

   Libros de la estirpe de Magia y misterio de la mente. La maravillosa alquimia del cerebro pertenecen a esa especie de rerum natura en nuestra época, cuando tanta nadería supuestamente culta (de la que Paolo Coelho es magister) atiborra las librerías, Internet y las mentes de muchos adultos, ya que miles de jóvenes no leen, sino que pierden el preciado «tiempo, todo el tiempo» (v. g. Eliseo Diego) —que se va y no regresa— con los banales juegos ofrecidos online: grave problema de nuestro presente, como del inmediato futuro, que también es casi el presente, la mayoría de los niños.

   Mas, ojo: El niño de hoy (quizá tu nieto o el mío, de solo seis años, lector) emplea (¿o pierde?) no pocas horas ante su tablet, (¿entretenido o embobecido?) con ciertos juegos de Internet, no siempre apropiados, pues son terreno fértil para canallas que los incitan a «esparcimientos» macabros, incluso al suicidio, tal sucediera hace algún tiempo cuando un maldito «internauta »les incitaba a matarse.

   En tal sentido, estoy de acuerdo con el filósofo inglés John Locke, quien empleara el término «tabula rasa», referido al cerebro virgen, no solo el del pequeño, sino el del adulto naive (en Inglés, o naïf en francés e ingenuo en español) que no lee: ¿por falta de hábito? Seguramente, porque no pocas veces tal carencia sucede por culpa de los padres, a los que nunca ese hijo los vio leer.

   Sobre esa mente tabula rasa, escribiría en su Ensayo sobre el entendimiento humano:

Supongamos que la mente es, como decimos, un papel en blanco, vacío de cualquier carácter, sin ninguna idea. ¿Cómo se rellena? ¿De dónde le llega toda esa enorme provisión que la fantasía desbordada y sin límites del hombre ha pintado sobre ella con una variedad casi infinita? ¿De dónde proceden todos los materiales de la razón y el conocimiento? Para responder con una sola palabra, de la experiencia. ​

   Creo, por ello, aun válida la preocupación de Locke, evidenciada en su mencionado ensayo de 1690, su obra más célebre y estudiada en las Universidades. Aún recuerdo las clases de Filosofía en la alta casa de estudios habanera, donde nos inmeramos, entre muchos otros, textos de diversos autores griegos, latinos, renacentistas, como de los siglos xvii, xviii y xix, tal este decisivo que ofrece una detallada descripción del conocimiento, anticipador del empirismo inglés, luego estudiado por sus coterráneos Berkeley y Hume, quienes con su antecesor Locke, tienen significación en la filosofía contemporánea, tal demostrara Jonathan Bennett en su cenital volumen: Locke, Berkeley, Hume: Temas centrales  (Unam, México, 1988).

   Mas, de regreso a nuestro tema, confieso que disfruté las cualidades de Magia y misterio de la mente…, libro múltiple, plurivalente, justo por la combinación de investigación, ensayo y narración, pues mientras disfrutaba sus páginas, me parecía estar [re]leyendo dos atrayentes novelas de lo real maravilloso (El reino de este mundo, Alejo  Carpentier) o el realismo mágico (Cien años de soledad, Gabriel García Márquez), porque con la imaginería de tales autores y libros, percibí «la maravillosa alquimia del cerebro» a través de los sugerentes capítulos que informan, forman y conforman una cultura «otra», esa a la que habitualmente no siempre acceden los escritores, salvo quienes —como quien escribe y algunos colegas, cuyos nombres me reservo por no herir susceptibilidades de queridos colegamigos— incursionan en el ensayo, género ancilar de la literatura de no ficción.

   En la nota de solapa de la tirada de la Editorial [argentina] El Ateneo, de 2005, leo que la autora «combina la mirada de la artista con la erudición de la científica para iluminar, como nunca antes […] la magia y los misterios de la mente humana», logrando en «este deslumbrante trabajo […] una exploración sin precedentes y una celebración de la fantasía mental a la que recurrimos todos los días».

   La línea que subrayo arriba en cursivas es uno de los puntos clave del porqué la atracción que ejerce el estupendo volumen sobre este crítico, la que espero compartan quienes emprendan esta aventura, de la que saldrán más equipados culturalmente (entendida la cultura en su más amplio sentido).

