«Cuba, patria y música» (capítulo I)

Por William Navarrete

EL EXILIO CUBANO EN EL SIGLO XIX (primera parte)

Los primeros exiliados

A fines del siglo xix, Cuba representaba –junto a Filipinas, Puerto Rico y las Islas Marianas, Palaos y Guam, en el océano Pacífico– el último vestigio de un imperio español del que se decía que el sol nunca se ponía en sus vastos dominios. Los numerosos intentos de liberar a la Isla habían sido fallidos. Las primeras conspiraciones contra el yugo colonial –Conspiración de Aponte (1812), Conspiración de los Rayos y Soles de Bolívar (1821), Conspiración del Águila Negra (1828), Conspiración de la Cadena Triangular (1837) y Conspiración de La Escalera (1840-1844)– databan del periodo en que la mayoría de las colonias hispanoamericanas habían     logrado obtener su independencia.

Muchos opositores al régimen español, implicados en estas conspiraciones, además de otros inocentes sobre quienes recayó la sospecha de estar vinculados con estas, fueron desterrados, e incluso fusilados, cada vez que las autoridades descubrían un foco de rebelión. Por citar solo un ejemplo, basta recordar que tras el desmantelamiento de la Conspiración de Aponte fueron fusiladas ocho personas, entre los que figuraba su precursor, José Antonio Aponte, y desterrados hacia La Florida otros cuarenta y dos. En la de los Rayos y Soles de Bolívar, de raigambre masónica y organizada por José Francisco Lemus, intervino indirectamente el poeta José María Heredia Campuzano (1803-1839), condenado al exilio en 1823. Heredia se convirtió entonces, al igual que el padre Félix Varela (1788-1853), en uno de los primeros deportados cubanos de renombre.

 Juntos, el poeta y el sacerdote, aglutinaron al primer núcleo de exiliados cubanos en Estados Unidos, país en donde Varela fundó en 1824 el periódico El Habanero, considerado como el primero del exilio y vigente hasta 1826. Como dato curioso, el 15 de septiembre de 1997, el Correos de Estados Unidos emitió un sello de 32 centavos con la efigie de Varela, en reconocimiento a su labor entre la comunidad de emigrantes irlandeses de Nueva York, a quienes socorría como párroco en su diócesis de Five Points (Manhattan), sitio en el que inauguró algunas escuelas para jóvenes inmigrantes. En cuanto a Heredia, tras la última visión de las costas cubanas, en lo que se alejaba a bordo del barco que lo conducía otras tierras, escribió su poema más conocido, El himno del desterrado, en una de cuyas estrofas confesaba:

[…] Aunque ausente y proscrito me miro,

y me oprime el destino severo,

por el cetro del déspota ibero

no quisiera mi suerte trocar […]

El poema se convirtió en canto de gesta para toda la generación de jóvenes cubanos que deseaban la emancipación del país, pero Heredia, sabiéndose enfermo y vencido por la desilusión, terminó por escribir tiempo después una carta a Miguel Tacón Rosique, capitán general de Cuba, diciendo se retractaba de las ideas que lo habían condenado al exilio y que pedía licencia para volver a la isla.

En España, tras la muerte de Fernando vii, a pesar de los derechos dinásticos de su hermano Carlos, es María Cristina de Borbón quien asume la regencia, a la espera de que Isabel, hija del primero, cumpla la edad requerida para reinar. Los partidarios de Carlos emprenden entre 1833 y 1839 lo que se conoce como la primera guerra de sucesión carlista, un conflicto que generó gran inestabilidad política en toda la península.

En el umbral de estos acontecimientos, José Antonio Saco (1797-1897), otro brillante intelectual cubano, fundó la Academia de Literatura Cubana y la publicación Revista Bimestre Cubana (1831- 1834), elogiada por su calidad literaria, incluso por la Revue des Deux Mondes, de París. Tanto la institución como la publicación despertaron el recelo de las autoridades coloniales y de los conservadores criollos. Saco era el heredero de una aristocracia criolla culta que desde finales del siglo xviii se congregaba en la Sociedad Económica de Amigos del País, creada en 1793 con el objetivo fundamental de impulsar el desarrollo económico y social de la isla mediante el pensamiento ilustrado. Muy activo en la vida cultural habanera, Saco había colaborado con el padre Félix Varela durante una estancia en Estados Unidos, en 1824. Dos años más tarde, lo encontraremos ocupando el centro de una querella literaria en favor de las calidades indiscutibles de los versos de José María Heredia, criticados por Ramón de la Sagra, un periodista español a la paga del conde de Villanueva, intendente de la ciudad.

