Por Spartacus
Desde el instante en que los Estados Unidos implementaron la ley de la “deuda perpetua”, sin que fuera su intención, el país comenzó a caminar, casi de manera irreversible, hacia una forma de organización social que podría catalogarse como socialdemocracia. Esta metamorfosis, que se despliega de manera sutil y casi imperceptible, va tomando forma en las primeras décadas del siglo XX, principalmente tras la gran depresión económica de 1929. Lo que comenzó como un simple instrumento económico se transformó, de manera gradualmente inevitable, en el motor que estructuraría una sociedad profundamente cambiada. La deuda, lejos de ser solo una herramienta financiera, acabó forjando, con el paso de los años, una nueva clase proletaria estadounidense. En este proceso, se puede trazar un curioso paralelismo con lo que ocurrió en Inglaterra durante la Revolución Industrial. Ambas situaciones, a pesar de sus contextos diferentes, culminan en el mismo resultado: la creación de una vasta clase trabajadora y empobrecida, más atada a un sistema económico opresivo que nunca.
Es profundamente paradójico imaginar que dos sucesos aparentemente contrarios, separados por el océano y por siglos de historia, hayan tenido el mismo resultado en el tiempo. En un caso, el surgimiento de la industrialización llevó a la creación de una clase proletaria subordinada, mientras que en el otro, el uso de la deuda generó la misma clase social, aunque bajo una dinámica distinta. En cualquier caso, la esencia es la misma: la creación de un proletariado en el corazón mismo de la nación más poderosa del planeta.
Esta evolución, que algunos podrían interpretar como el nacimiento de una socialdemocracia no deseada, no es sino una manifestación de lo que Jefferson ya había advertido. En sus reflexiones sobre el futuro de los Estados Unidos, Jefferson había sido claro respecto a los peligros de la perpetuación de la deuda. Consideraba que los problemas derivados de la deuda no solo comprometían las finanzas del país, sino que también podrían amenazar el equilibrio político y social que tan cuidadosamente se había construido. Jefferson temía que la perpetuación de la deuda no solo hipotecara el futuro de la nación, sino que la condenara a una suerte de colonialismo económico y a la creación de una clase de ciudadanos subordinados y empobrecidos, tal y como sucedió en la Inglaterra que él había observado tan críticamente.
El filósofo y político estadounidense, con su aguda visión, había advertido que las generaciones futuras no debían cargar con las deudas del pasado, pues de lo contrario, la nación se encaminaría hacia un modelo de sociedad jerárquica en la que los poderosos concentrarían la riqueza, mientras que las grandes mayorías estarían sometidas a la pobreza y la dependencia. El modelo inglés, con su aristocracia terrateniente y sus profundos abismos de clase, parecía ser el escenario al que Estados Unidos podría estar encaminándose, y Jefferson, al igual que un profeta, temía la llegada de este futuro oscuro.
Sin embargo, en lugar de convertirse en una simple advertencia, la profecía de Jefferson se transformó en una realidad histórica. La manera en que Estados Unidos creó su sistema de deuda, generando una estructura económica basada en la permanente dependencia de préstamos y pagos, dio lugar a un fenómeno sociopolítico que más tarde se relacionaría con las características de la socialdemocracia. Si bien el país había nacido con ideales de independencia económica y política, los eventos que se sucedieron desde la Revolución Industrial hasta la Gran Depresión condujeron a una mutación de esas ideales. La concentración de riqueza en pocas manos, el crecimiento de una clase trabajadora dependiente y la creación de una estructura económica que perpetuaba las diferencias sociales fueron algunos de los frutos amargos de ese proceso.
A medida que la deuda se fue acumulando, las esperanzas de una nación libre y próspera comenzaron a desvanecerse. El sueño de Jefferson de una sociedad autosuficiente, libre de ataduras económicas y políticas, se fue diluyendo en un mar de préstamos y compromisos. Con el paso del tiempo, los ciudadanos, lejos de ser autónomos y libres, se convirtieron en deudores perpetuos, atados no solo a las instituciones financieras, sino también a un sistema que, aunque inicialmente diseñado para liberar al individuo, terminó por subyugarlo de manera mucho más profunda.
El impacto de esta transformación fue profundo y multifacético. Estados Unidos, que alguna vez fue la antítesis del modelo europeo, comenzó a parecerse cada vez más a una versión distorsionada de la vieja Inglaterra. El fenómeno de la deuda no solo creó una estructura económica piramidal, sino que también cultivó una nueva forma de proletariado, esta vez más urbano, más dependiente de los créditos, pero igualmente atrapado en un sistema que, como el feudalismo, limitaba sus posibilidades de ascenso social. En lugar de ser el país de la “prosperidad individual”, Estados Unidos pasó a convertirse en un lugar donde el individuo estaba sometido a las reglas del capital financiero y, en muchos casos, de la pobreza estructural.
Por otro lado, los filántropos de la nueva era, esos hombres de fortuna que parecían representar lo mejor del espíritu estadounidense, no eran más que una versión moderna de la aristocracia terrateniente inglesa. En lugar de contribuir al bien común, estos hombres y mujeres transferían su riqueza a sus propias familias, generando una especie de oligarquía hereditaria que, lejos de contribuir a la justicia social, perpetuaba las mismas desigualdades que Jefferson había intentado evitar. Mientras tanto, la gran masa de ciudadanos, cada vez más endeudados, no tenía más opción que adaptarse a un sistema que, aunque les ofrecía la promesa de un futuro mejor, nunca les permitió escapar de las garras de la deuda.
La esencia misma de la Declaración de Independencia, que se basaba en principios de libertad, igualdad y justicia, fue desvirtuada por esta dinámica. Los ideales de los Padres Fundadores, que tanto Jefferson como otros defendieron con pasión, se vieron aniquilados por un sistema que operaba en la sombra de la deuda perpetua. De hecho, el optimismo y el escepticismo de Jefferson, que él tan claramente había articulado en sus escritos, se reflejan hoy en día en un país que ha perdido de vista sus raíces y que, atrapado en la espiral de la deuda, se ha convertido en un sistema social y económico cada vez más cercano al modelo de las viejas potencias coloniales.
En su tiempo, Jefferson había sido un hombre de grandes visiones, y aunque escéptico, nunca perdió la esperanza en el futuro de su nación. Como profeta, había anticipado lo que llegaría a ocurrir, y si bien su predicción sobre la creación de un nuevo proletariado en los Estados Unidos fue trágica, su reflexión sobre el destino de su nación sigue siendo un testimonio de la validez de sus preocupaciones. En sus palabras:
“Ustedes, queridos americanos, han creado la base de la socialdemocracia en un país que la había abolido hace más de cien años. Ahora la deuda demanda su nuevo tipo de proletariado. Ahora presenciamos el retorno de la socialdemocracia”.
Lo que Jefferson no pudo prever fue que este retorno, lejos de ser un fenómeno aislado, se transformaría en un proceso global, de alcance mundial, que hoy sigue presente en cada rincón del planeta.
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