   Mas, antes de dar mi punto de vista sobre este acápite, añado lo que se publicó en The Washington Post, tras la aparición de este libro, ya que aquí creo reside, prima facie, «la magia y misterio» de este volumen esencial: «Diane Ackerman no se parece a ningún otro escritor o escritora. Su prosa ligera y sensual, sumamente accesible posee, al mismo tiempo, el conocimiento enciclopédico y la atención minuciosa del científico.»

   Y para ahondar más sobre la importancia de este invaluable libro, transcribo la nota de contracubierta, en la que se afirma algo esencial en este volumen:

¿Qué nos impulsa a contar historias?¿Cómo se forman los recuerdos y cómo afectan a nuestro presente? ¿Cuál es el rol de los sueños en la memoria? ¿Cómo aprendemos a hablar? ¿Hay cerebros optimistas y cerebros pesimistas? Estas son apenas algunas preguntas cuyas respuestas encontramos en este libro extraordinario que esclarece cómo el cerebro se transforma en la mente. Desde diferentes perspectivas explica no sólo la memoria, el pensamiento, las emociones, los sueños y la adquisición del lenguaje, sino que además comenta los últimos descubrimientos de la neurociencia y aborda temas tales como los traumas o las diferencias entre los cerebros femeninos y masculinos. Estamos frente a un texto único, accesible, esclarecedor y placentero para el lector.

   Justamente, en tal intríngulis se ubica la principal atracción de este preciado volumen, cuya lectura, una vez iniciada, no se abandonará, porque, como las mejores novelas que en el mundo han sido, agarra el cuello del absorto lector, y ya no lo suelta hasta concluir ese «viaje mágico y misterioso», para decirlo con una canción antológica (y una de mis preferidas) de The Beatles, el más popular grupo musical de los años sesenta a la fecha, cuando, en ese tiempo hoy para muchos de nostalgia, el grupo de Liverpool era prohibido en nuestra patria, donde el castrismo aun pisotea la libertad de nuestros hermanos cubanos que sobreviven en la Isla Cárcel.

   Traducido magistralmente por Margarita Costa y dividido en siete secciones y treinta y tres capítulos, todos resultan de gran interés, gracias a la eficacia creativa de la autora, como al ritmo y el tono adoptados, que aproximan sus temas, sin duda complejos y, por ello mismo, atractivos, con que entrega al inteligente lector aspectos filosóficos, mitológicos, históricos y científicos que, integrados en inteligente fusión, hacen del suyo un discurso muy personal, por las virtudes apuntadas que hacen de su libro, un título peculiar. Culta, lectora y poeta, Ackerman al inicio de las secciones y los capítulos, emplea epígrafes (citas) de destacados filósofos, poetas, narradores, guionistas, sicólogos y especialistas de diversas ramas del saber, relacionados de algún modo con su temática, rasgo que no solo enriquece su libro, sino que evidencia su caudal de lecturas.

Mas, no se queda ahí, pues urde su trama discursiva con una acertada simbiosis de poesía/prosa (o a la inversa) que a ratos deviene prosa poética, sin por ello llegar a extremos de «pura» poesía, lo que cambiaría su feliz propósito, porque se trata de un ensayo y, como tal, con dicha fusión, ella realza y enriquece su prosa con alto nivel idiomático, sin por ello abandonar otro valioso rasgo: el leve tono de humor que atrae aun más al lector, ofreciéndole el necesario tono coloquial a su prosa.

   De tal suerte, ya en el capítulo 1 de la primera sección «El telar encantado» evidencia la mixtura a la que me referí arriba, con la que define al cerebro, como

ese brillante montículo de ser […], esa fábrica de sueños […], esa turba de neuronas a cargo de toda jugada […] ese inconstante campo de placeres, ese arrugado guardarropa de múltiples «yo» constreñido en el cráneo como se apretuja la ropa en el bolso del gimnasio.

   Solo pocas líneas después, añadirá:

el cerebro es el domicilio de la personalidad. También un guardia severo y, de vez en cuando, su propio tormento. Allí se atascan las melodías pegajosas y pelean los anhelos entre sí. […] nuestro cerebro [es] un atestado laboratorio químico [de] incesantes  conversaciones hormonales. También un paisaje impersonal donde rondan y se chocan rayos diminutos. Un salón de espejos donde se reflejan el existencialismo, las delicadas pezuñas de una cabra y el propio nacimiento y muerte en cuestión de segundos.

