Por Rafael Piñeiro López
Estamos siendo testigos del advenimiento de una nueva era. Con el episodio tecnológico, filosófico y “ético” más trascendental (y perturbador) ocurrido en el llamado proceso de la evolución humana: la aparición del smartphone en el año 2007 y su apoteosis a partir del 2010, se estableció un parteaguas en la historia de los hombres (cosa no muy referenciada, por cierto). Desde aquel entonces, y a tenor con la velocidad con que los tiempos ahora corren, la política y la sociedad han sufrido de cambios inimaginables. Y desde marzo del año 2020 para acá, nos hemos colocado a las puertas del autoritarismo tecnológico.
También hemos sido testigos de cómo las ciencias, probablemente de manera inédita, se han puesto al servicio del poder. Ya, incluso, navegamos con cierta comodidad por el universo de la “nueva normalidad”, donde el neo puritanismo vinculado a la censura moral y la creación de una especie de nueva lengua orwelliana ni siquiera nos resultan tan horrendos. Hace trece años comenzamos el recorrido hacia la real modernidad y hoy atisbamos con horror que el pasado siempre, de alguna u otra forma, se asirá a nuestras solapas. En este caso, un pasado medieval alejado de las virtudes regentarías del renacimiento y más cercano a la oscuridad que prosiguió tras el derrumbe del imperio bizantino… y es que las distopías se construyen con los avances del futuro y con la ira reaccionaria de la historia.
La pesadilla imaginada por Philip K. Dick será real (porque el futuro pertenece más a Dick que a Orwell, estemos claros). El éxito rotundo de la histeria del Covid y la apoteosis de la “democracia” disfuncional norteamericana han sido la tapa que se le ha puesto al pomo. El establecimiento de la internet suscitó una nueva “revolución industrial “, hecho que para mí es una especie de prolegómeno de esta nueva etapa de la historia que comenzó “oficialmente” en noviembre del año 2020, cuando en una madrugada, en los cinco estados claves que decidían la elección presidencial norteamericana y en contra de toda ciencia matemática y estadística, se volcó el resultado electoral cuando el entonces presidente Trump ganaba con una ventaja entre 8 y 16 puntos porcentuales con más de la mitad de las boletas contadas en cada uno de estos sitios.
A aquellos que crean que seguimos rigiéndonos por las reglas típicas del capitalismo industrial y de la democracia representativa de los últimos 200 años (que es casi todo el mundo) les digo que se encuentran viviendo en la luna de Valencia… Una guerra cultural se libra también en Cuba, aunque muchos (la mayoría) ni se enteren. Ya pronto llegaremos al ejercicio de la mismísima justicia social crítica en los ajados muros del malecón. En la relativización del tema de la libertad de Cuba se implementan atisbos de las políticas de la neo izquierda que moran en las “democracias” occidentales. Por ahí ya se despliegan las banderas de las ideologías de género y de raza, incluso, como si la miseria no los tasara a todos en la isla tenebrosa a un idéntico nivel.
«El nuevo “código” de la familia implantado en la Cuba es la entrada oficial del actual castrismo al primitivismo salvaje del wokismo, donde las ciencias y la historia parecen no valer nada. El mundo entero pierde los referentes verdaderos de “libertad” y “justicia”. Si antes el “gusano” citaba a Reagan, hoy a Obama, a Biden o (los más versados) a los profetas del foro económico internacional. El mundo se derrumba como un castillo de naipes y la Cuba totalitaria, en todo su “esplendor”, no es la excepción. Oscar Silvera Martínez, ministro de “justicia” cubano, al referirse a ese nuevo código de familia, le hace un guiño cariñoso al movimiento woke del “neo-progresismo” occidental: El nuevo Código de las Familias tiene un carácter inclusivo, es respetuoso con los tratados internacionales y reconoce derechos a cada persona en el ámbito familiar.
«El proyecto no fabrica ni impone modelos, es reflejo de la realidad cubana. Coloca a Cuba y su pueblo en una posición que capta las diferencias y las protege. Es un proyecto de sumas y multiplicaciones, resultado de la participación de todos y todas…”.
El pensamiento intelectual cubano, desde su propia génesis, desde los tiempos de Luz y Caballero y de Saco, ha estado (O ESTUVO) preocupado por la construcción de una “identidad” nacional, o de la edificación de un concepto de nacionalidad cubana, que para el caso es lo mismo. Desde allí, la marcha forzada para la reivindicación de tal desvelo, ha sido una constante. La cultura, en fin de cuentas, no es más que un mecanismo de auto reafirmación idiosincrática, que se alimenta de excepcionalismos y de esa mitología localista que es afín a casi cada nación y a cada grupo. Algunos historiadores han hecho notar que en la Cuba republicana solía predominar entre sus intelectuales el más egregio escepticismo acerca de la conformación del concepto de patria. Fernando Ortiz y Ramiro Guerra intuían el mayor de los males.
Yo agregaría también a la figura obviada de Alberto Lamar Schweyer y su pesimismo brutal. Mañach, Piñera, el propio Lezama. Todos clamaban por una Cuba que no fuera devorada por la irrealización de las pequeñas naciones. Por eso la llegada del castrismo y su centralismo cultural terminaron por constituirse en la panacea de muchos intelectuales y creadores, que sentían que el “nacionalismo” de la revolución criolla solo podría afianzar el excepcionalismo insular. La entelequia del castrismo también fue construida por la cultura militante, tal y como además acaeció en otros regímenes totalitarios. Dirigentes partidistas que planificaron y ejecutaron una política de la “cultura del pueblo” no hacían otra cosa que, bajo la propia y burda justificación del arte por el arte, validar y estructurar el horror.