Lo que se disimulaba bajo la apariencia de una simple disputa intelectual, era en realidad la situación política cubana. La labor de Saco durante su primer exilio fue muy intensa. En Nueva York publica dos de sus memorias: Caminos (un ensayo puramente técnico de 1829) y, en 1831, Causas de la vagancia en Cuba (extraordinario análisis de la sociedad de su país en esa época). Luego regresa por poco tiempo a Cuba y, en 1832, parte definitivamente desterrado, esta vez por el inefable Miguel Tacón, capitán general de la isla de Cuba entre 1834 y 1838.

Tacón gobernará con mano de hierro. En España, la Regenta vacila en aplicar la Constitución liberal de 1812, anulada durante el reino absolutista de Fernando vii y cuyos ecos repercutieron inmediatamente en la colonia caribeña, al punto de que, en Santiago de Cuba, por iniciativa de Manuel Lorenzo, se desmontó en 1836 la estatua ecuestre del Rey de su pedestal en la plaza de Armas. Tacón no podía permitir aquella insubordinación en la segunda ciudad. La represión no se hizo esperar: se juzgó y desterró a unos trecientos implicados en el hecho, una manera de cerrar definitivamente la brecha a las pretensiones de los liberales reformistas. Años más tarde, cuando fue descubierta la Conspiración de La Escalera, se juzgó a unos cuatro mil individuos con el pretexto de que fomentaban una rebelión de esclavos que los ingleses preparaban silenciosamente. El poeta Gabriel de la Concepción Valdés «Plácido» (1809-1844), acusado de ultraje al poder español por haber escrito su poema El juramento, será fusilado. Cintio Vitier, poeta y crítico literario, puso en tela de juicio la autenticidad de este poema, que considera muy distinto de todo lo que solía escribir Plácido, y consideró más creíble la amenaza que el poeta hiciera al procurador general de justicia de aparecérsele de noche en forma de lechuza después de ser fusilado. También detuvieron entonces a Claudio Brindis de Salas, padre del célebre violinista de su mismo nombre, músico de una banda de negros y mulatos libres, a quien le confiscaron todos sus bienes. El destino de los cubanos dependía del capitán general que gobernaba la isla según el principio de facultades omnímodas, o sea, de manera absoluta, una forma de gobierno instaurada en 1825, desde el mandato de Francisco Dionisio Vives. En el momento en que, entre los ricos criollos insulares, comienza a cobrar auge el naciente sentimiento independentista, surge también otra corriente más pragmática: el anexionismo.

El historiador Leví Marrero sitúa en 1822 el primer proyecto de anexión que, como petición, dirige un tal Sánchez, habitante de La Habana, a John Quincy Adams, secretario de Estado norteamericano. Estados Unidos, que consideraba que Cuba se hallaba en su zona de influencia geográfica, había tratado de comprar la isla, sin lograr al respecto ningún acuerdo concreto con España. Por otra parte, la esperanza de liberar a la colonia parecía desvanecerse tras el fracaso de las diferentes conspiraciones.

Tampoco parecía factible una intervención militar, algo que el propio Simón Bolívar había rechazado, ni se lograría que España accediera a introducir reformas liberales que pusieran fin a su estricto monopolio. En un documento publicado por Saco en la capital española en 1834, titulado Paralelo entre la isla de Cuba y algunas colonias inglesas, quedaban claramente expuestas las razones de las diferencias entre Londres y Madrid en la manera de administrar sus colonias y territorios de ultramar. En este contexto, solo una anexión a Estados Unidos, tal y como había sucedido ya con la incorporación en 1845 del departamento mexicano de Texas, parecía ser la solución posible. Es por ello que la corriente anexionista gana rápidamente terreno entre los criollos más influyentes.

En este contexto, no es difícil comprender por qué en el seno de la élite criolla surge entonces el Club de La Habana (1848), fundado por el abogado Manuel Rodríguez Mena, el ingeniero Domingo Goicuría Cabrera y el venezolano José Antonio Echevarría, al que se incorporan luego Miguel Aldama Alfonso (marqués de Santa Rosa del Río) y José Luis Alfonso, dos de los terratenientes más ricos de Cuba, así como Francisco de Frías y Jacott (conde de Pozos Dulces), el novelista Cirilo Villaverde (autor de la célebre novela Cecilia Valdés), el norteamericano John S. Thrasher (director del periódico El Faro Industrial), entre otras personalidades presentes en La Habana. Incluso colabora con el Club desde su exilio en París, Domingo del Monte Aponte, considerado como el mayor mecenas del mundo artístico habanero en ese entonces e implicado en la Conspiración de La Escalera, así como José Aniceto Iznaga Borrell y Gaspar Betancourt Cisneros «El Lugareño», ambos exiliados en Estados Unidos.