   Insisto: como advertirá el lector, este es un libro que —justamente por esa rara cognición de realismo y fantasía, ciencia y poiesis— convence a los más exigentes lectores quienes comparten, como quien escribe, la sentencia lezamiana: «Solo lo difícil es estimulante». Sin duda, he aquí un texto complejo, pero cuya lectura, justamente por las cualidades apuntadas en torno al discurso de Ackerman, deviene estímulo para adentrarse en sus páginas penetrantes, mas no temidas por las personas a que aludía el poeta de Orígenes en su célebre cita.

   Más adelante, afirma Ackerman «aunque a veces llegue a parecerlo el cerebro no es un circuito cerrado […]. Razonamiento lo llamamos, como si fuera un condimento».

   Pero, siempre imaginativa o imaginera, como son los grandes poetas y los niños, añade:

El cerebro analiza, el cerebro ama, el cerebro detecta un suave aroma de pino y se transporta a un verano de la niñez en los bosques […] el cerebro se estremece acariciado por una pluma. Pero es silencioso, oscuro y mudo […]. Su arte es el de transcender limitaciones sobrecogedoras y sondear el mundo. Puede abrirse paso a través de montañas o arrojarse al espacio abierto. Puede imaginar una manzana y experimentarla como real […] de allí, el éxito de los literatos que tientan a sus lectores con pintorescos imperios. En un segundo, el cerebro puede gobernar el mundo como un dios autoproclamado, sucumbiendo al siguiente ante el desamparo y la desesperación.

   Y quevediana, conceptual, como Borges y, de algún modo, tal Lezama (al que la poeta, al parecer, no ha leído) subraya que aunque dice el cerebro, prefiere referirse a esa fantasía que ella prefiere llamar «la mente». E insiste: El cerebro no es la mente, la mente habita en el cerebro. Y subraya: «la mente es un espejismo reconfortante del cerebro físico. Una experiencia, no una entidad». Y es que otra manera de concebir la mente puede ser aquella en la que San Agustín imaginaba a Dios «como una emanación que no se ubica en un lugar o una forma, sino que existe a lo largo de todo el universo».

Y afirma de otro modo:

Una esencia, no meramente una sustancia. Y […] la mente no está solo alojada en el cerebro. La mente refleja lo que el cuerpo percibe y siente, se ve afectada por una caravana de enzimas y hormonas. Cada mente habita su propio universo privado, cambiante día a día, según las peculiaridades […], las emociones intensas, la contaminación, los genes u otros innumerables cataclismos […].

   En uno de los pocos, pero sustanciales títulos del universal Kafka, a un personaje le resulta imposible responder a la pregunta: «¿Cómo está usted?» Y es que el cerebro se mantiene ocioso cuando lo necesita y aun así debe estar preparado para acelerar la carrera si oye la garra de un oso que araña la roca. Mas, no conforme con lo planteado sobre el cerebro —nuestro Magnus Rex sin reino, pero, por fortuna, dominante—, Ackerman blandirá otro de los numerosos índices de su tesis:

La evolución nos ha jugado varias bromas pesadas. Entre ellas, nuestro cerebro es capaz de concebir estados de perfección inalcanzables, tiende a comparar nuestro interior con el exterior de los demás y, por si fuera poco, se desespera por seguir con vida, sin importar que seamos seres finitos destinados a perecer […]. Resulta difícil a veces imaginar el arte y la belleza del cerebro, semejante a un imperio demasiado abstracto y oculto, una espesa selva de neuronas. […] El arte del cerebro es comparar y aprender, sin resistirse jamás a un misterio, y cuestionarlo todo, aun a sí mismo.

  En el capítulo 2 de la segunda parte: «Esta isla, la tierra», la amena narradora elucida atributos de sumo interés sobre los «humanos, demasiado humanos» (según los denominara uno de mis filósofos de cabecera, Friedrich Nietzsche), al prever:

Cuando nos transformemos en una especie que viaja por el espacio, dejando nuestro planeta nativo para visitar otros mundos, el  mismo destino nos acaecerá. Mucha gente no sobrevivirá a los viajes, dejando nichos abiertos para que los ocupen individuos más fuertes, más especializados o más osados. […] Las naves espaciales que transporten varias generaciones, así como las colonias establecidas en otros planetas, funcionarán como islas si no son renovadas por genes externos. Tal vez nos convirtamos en esos extraños alienígenas descritos por la ciencia ficción.

   Su desbordada imaginación basada en lo real, no pierde la lucidez. Cuando se publicó la primera edición en español de este libro (2005), aun no existía el proyecto del viaje a la Luna que, anunciado tiempo atrás, era gestionado por la administración de Donald Trump y una firma privada, para el que, incluso, ya se notificaba la venta de pasajes.

