Cuando las guerras duran demasiado

Por Félix Fojo

                               «La manera más rápida de finalizar una guerra, es perderla»

                                                                                                    George Orwell

La guerra, la violencia, la agresión, el conflicto armado —y arma puede ser cualquier cosa, una piedra, una estrella amarilla, una tarifa, un AR-15 o un tweet— activo o latente, como manifestación de la conducta humana, es permanente, cuasi infinito, pero las guerras, como entidades históricas aisladas, definidas en tiempo y espacio, siempre tienen, hasta hoy, un comienzo y un fin.

Principios y finales bélicos que son a veces clarísimos y otras tienden a la ambigüedad o la confusión. Sobre todo los cierres, las conclusiones de esas lides, que lejos de traer la paz, se vuelven treguas, intermedios más o menos pacíficos hasta el comienzo de la siguiente contienda armada e incluso el germen de esta. Conclusiones formales que cumplen cabalmente aquello de que todo el mundo sabe, es un decir, «como comienza una guerra, pero nadie sabe cómo va a terminar».

Aceptando esas afirmaciones como hechos incuestionables, basta hojear un libro de historia o sobre la prehistoria, repasemos entonces los espacios temporales, las cápsulas de tiempo de algunas de esas conflagraciones con la idea, discutida hoy por los estrategas y politólogos de todo el mundo, de averiguar si el desmesurado crecimiento de la tecnología militar tiende a acortarlas o, por el contrario, y contra todo pronóstico, a hacerlas más largas, más larvadas, a cronificarlas.

Tracemos, primero que todo, límites de tiempo por arriba y por debajo.

Es probable que la guerra de 335 años de duración (1631-1986), casi tres siglos y medio, entre los Países Bajos y las islas Sorlinga, Isles of Solly para sus escasos habitantes, unos islotes de 16.33 kms2 ubicados en pleno Océano Atlántico, al suroeste de la isla grande, Gran Bretaña, haya sido la contienda más larga, y paradójicamente la más inocua —ni una sola baja— que se haya documentado debidamente en la historia bélica humana.

Y ese evento casi desconocido fue un enfrentamiento como idealmente deberían ser todos, de inofensivos insultos, de rimbombantes comunicados y de papeles mojados en los primeros años de la contienda. Y luego silencio. Es más, el largo tiempo transcurrido entre la declaración de guerra y la firma de la paz fue producto de una omisión, de un olvido, precisamente el de firmar esa paz por las partes beligerantes. Y todo esto no pasa de ser una anécdota, pero las otras guerras, las de verdad, lamentablemente, no suelen ser así.

Nota: No traemos aquí el ejemplo de la denominada Reconquista Española (circa 722-1492), considerado por algunos autores como la guerra más larga de la historia, porque en realidad fue un proceso evolutivo caracterizado por guerras parciales, conflictos entre diversos reinos, períodos de relativa paz, alianzas y componendas políticas más que una guerra declarada y definida.

La más corta, con declaración de guerra incluida, lo que le da formalidad y la convierte en una cruzada militar reconocida, fue asimétrica, abusiva y terrible.

Ocurrió en la calurosa mañana del 27 de agosto de 1896 entre fuerzas navales, artilleras y de desembarco del Reino Unido, por un lado, y el gobierno del sultán de la isla de Zanzíbar Khalid ibn Barghash y sus hombres (y mujeres y niños) por el otro. Las cifras de tiempo de duración de la contienda varían, pero oscilan siempre entre 36 y 45 minutos. Los libros de bitácora de los barcos de guerra británicos que participaron en el bombardeo del palacio del sultán, que son las fuentes escritas más confiables, señalan las nueve de la mañana en punto —en un caso las 09.02— como hora de comienzo de las hostilidades y el final de estas se ubica entre las 09.36 y las 09.45.

Las discrepancias vienen por el tiempo en que cesó del todo el endeble, casi inexistente en realidad, fuego defensivo zansibariano y la caída, arrancada por una bala de cañón británica, de la bandera del sultanato. Los atacantes ingleses tuvieron una sola baja, un marinero herido leve en una pierna. Los defensores tuvieron alrededor de 500 muertos —las cifras reales se desconocen— y más de un millar de heridos, además de la destrucción completa del palacio de gobierno y de algunas otras viviendas capitalinas. Por eso dije que esta «guerrita» fue, además de asimétrica y abusadora, terrible. Ah, y la ganaron, ni que decirlo, los británicos. Que lo de pérfida Albión viene por algo.

