Por Rafael Piñeiro López
William Wyler era un maestro. Su Dead End (1937) es el reflejo del New York deprimido y salvaje que nos legaría el martes negro, un parnaso moribundo y, sin embargo, vital del profundísimo East River, justo debajo del puente de Queensboro.
Wyler nos lleva de la mano a la ciudadela de salitre donde las oscuras aguas de la bahía citadina se mueven al compás de algún ritmo inescuchable (o quizás de la vocería de la plebe) gracias a una maravillosa puesta en escena, a personajes poderosos y actuaciones formidables (Bogart en sus típicos papeles iniciales de matón airado). Es una cinta aún moderna, una pieza que se adelantó a su tiempo, como aquellos relieves maravillosos e interminables de las paredes de las construcciones de Persépolis, donde los vasallos de Darío, armenios, etíopes, libios y tracios llevaban tributos al gran soberano durante las celebraciones de año nuevo. Ese es la moña de Wyler, mis amigos.
Dead End no es más que un cautivante pedazo de historia, un reflejo espléndido de su tiempo, una verdadera joya que revela cómo la vida de los hombres si acaso varía levemente. Siempre nos rondarán idénticos problemas, iguales inquietudes. El animal que somos es eterno e inconmovible.
La pieza es una adaptación de la obra de Broadway de Sidney Kingsley presentada originalmente en 1935. Su debate ético es el de la América de la recesión: esfuerzo contra amoralidad, una máxima libertaria que nacería al amparo de los padres fundadores y que comenzaría a fenecer justo por aquellos años treinta. Tras el largo camino recorrido, si algo nos ha legado la historia es la certeza de que en menos de un siglo cualquier civilización es derrotada.
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