Nos hallamos entre dos tendencias antagónicas: una que desea la verdadera y definitiva independencia de Cuba y otra que solo ve en esta un peldaño necesario en aras de la futura anexión a Estados  Unidos. Entonces surge una nueva conspiración, que busca esta vez el apoyo directo de Washington para una eventual intervención militar. Se trata de la Conspiración de la Mina de la Rosa Cubana (1846-1848), encabezada por el venezolano Narciso López (1793- 1853), cuñado del conde de Pozos Dulces después de su casamiento con su hermana Dolores de Frías y Jacott. Una conspiración que toma el nombre de las minas que poseían estos aristócratas habaneros en la provincia central de Villaclara.

Una vez descubiertas las intenciones de Narciso López –las propias autoridades norteamericanas fueron quienes alertaron al gobierno colonial de su existencia– se procedió al arresto y condena a muerte de su principal cabecilla, quien logra escapar y viajar a Nueva York, en donde se incorporará a la célula de exiliados independistas en torno a la personalidad de Gaspar Betancourt Cisneros (1803-1866).

Es allí en donde radica desde 1849 la colonia más nutrida de exiliados en favor de la independencia, y forman parte de ella el propio Cirilo Villaverde, Gaspar Agramonte, Carlos Arteaga, Juan Andrés Iznaga Fernández de Lara, Pedro Iznaga Hernández, Miguel Teurbe-Tolón, el sacerdote Joaquín Valdés, Alonso Valdés, hasta sumar unas cuarenta personalidades. Dicho grupo publicaba su propio periódico: La Verdad (1848-1853), introducido clandestinamente en Cuba e impreso con los mismos rodillos de los que salía el New York Sun.

El exilio como antesala de la lucha libertaria

A mediados del siglo xix podemos distinguir dos corrientes divergentes de pensamiento en cuanto al destino deseado para la isla. Por un lado, están los ya mencionados anexionistas, que operaban fundamentalmente desde Nueva York; por otro, los reformistas que reivindican las reformas liberales como única salida al conflicto del monopolio ejercido por España en el comercio cubano. Esta última corriente estaba liderada por José Antonio Saco, exiliado ya en París, y quien, gracias a la ayuda financiera de Domingo del Monte, pudo publicar Ideas sobre la incorporación de Cuba en los Estados Unidos, un folleto en que refutaba la tesis del grupo de Nueva York, alegando que una eventual anexión al poderoso vecino del Norte implicaba para Cuba la pérdida de su identidad.

Intrépido y con muy pocas ganas de seguir esperando, Narciso López prepara entonces desde Nueva Orleans la primera invasión independentista de la historia cubana. Para llevarla a cabo reclutó entre los veteranos de la guerra de México a soldados norteamericanos dispuestos a involucrarse en un conflicto armado contra España a cambio de una paga. El 19 de mayo de 1850, a bordo del navío Criollo y junto a seiscientos ocho hombres, López desembarcó en el pueblo de Cárdenas, cerca de Matanzas. Más que una contienda exitosa, la acción tuvo un carácter muy simbólico. La bandera tricolor cubana con su estrella solitaria representando el sueño anexionista (y que paradójicamente fue adoptada por la Constitución de la República de 1902 como enseña nacional) ondeó entonces por primera vez en el suelo cubano. No obstante, los cardenenses no se mostraron particularmente entusiasmados con el proyecto invasor, sino que se mantuvieron como espectadores pasivos de la acción. Las autoridades españolas, advertidas de los planes fraguados por López, pudieron cortar a tiempo las líneas de comunicación ferroviaria entre Cárdenas y Matanzas. Los expedicionarios no tuvieron otra alternativa que retirarse y volver a Estados Unidos a la espera de mejor oportunidad.