Los dos ejemplos anteriores son extremos históricos, eventos anecdóticos y singulares, de ninguna manera buenas guías para el análisis politológico. Pero la razón para incluirlas en este ensayo tiene que ver con la opinión, cada vez más extendida, de que las guerras actuales, como ya señalamos antes, a pesar del devastador y cada vez más letal armamento con que cuentan los ejércitos —quién duda que la guerra contra el sultán de Zanzíbar hubiera terminado mucho antes con un solo misil crucero— y de la extraordinariamente desarrollada tecnología militar actual, tienden a durar más y más.

¿Será eso cierto?

La respuesta es compleja y nos parece acertada, como una propuesta para explicar los cambios que han ocurrido en las contiendas bélicas durante la segunda mitad del siglo XX y la primera parte del XXI, la denominada «Metáfora del Camaleón», expuesta por el politólogo alemán y profesor de teoría política de la Universidad Humboldt de Berlín, Herfried Munkler, en su libro The New Wars (no conocemos traducción al español).

La tesis de Munkler es muy fácil de comprender, todos sabemos cómo se comportan los camaleones, aunque de ella se desprendan una buena cantidad de variaciones tácticas y estratégicas (conflictos asimétricos, combatientes proxis o delegados, ejércitos privados, «network wars», guerras continúas o indefinidas, «luchas pacíficas, pero con violencia», micro guerras, enfrentamientos identitarios, batallas miméticas, guerras híbridas, etc.) que hacen bastante más complejo el asunto. Todo se resume en que: las guerras han cambiado su apariencia, su look, su virulencia (a veces para peor), la forma fenoménica de la violencia que generan, pero su esencia sigue siendo la misma, la política y la economía como una dupla tan estrechamente interconectada que no hay manera de separar.

Como escribió hace casi doscientos años el militar e historiador prusiano Carl Von Clausewitz en su fundamental volumen De la Guerra. Y lo escribió con estas palabras que posteriormente han sido muy simplificadas:

La guerra no es simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de las relaciones políticas, una gestión de estas con otros medios. La guerra no es sino la continuación de las transacciones políticas, llevando consigo la mezcla de otros medios. Decimos la mezcla de otros medios, para indicar que este comercio político no termina por la intervención de la guerra.

Que en ese aspecto fundamental nada ha cambiado. Pero en otros sí.

Mary Henrietta Kaldor, profesora de gobernanza global de la London School of Economics y reconocida analista política describe así el cambio de un paradigma al otro:

Las viejas guerras tenían como principales actores o agentes de la violencia los estados y los ejércitos –unidades jerárquicas verticalmente organizadas. Sus objetivos eran ideológicos y geopolíticos. Los métodos de guerra utilizados pasaban por la captura de territorio a través de medios militares, es decir, la esfera pública era el escenario de la violencia –las batallas constituían los encuentros decisivos de las viejas guerras. La economía de guerra, en particular en la Primera y Segunda Guerras Mundiales era una economía de movilización, centralizada y totalizadora.

Y continúa explicando la analista:

En las nuevas guerras los principales actores o protagonistas de la violencia difícilmente se distinguen de la población civil y envuelven una gran diversidad de grupos, unidades paramilitares, señores de la guerra locales, facciones locales, grupos de mercenarios, fuerzas de la policía pero también ejércitos regulares, incluyendo unidades disidentes de ejércitos regulares. Estas unidades de combate se caracterizan por el uso alargado de armas pequeñas y livianas (que son más fáciles de transportar, más precisas y pueden ser utilizadas por soldados sin formación especial), por el recurso a nuevas tecnologías (como teléfonos móviles e internet), recurren a nuevos métodos para obtener el control político, la creación y manutención de un clima de odio, miedo e inseguridad.

Muy bien, muy interesante y acertada la observación de la doctora Mary Kaldor. Pero si las grandes potencias y unas cuántas no tan grandes tienen hoy medios nucleares y otras armas de destrucción masiva capaces, se supone, de arrodillar o destruir a gobiernos y naciones contendientes. Armas que no existían en las guerras clásicas anteriores, justo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

¿Cómo es posible entonces que los conflictos bélicos actuales puedan alargarse más y más en el tiempo y hacerse más larvados? ¿Cómo es que el conflicto israelí-palestino va para 75 años, la guerra contra los talibanes, contando el descalabro ruso, va para cuatro décadas y la guerra iraquí no parece tener un final definido?

