Diálogos con Armando de Armas (crítica de la razón globalista)

Redacción Ego de Kaska

Armando de Armas respondió varias preguntas sobre temas acuciantes de nuestro tiempo sociopolítico, sobre el desdén del retorno a una época imperial, la ironía anti positivista de la historia, la nueva época y el espíritu conservador del tradicionalismo contra el progresivo positivista de la historia, entre otros asuntos que daremos dando a conocer a través de las respuestas de nuestro cuestionario de Ego de Kaska (Ego de Kaska Foundation)

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En una reciente declaración, el Sr. Biden, presidente de los Estados Unidos, dijo y fue enfático: «habrá un nuevo orden mundial y tenemos que liderarlo». En el libro Los naipes en el espejo, editado en el 2011 con reedición en el 2012 (una versión en inglés, Ediciones Exodus, 2020), usted expone la hipótesis de que en el presente alborean nuevos tiempos, la presencia de un «nuevo orden mundial» matizado con la impronta de un nuevo espíritu epocal. Se percibe, por ende, estamos «retrocediendo» a tiempos pasados, lo cual apoyas manejando un constructo metodológico de la historiografía mundial. Te refieres, siguiendo al eminente historiador de La decadencia de Occidente, Oswald Spengler, de que la historia transcurre de forma cíclica y se repite mediante ciclos. Para empezar y aclarar todas las paradojas anti positivistas de la historia y penetrar en el espíritu de la crítica de la razón globalista, nuestra primera pregunta es:

Ego de Kaska. ¿Por qué la historia es cíclica, si sentimos la tendencia progresiva de siempre ir hacia adelante?

Armando de Armas. Creo que esa tendencia de ir siempre hacia adelante es una sensación engañosa como tantas otras -como creer que la luna emite luz o que el horizonte es alcanzable-. En el caso que nos ocupa compulsada además por los medios de propaganda del progresismo con su visión pedestre acerca de que el devenir de la historia es una línea recta y, en el colmo del optimismo, ascendente, movimiento rectilíneo y uniforme de la física llevado a la sociedad. Todo va y viene. Todo es cíclico en la naturaleza. Mira sino a las estaciones, a las plantas. El hombre no escapa a la condición cíclica porque, aunque es un ser pensante, es como la naturaleza -aun siendo superior a ella- una manifestación del Espíritu, un portal del Espíritu, y este, por razones que escapan a mi pobre entendimiento, se expresa en ciclos, en ciclos montados en espirales, de suerte que siempre regresamos a estadios anteriores pero un punto arriba, así los ciclos históricos a los que siempre volvemos son los mismos y no lo son, serían los mismos en esencia pero diferenciados en la forma y el grado.

Ojo, en la historia también hay cataclismos y a veces la espiral nos puede llevar no un punto arriba sino cien abajo, que nada está asegurado, sobre todo en dependencia, creo, de la manera en que los hombres –y acá entraría el limitado libre albedrío- enfrentemos unos cambios, unos ciclos que son ineluctables.

Por eso más vale a los pueblos oír a los profetas, a los que han visto venir un nuevo ciclo de la historia, para estar alertas y actuar en consecuencia. No es lo mismo que un ciclón de coja al descampado de una autopista en Miami que refugiado en un Varaentierra en Vertientes. En ambos casos te pasará un ciclón por arriba, pero en el segundo tienes más chance de sobrevivir. ¡Fíjate qué curioso, aunque la autopista sea un símbolo de la postmodernidad estadounidense y el Varaentierra de lo cavernario insular!

Ese moverse en ciclos lo podemos ver dentro de un mismo ciclo histórico, ciclos dentro de ciclos, ciclos menores dentro del ciclo mayor. Por ejemplo, en el ciclo mayor que inicia la Revolución francesa y que aún padecemos, lo podemos apreciar a la perfección. La revuelta popular y la Asamblea Nacional (1789-1791) que descabeza la monarquía, vuelta a la monarquía ahora constitucional o Asamblea Legislativa (1791-1792), regreso a la República o Convención (1792-1795), nuevo regreso a lo conservador con el Directorio (1795-1799). Después adviene el golpe de Estado del 18 de Brumario por parte de Napoleón Bonaparte, golpe que lo convierte en Premier Cónsul de la República el 11 de noviembre de 1799, hasta su proclamación como emperador de los franceses el 18 de mayo de 1804, siendo coronado el 2 de diciembre y proclamado además rey de Italia, el 18 de marzo de 1805, con lo que de hecho da el tiro de gracia a la escabechina revolucionaria y restaura el modo monárquico e impone el imperio; la idea imperial. Pero tras la caída de Napoleón en 1814, los aliados restauran a la Casa de Borbón en el trono francés. El periodo que sobrevino se llamó la Restauración propiamente, caracterizada por una rigurosa reacción y el restablecimiento de la Iglesia católica como poder político en Francia, a partir de la cual en vaivenes más o menos monárquicos arribamos a la Segunda República, proclamada el 26 de febrero de 1848, en la Place de la Bastille.