   Así, esta adelantada subrayaba en este capítulo otra de sus lúcidas ideas que parecían continuar la trama que el fabulador Julio Verne describe en su novela De la Tierra a la Luna (1865), en la que, ya finalizada la Guerra de Secesión, los miembros del círculo de artilleros de Baltimore Gun-Club (Club de Armas), pasan los días de dolce far niente, pero el presidente de la sociedad, Impey Barbicane, concibe el (entonces) audaz proyecto de viajar al satélite natural de la Tierra en un proyectil hueco acondicionado para albergar a tres hombres. Y aunque Verne (burla, burlando) da un tinte de ironie al emprendedor espíritu americano (¿creía imposible la aventura de viajar a la Luna en este gran país de gente emprendedora?), la vida le daría una rotunda respuesta al narrador, pues en su libro el lanzamiento del vagón-proyectil lo dispara el Columbiad desde la Florida. Ackeerman también auguraría:

El sentido común nos dice que de existir vida en otra parte del universo, ha de ser mucho más avanzada en lo tecnológico. […] la nuestra ha sido una evolución delirantemente caprichosa, arrojando por resultado seres con rasgos y personalidades extraordinarios, entre los que se cuenta, por ejemplo, la idea misma de la personalidad. Me pregunto cuántos seres de otros planetas sienten la necesidad de compartir y documentar su existencia personal de maneras tan elaboradas.

   Otras definiciones son conceptos que corroboran su conocimiento de uno de los temas que más me interesan, como a otros lectores: el filosófico, no solo a partir de citas y conceptos de significativos autores y obras que le merecen atención, sino que los pone en práctica, por así decirlo. En consecuencia, dirá que imaginamos al ser humano como una criatura distinta y definible de compleja existencia, sobre la que, aludiendo a la shakespeareana Macbeth (Acto y Escena V), puntualizará:

«La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada».

   En la primera línea del capítulo 4: «Las mentiritas del Ser», leemos una inusitada metáfora: «La conciencia es el gran poema de la materia», lo que corrobora mi anterior criterio sobre la justa combinación/ mezcla/simbiosis de poeta y naturalista, cuya integral ratio la induce a escribir con brío y talento, sin apartarse del pensamiento científico que, aliado con el hermoso lenguaje de la poiesis (creación), logra momentos memorables en sus páginas en no pocos de sus capítulos.

   De tal suerte, esboza numerosos instantes que bien merecen su honda lectura, en sus diversas secciones, como en la segunda: «Dulces sueños de la razón (El cerebro físico)», en cuyo capítulo 12, «Los ojos de la mente» acierta al subrayar posibilidades, cualidades u opciones dables a algunas personas. Dice Ackerman:

«Es notable que podamos «ver» algo que no estamos mirando. Con mucha frecuencia utilizamos los ojos de la mente para pescar un recuerdo, dar cuerpo a una descripción verbal, garabatear, fantasear, razonar, ensayar, practicar una habilidad […] o predecir  consecuencias. Podemos imaginar lo invisible, lo imposible, lo indecible. A veces ponemos frente a los ojos de la mente cosas alguna vez vistas, y otras, cosas que no existen».

   En mi propia familia experimenté durante mi infancia y adolescencia los sueños de mi madre, hija de andaluces, quien no solo imaginaba, sino pre-veía episodios que al siguiente día o poco después acontecerían, por lo que le temía a sus sueños, como solía decirnos a mi padre y a mí antes de irse a dormir. Cierto, en varias ocasiones soñaría la muerte de un vecino o conocido, lo que sucedía y mucho le afectaba. Esta experiencia la transferiría a su hijo menor, quien ahora escribe este artículo, solo que lamentablemente perdería tal ¿cualidad?, en el paso de la juventud a la madurez.

   ¡Ah!, ¿y los recuerdos, que tanta poesía han generado en miles de poetas de lenguas, regiones y etnias distantes y distintas en el «mundo, vasto mundo» (sic. Carlos Drummond de Andrade)? Sin duda, las evocaciones, remembranzas y memorias han sido y son esenciales en la poiesis de centenares de miles de poetas, en primer lugar, y luego, también en los narradores y dramaturgos que han conformado algunas (o varias) de sus obras a partir de esa palabra amada.

   El capítulo 13, Sección «Pabellones del deseo (Memoria)», es otro momento invaluable del volumen. Aquí Ackerman ofrece, en «¿Qué es un recuerdo?», diversas muestras del infinito valor del cerebro, el mayor órgano del sistema nervioso central, gestor de inteligencia, creatividad, memoria, emociones, habla y lenguaje, entre otras necesarias funciones, sin las que no seríamos los humanos que somos.