De este periodo data también el primer alzamiento en la isla. Lo dirigió Joaquín de Agüero y Agüero, rico criollo perteneciente a una de las familias fundadoras de la colonia establecidas en la ciudad de Puerto Príncipe (actual Camagüey) y estalló el 4 de agosto de 1851, en Loma de San Carlos, partido de Cascorro. Agüero, quien había dado ya la libertad en 1843 a sus ocho esclavos y fundado la Sociedad Libertadora de Puerto Príncipe en 1850, puso sobre aviso, por este gesto poco corriente a la época, a las autoridades españolas que comenzaron a vigilar sus movimientos. Gonzalo Roig, destacado músico cubano, atribuye a Agüero la letra del primer Himno patriótico (1851), del que solo tenemos referencias literarias. En cuanto al alzamiento, fue inmediatamente reprimido y sofocado, aunque Agüero pudo escapar junto a cuarenta y tres de sus hombres y proclamar la independencia simbólica de Cuba en la hacienda de San Francisco de Jucaral.

Se dice que su esposa y prima hermana, Ana Josefa Agüero Perdomo, deseando que la bandera cubana fuese bendecida por un sacerdote de la villa, cometió la indiscreción de revelar las intenciones de los insurgentes y el sitio en que se escondían. El cura, violando el secreto de confesión, informó     a las autoridades españolas que pudieron, de este modo, arrestar a Agüero y condenarlo a muerte junto a José Tomás Betancourt Zayas, Fernando de Zayas Cisneros y Miguel Benavides Pardo, así como deportar a otros insurrectos, entre los que se encontraban Salvador Cisneros Betancourt (marqués de Santa Lucía), Fernando Betancourt, José Ramón Betancourt, Francisco de Quesada, Manuel de Jesús Arango y Serapio Recio.

Era una época convulsa. Un segundo intento de desembarco por parte de Narciso López, esta vez en la playa del Morrillo, Bahía Honda, al oeste de La Habana, tuvo lugar el 3 de agosto de 1851 a bordo del barco El Pampero. Inferiores en número de hombres y armas, los expedicionarios, tras una primera victoria en el poblado de Las Pozas, tuvieron que replegarse hacia la sierra del Rosario, en donde fueron dispersados y capturados. A López se le condenó a morir mediante garrote vil en la explanada del castillo habanero de La Punta, una condena reservada exclusivamente a personas vulgares. Y numerosos expedicionarios que trataron de alcanzar las costas meridionales de Estados Unidos también fueron capturados y conducidos a la capital cubana en donde fueron fusilados.

La noticia de este trágico desenlace corrió como pólvora en Nueva Orleans, ciudad en que la población destruyó el consulado español para vengar a sus compatriotas. Otras conspiraciones abortadas caracterizan a este periodo que antecede a la primera guerra de independencia o Guerra de los Diez Años (1868-1878). Entre tanto, el exilio seguía recibiendo a hombres y mujeres dispuestos a sacrificarlo todo en aras de la independencia. Una de las más importantes, por su magnitud y composición heterogénea, conocida como Conspiración de Vueltabajo (1851-1852), incluyó a artesanos, obreros, abogados y nobles, e incluso a mujeres. Los conspiradores se mantenían informados a través del periódico clandestino La Voz del Pueblo, publicado por el tipógrafo de la localidad habanera de Regla, Eduardo Facciolo, quien, una vez descubierto, fue delatado, procesado y engarrotado, convirtiéndose así en el primer mártir del periodismo cubano. Algunos conjurados como Juan Bellido de Luna, Porfirio Valente, Francisco Estrampes Gómez y el mencionado conde de Pozos Dulces, logran exiliarse antes de ser juzgados.

Lejos de la isla, en Nueva York, los anexionistas fundan en 1852, en el Apolo Hall de la avenida Broadway, la Junta Cubana. La lideran Gaspar Betancourt Cisneros, Manuel de Jesús Arango, Porfirio Valente, José Elías Hernández y Domingo Goicuría Cabrera. Su enlace en la capital cubana era el periodista catalán Ramón Pintó Llinás (1803-1855), fundador del Liceo de La Habana y director del periódico Diario de la Marina, fusilado más tarde durante el segundo mandato del capitán general José Gutiérrez de la Concha.

Pero a pesar de las promesas realizadas por el gobierno de Estados Unidos, la Junta nunca logró obtener un compromiso de anexión por parte de Washington. En 1855, el anexionismo naufragaba, dejando el camino libre a los ideales reformistas de José Antonio Saco, Domingo del Monte y otros exiliados cubanos desde París.