Ahora estamos abocados a un cambio de ciclo mayor, como en 1789, claro, este cambio inició hace décadas, en 1989, con la caída del Muro de Berlín y el comunismo en Europa del Este, doscientos años después de la Revolución francesa. Los cambios epocales no son de un día para otro, y sobre todo no son exactamente cronológicos, recuerda que el milimétrico medir del tiempo es asunto de los hombres no de los dioses. El siglo XX no comenzaría en 1901, comenzaría en 1914 con la Primera Guerra Mundial. El siglo XXI no comenzaría en 2001, comenzaría en 1989. Un siglo corto el siglo XX, corto y cortante, cepillante, terrorífico, signado por la niebla de la metralla sobre los cielos del mundo, por los montones de cadáveres sobre los suelos del mundo, por las cárceles y los campos de concentración en todas partes. ¡¿Me van a contar de desarrollo progresista!? ¡Contar pueden, pero no me lo creo excepto que fuese tonto o truhan, o ambas cosas! El siglo XIX -aunque en él se cuece el caldo de plomo que nos lloverá del cielo en el XX- es mucho mejor que el XX y lo es entre otras cosas porque en el mismo perviven aún restos del Ancien Régime.

El hombre de la modernidad progresista esta compulsado, vía una propaganda invasiva, a moverse siempre hacia adelante sin saber muy bien para qué o por qué, lo importante es moverse, la quietud como pecado capital, en cierto sentido ese hombre es como una gallina que corre del amanecer al anochecer tras un gallo áureo ilusorio, un gallo cada vez más lejano, cada vez más inaccesible, moviendo constantemente la cabeza de un lado a otro, picando lo que puede mientras avanza aceleradamente hacia ninguna parte, hacia la nada. Un hombre dominado por el deseo. Deseo del hartazgo que no realiza porque está a dieta. Deseo de sexo que no realiza o realiza en internet porque cada día es más difícil relacionarse con el otro y le pueden demandar por acoso si es un ser solvente; el galanteo como acoso. En fin, un hombre vacío, proyectado hacia al exterior, hacia el evasivo y evanescente horizonte, sin tiempo para reflexionar, crear, o simplemente disfrutar de la vida, el arte o la misma naturaleza. Un hombre en suma desinformado por sobre dosis de información otorgada por unos orientadores repentistas, positivistas, que se hacen llamar periodistas, o ya ni eso, sino comunicadores sociales. Un hombre desconectado del ser pero conectado a la realidad virtual de la red y los noticiarios que le arman lo mismo una manera de alargarse el pene, una muñeca transexual robótica, una guerra que una pandemia.

El hombre sin pasado y sin presente, discapacitado psíquico, disparado al futuro como un disparate.

Así, muy a propósito, el proscrito escritor estadounidense Francis Parker Yockey (¿un escritor estadounidense proscrito?, pues sí, no uno sino muchos, en cierta medida todos esos retardatarios que osen oponerse o tan siquiera cuestionar la religión progresista) apunta en su libro Imperium: «Quien quiera que alardee de ser moderno debe recordar que se hubiera sentido exactamente igual de moderno en la Europa de Carlos V, y que está predestinado a convertirse en tan “anticuado” a los hombres del año 2050 como los de 1850 lo son para él». Según Parker Yockey el progresismo parece ser una necesidad orgánica del racionalismo, necesidad de sentir que «las cosas van mejorando cada vez más». Así, el progreso presuntamente fue un continuo avance moral de la humanidad, un movimiento hacia una mayor y mejor civilización. La ideología del progreso sempiterno fue formulada con leves diferencias por cada materialista, pero nunca se permitió discutir la realidad del progreso, o progresamos o perecemos; parecían proclamar. Dudarlo conllevaba a ser tildado de pesimista, en el mejor de los casos, o de reaccionario en el peor. De suerte que se le imponía a la ya doliente humanidad el dolor de un ideal, el ideal del progreso perenne que era por demás, necesariamente inalcanzable, pues de poderse alcanzar, el ponderado progreso se detendría y eso, por supuesto, era impensable. Dudar de Dios está bien. Dudar del Progreso, de Pegaso como símbolo del Progreso, uf, no, mejor no, porque huele a peligro.

De manera que el hombre moderno, y cada vez más el postmoderno, vive en la tortura total del Progreso que se le impone como a Sísifo el eterno subir de la pesada piedra por la pendiente de la empinada montaña. La felicidad en el horizonte, la felicidad en el futuro que no llega; como en el comunismo. El progresismo como dogma, como cruel engañabobos. ¿Cuántos poetas descartados o disminuidos por su falta de optimismo? ¿Cuántos petardos encumbrados por su fe ciega en el progreso de los pueblos?

Continúa…

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