   Y, oportuna, rememora con metáforas que: «Los recuerdos, en su reposo, parecen geológicos, sólidos y veraces, el lecho de piedra de la conciencia». Mas, siempre ansiosa de la exacta precisión, puntualizará con una más directa definición: «Los recuerdos modelan nuestras acciones, nos acompañan y nos dan un ruidoso […], charlatán, sentido del yo. Somos gigantes melancólicos, que día tras día revisan una vez más su noción de sí mismos».

   Pero llegará a una exactitud admirable al doblar la página, donde subrayará: «Sin recuerdos no sabríamos quiénes somos, quiénes fuimos alguna vez, ni quiénes desearíamos ser en un futuro memorable. Somos la suma de nuestros recuerdos. Nos proporcionan un sentido privado y continuo del yo. Cambiar de memoria es cambiar de identidad».

   No obstante, aclara, nunca esquemática, siempre sentenciosa, que, «la memoria no se parece a una cámara, una computadora o cualquier otro sistema de almacenamiento», porque parece y, obviamente, es más inquieta y creativa. Entonces, sin duda, «cada recuerdo es múltiple, un complejo de neuronas sincronizadas, a veces próximas, a veces lejanas».

   ¿Quién no atesora los más gratos recuerdos del primer amor, el primer hijo, el primer nieto? Son tan necesarios porque los guardamos para siempre y los conservamos hasta el último día de nuestra existencia.

   Y es que esos recuerdos compartidos nos unen a nuestros seres queridos, amigos y contemporáneos. Aunque algunos piensen que no son esenciales para la supervivencia, nos resultan no solo agradables, sino necesarios en momentos de «soledad, infinita soledad», como dijo el poeta.

   Perentoria, rememora algunos de esos momentos impredecibles de la evocación —que ayudan a reforzar la voluntad en tiempos duros—, porque nos traen a la memoria instantes queridos que no olvidamos.

   Solo varias líneas después, añade otro apunte de valía cuando recalca:

Los recuerdos pueden apilarse y desordenar la mente, resulta más fácil almacenarlos en un álbum. […] Cada fotografía es una lámpara mágica frotada por la mente. Con el ánimo dispuesto, podemos disfrutar de una fotografía dejando a nuestras emociones brotar libremente.

   Porque nunca olvidaremos ciertos ¿gratos, tristes…? momentos, por ejemplo: al observar (que no mirar) una foto emotiva, nos evoca, con salvaje nostalgia, un tiempo, una etapa o alguna persona que aún hoy o en otro instante, nos resulta (o resultó) entrañable.

   Y es que al mirar —ahora, la próxima semana o el año que viene— esa foto, añadimos matices, la editamos, nos fijamos si ha perdido color…, para saber que, con ello, «puede adquirir un barniz de emoción. Por más extraño que nos suene, nos dice quiénes pensamos ahora que fuimos alguna vez».

   En el capítulo 14: «Reflexiones en una esfera perspicaz», vuelve sobre la memoria y subraya: «[…] es la principal ocupación del cerebro y un campo de investigación dilecto». Y entra en juego otro elemento: el dolor que, si se compara con la memoria, nos percatamos que tiene mucho en común. Porque el dolor —dice Ackerman— es «como un mal recuerdo que no se desvanece».

   Igualmente, los humanos poseemos la facultad más preciada de todas: «viajar en el tiempo y revisitar los reinos perdidos», gracias a que quizá seamos los únicos animales poseedores de la memoria episódica que nos permite revisitar el pasado, verlo de nuevo como un viejo filme que detenemos y rebobinamos, con el fin de fijarnos en sus particularidades, prestándole tal vez ahora más atención que cuando lo vimos/vivimos, todo porque vamos envejeciendo y ansiamos rescatar aquellos años ¿felices?

   En fin, podría seguir comentando este fabuloso, pero tan cierto libro como la propia vida en la que existimos y soñamos, a pesar de la situación actual de nuestra gran nación que, asentada en una centenaria Constitución, no debe permitir males, como la envidia, la violencia y el odio de vagos, canallas y ladrones que solo codician y ansían destruir lo logrado, primero por los padres fundadores, y después por los millones de ciudadanos, quienes, con su esforzada labor durante décadas, han conseguido un status mucho más pleno y feliz.

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