Un movimiento literario muy contestatario

Es innegable el importante papel desempeñado en la independencia de la isla por los poetas cubanos. Hallamos sus voces tanto en las canciones patrióticas entonadas por los exiliados como en la propia literatura. Cuando la guerra contra España parecía inevitable, la poesía, hasta entonces desvinculada de todo tipo de compromiso político, se convierte en una herramienta indispensable para de mostrar los sentimientos hostiles de los criollos contra el poder.

Las autoridades coloniales censuraban toda forma de expresión que contuviera mensajes políticos, y los poetas, en respuesta, buscaban entonces la inspiración en los temas precolombinos. Este movimiento llamado «siboneyismo» (por el nombre de la etnia aborigen siboney que vivía en parte de la isla en el momento de la llegada de Cristóbal Colón), encontró en los pesares de los indios diezmados por los colonizadores y en las costumbres de este pueblo prácticamente extinguido, el pretexto ideal para disimular las ideas virulentas en contra de la metrópoli.

 Uno de los poetas más significativos del movimiento fue José Fornaris Luque (1827-1890), originario de la villa oriental de Bayamo, esencialmente poblada por los descendientes de los primeros conquistadores, y por esa razón, foco por excelencia de antagonismo al régimen. Además de un pasado de mucho arraigo en la formación de la nacionalidad, Bayamo había sido uno de los centros de contrabando más prósperos de Cuba, en donde los comerciantes se burlaban de las prohibiciones  impuestas por el monopolio. Los bayameses nunca dejaron de comerciar con los filibusteros y bucaneros europeos durante todos los siglos xvi  y xvii,  en detrimento de los intereses de España.

No ha de sorprendernos entonces que la Guerra de los Diez Años comenzase años más tarde en el territorio de esta villa, ni que los bayameses prefirieran incendiar sus casas, un 12 de enero de 1869, antes de entregar la ciudad al ejército español, hecho histórico del que aún se muestran orgullosos. Finalmente, Bayamo también fue el marco en que se desarrolló la acción de la pretendida primera obra literaria cubana, es decir, del largo poema épico Espejo de paciencia, escrito por el canario Silvestre de Balboa (1563-1649), en 1608. En él se cuenta la hazaña del negro esclavo Salvador Golomón que vence en justa lid al corsario francés Gilberto Girón, quien había secuestrado al obispo Juan de las Cabezas y Altamirano, por cuyo rescate pedía una suma desorbitante.

En 1855, Fornaris publica su poemario Cantos del siboney. A pesar de la poca tradición literaria del país, el libro tiene mucho éxito y se realizan cinco tiradas, una cifra elocuente para la época y que llama la atención del capitán general José Gutiérrez de la Concha, quien no tardó en escribirle al autor para comunicarle que si quería seguir escribiendo sobre los siboneyes lo mejor sería que lo hiciese desde Estados Unidos: «Nosotros somos españoles, no indios. ¿Me ha entendido? ¡Españoles!», le comunicó. Fornaris es también autor de La bayamesa, una de las canciones más conocidas del repertorio cubano, que escribió en 1848 junto al patriota Carlos Manuel de Céspedes del Castillo y el compositor Francisco Castillo Moreno.

Un año más tarde, en 1856, otro poeta del siboneyismo, Juan Cristóbal Nápoles Fajardo (1829- ¿1862?), conocido como «El Cucalambé», escribe Rumores del Hórmigo, inspirado en el río de Las Tunas, su villa natal. Bardo también del pasado precolombino, incluyó en su poemario los poemas Hatuey y Guarina –el primero, un cacique rebelde de Guhabá, condenado a la hoguera y quemado vivo en el pueblo de Yara, no lejos de Bayamo, al principio de la conquista de la isla–; El cacique de Maniabón –región del Oriente norte de la isla que corresponde a los territorios actuales de Banes, Gibara y Tacajó– y Los indios de la Cueiba, entre otros poemas evocadores de Cuba precolombina.

Al mismo tiempo se desarrolla entonces otra corriente poética cuyo objetivo era denunciar la situación política cubana, camuflándola con loas a la naturaleza de la isla. Se trata del «criollismo», cultivado por Domingo del Monte (1804-1853), José Jacinto Milanés (1814-1863), Ramón de la Palma (1812-1860), Joaquín Lorenzo Luaces (1826-1867), Ramón Vélez Herrera (1809-1886) y Francisco Pobeda Armenteros (1796-1881). De este último, los siguientes versos del poema A Cuba ilustran perfectamente la tendencia del grupo:

«Yo, ni pretendo favores, / ni esclavizo mis palabras: / canto a Cuba, por ser Cuba / mi dulce y querida patria […]».

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