La respuesta podría estar (aunque no únicamente) en tres factores que con el tiempo se han ido haciendo cada vez más evidentes:

  1. El primero tiene que ver precisamente con esas armas nucleares y de destrucción masiva que se han ido extendiendo. En la guerra clásica, al viejo estilo de los ejércitos convencionales, la posibilidad de empleo de esas armas es altísima, lo que pondría a ambos (o más) contendientes, y a muchos que no lo son, en una situación de posible irreversibilidad biológica. Eso lleva, que remedio, a los irritantes compases de espera, las operaciones proxis, las de baja intensidad, las basadas en ataques de redes y otras formas que tienden a eternizar el evento militar. El muy actual problema de Estados Unidos, Corea del Sur y Japón contra Corea del Norte, un país de ínfimos recursos económicos pero con explosivos nucleares probados y medios portadores, también probados, pone esto muy claramente de manifiesto. Que el país más pequeño poseyera, o aceptara armas nucleares en su territorio, fue, en 1962, una forma de acercarse irremisiblemente al abismo. Poseerlas hoy puede ser quizás, y solo quizás, una forma de alejarse de él.

NOTA: Cuidado, mucho cuidado con el Irán de los ayatolas y algunos otros que se embullen, o que sean empujados por políticas poco inteligentes, a participar de este juego sin ganadores.

  • La evolución tecnológica tiende a igualar a los combatientes en la tierra, en el ground, como dicen los norteamericanos, independientemente de la calidad del armamento y de la organización de las tropas. Eso comenzó a verse con objetividad durante la guerra de Viet Nam y luego con mucha más claridad en Afganistán, tanto por los soviéticos como por los norteamericanos. Las tecnologías simples están de parte de los más atrasados militarmente. Los explosivos de carretera, las roadside bombs, por ejemplo, armas rudimentarias fabricadas con desechos (y no tanto porque el bronce caliente fue un aporte iraní devastador) resultó extraordinariamente útil, como medio militar, psicológico y de propaganda, para la resistencia iraquí.
  • Las redes sociales, internet y los medios masivos de comunicación juegan en contra de los combatientes que no pueden darse el lujo de tener, debido a la presión de la opinión pública de sus países, grandes cantidades de bajas. A quien NO le importen las bajas, tanto las de combatientes como las de civiles —que muchas veces son sinónimas—, juega con un importantísimo as en la manga. Esto último puede parecernos cruel y de un cinismo feroz pero es una verdad como un templo. Estaría por verse si un millón de bajas, por decir una cifra redonda, sería equivalente a una derrota para el gobierno de Corea del Norte. Pudiera convertirse incluso en una victoria mediática si son en su mayoría bajas colaterales (una forma amable de llamar a los civiles). Pero un millón de bajas en Corea del Sur (y si se incluyen unos pocos miles de soldados norteamericanos, ni hablar) sería una catástrofe, mediática y económica, colosal. Recomiendo la lectura de la obra “Armagedón”, del historiador inglés Max Hastings (la traducción española es de la Editorial Crítica), donde se aborda exhaustivamente este problema desde la perspectiva de la Segunda Guerra Mundial.

Podríamos resumir todo lo anterior de esta forma. Nunca los ejércitos convencionales han sido más poderosos que hoy. El ejército israelita, por poner de ejemplo un país pequeño en territorio y población, es infinitamente más poderoso hoy que el inmenso ejército francés derrotado en los inicios de la Segunda Guerra Mundial. Pero al mismo tiempo podemos afirmar que los grupos armados no convencionales, como Hezbola, un proxi iraní, por ejemplo, nunca han sido más poderosos que hoy, siempre y cuando jueguen en su terreno y con sus reglas.

No es que las guerras sean más largas hoy, el problema es que cada vez resulta más difícil destruir completamente al enemigo, sea este el que sea, y lograr de él la rendición. Hiroshima y Nagasaki parecieron, por un breve tiempo, el punto final de todas las guerras.

Craso, craso error.

felixfojo@gmail.com

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