Por cierto, muchos de esos “programadores ideológicos” moran por estos lares disfrazados de titanes de la tolerancia, de vetustos defensores de la democracia occidental y del nuevo mundo en que vivimos, claro está. Y venden la imagen idílica de una cultura descontaminada (cuando todos sabemos la imposibilidad de tal premisa en un lugar como la Cuba post 59) para resarcirse a sí mismos, para edulcorar un pasado represivo (siempre desde la propia cultura, por supuesto).
De esto último ha surgido el “antineocastrismo”, nuevo término para aquellos intelectuales y artistas que siempre fueron castristas… y ahora no. La transición hacia un estado de neo o post castrismo, basado en las “sabias consideraciones” de quienes cargan sobre sus espaldas la inmensa responsabilidad de llevarnos hacia el “perfecto” mundo futuro imaginado, es el escenario ideal para quienes cortan el guaniquiqui impunemente desde marzo del 2020. Y que no se me malentienda demasiado: el actual castrismo también calza casi redondamente en el esquema de los planes del foro de Davos y de los burócratas de la ONU, pero siempre es más fácil avanzar hacia adelante sin la sombra de la crítica molesta. Si la permanencia del castrismo por 62 mil milenios era cosa casi sabida, ahora con la imposición del neocastrismo, es un horror imperecedero. Pero… ¿qué más puede esperarse del futuro que nos aguarda, de una u otra forma, a todos?
Cuando el castrismo se apoderó de Cuba y comenzó el desmantelamiento del capitalismo productivo, aparecieron las primeras escaseces que luego se fueron profundizando a medida que las iniciativas individuales se convertían en carne muerta. Desde un inicio los infinitos acólitos del nuevo proceso justificaban cualquier desabastecimiento culpando a los enemigos externos (luego eternos), a los fallos en la ejecución de las novedosas variantes productivas que se implementaban “para el bien de todos” o al antiguo sistema político, ya patidifuso y derrocado. Por ejemplo, en los Estados Unidos de hoy en día comienzan a escasear la gasolina, los autos, las medicinas y los alimentos. Los bancos y las grandes empresas quiebran. La gente, impávida y confiada, asegura que no sucede absolutamente nada, que las carencias pasarán, que la culpa es de China o del virus del Covid, que la vida retornará a su normalidad lo antes posible…
El punto es que nunca faltará quien le vire el rostro a la realidad y se haga el de la vista gorda. Mirar y reconocer la fascia del horror no es un asunto grato. Pero les aseguro, amigos míos, que por mucho que huyan no podrán esconderse. La bestia ya habita entre nosotros. Si a mí me preguntaran hacia dónde creo yo que se dirige el futuro de Cuba, respondería que el mañana de la isla pertenece por entero al globalismo… o al nuevo orden mundial o como quiera llamársele a ese estado de cosas que ya es presente en el mundo occidental desde aquellos oscuros prolegómenos de inicios del 2020. El castrismo terminará “claudicando” (lo cual quiere decir pactando) ante este poder inconmensurable que ya se devora todo.
Y ese proceso de transición terminará dando paso a la etapa del verdadero “neocastrismo”, que es como muchos se refieren al porvenir inmediato de la sufrida Cuba. Y para llegar al neocastrismo se hace necesario que la transición no sea más que un pacto entre las fuerzas gobernantes de la tiranía y esta nueva “oposición” que es financiada y responde plenamente a los intereses y las agendas de quienes se reparten al nuevo mundo como si se tratara de la torta de un cake de cumpleaños. La posteridad será cosa del discurso de la justicia social crítica! Y es que son más las coincidencias que las diferencias entre castrismo, oposición y globalismo.
El denominador común es la visión comunitarista de la sociedad y el odio hacia el excepcionalismo norteamericano y hacia el viejo capitalismo fundacional. Cuando el castrismo “claudique”, amigos míos, ganará prebendas e inmunidad. Un negocio redondo… Y es que la esperanza verdadera del castrismo es el neo castrismo, es decir, el post castrismo. El totalitarismo castrista no tiene futuro alguno. Cualquier variante del post castrismo será simplemente autoritaria. Pienso que el castrismo puro y duro de la etapa estoica ni se eternizará ni se destruirá tampoco.
Simplemente terminará diluyéndose (de hecho, ya hace rato que anda en ese proceso) hasta formarse una amalgama donde cohabitarán los artistas inclusivos del “nosotres” con los dirigentillos juveniles del gobierno. Que la Cuba canelista se haya plegado a la histeria trans-covidiana del afeminado mundillo occidental es la más clara pista de hacia dónde se dirige el futuro de la isla. Cuestión de tiempo. La dictadura cubana nunca fue ese macho alfa estoico y referencial que pretendió ser alguna vez. La Cuba de los últimos sesenta años, y sobre todo de los últimos treinta, ha sido parte alegre y entusiasta (aunque disimulando, siempre disimulando) de esa globalidad comunitaria en la que todos moramos. El affaire Covid lo ha demostrado con creces.
La histeria compartida quizás explique, en gran medida, el por qué el castrismo ha sido un mal menor para las democracias occidentales, a pesar de su horror incuestionable. Vivimos el preámbulo de la muerte de las ideologías clásicas. Ni comunismo, ni liberalismo, ni capitalismo explicarán el devenir futuro. El debate sobre el papel superlativo del estado ya ha sido definido. La muerte y la desprotección de las libertades individuales son un hecho. La apoteosis del autoritarismo tecnológico nos sopla sobre la nuca.