Crónica dominguera (segunda sección vespertina) Feria del Libro de Miami

Por Rogelio García

Ahí estaba yo, arrastrando mi cansancio como un peso invisible después de sobrevivir a la primera sesión vespertina de la presentación de libros en la feria de Miami. Mis ojos, más secos que el desierto, pedían a gritos una pausa, y mi espalda estaba más encorvada que la moral de un político en campaña. Me acerqué a mi amigo, ese entusiasta incorregible que siempre encuentra energía en lugares donde yo solo veo la posibilidad de una siesta reparadora.

Le dije que ya me iba a casa, pero él, con esa terquedad que solo los amigos poseen, insistía en participar en la última presentación del día. ¿La última? Pensé, más valdría que fuera la mejor. Accedí a regañadientes, como quien acepta un dulce sabiendo que está a punto de perder una muela.

Finalmente, llegamos a la presentación. El último acto de esta odisea literaria que había comenzado con la promesa de descubrir joyas literarias y terminó siendo una maratón de autores desconocidos con historias más confusas que un chisme de vecindario.

El presentador, un entusiasta digno de un Oscar por su capacidad para mantener el ánimo en circunstancias desesperadas, anunció la crónica de la Pequeña Habana. ¡Ah, sí, la Pequeña Habana! Mi interés se encendió momentáneamente, como una vela titilante en una ráfaga de viento.

El autor, un individuo que parecía más interesado en su propio peinado que en su obra, comenzó a hablar sobre las maravillas de la Pequeña Habana. Hablaba de crónicas que retrataban la vida en sus calles como si fueran los pasillos de un paraíso terrenal, pero yo no podía evitar preguntarme si hablaba de la misma Pequeña Habana que yo conocía, con sus olores a fritanga y sus rincones donde la decadencia baila un tango con la nostalgia.

Mientras el autor se perdía en sus propias metáforas, mi mente divagaba. ¿Estaría escribiendo sobre la misma Pequeña Habana que huele a café quemado y a cigarros baratos? ¿O acaso había descubierto un rincón secreto donde los flamencos bailan salsa y los mendigos recitan poesía?

En medio de mi escepticismo, mi amigo miraba al autor como si estuviera presenciando la revelación de los secretos del universo. «Debe ser una experiencia única», pensé, preguntándome si debía confiar en mis propios recuerdos o dejarme llevar por la exaltación del autor.

Y así, entre la ironía de la situación y la curiosidad por descubrir qué maravillas escondía la Pequeña Habana según este visionario escritor, me quedé, agotado pero expectante, esperando que las crónicas revelaran si realmente vivimos en el mismo planeta o si este autor tenía un pasaporte a una dimensión literaria desconocida.

Ah, el libro de las crónicas de la pequeña Habana, una obra maestra de la literatura en miniatura, donde cada palabra es como un píxel en el cuadro de la desilusión. Me sumergí en sus páginas con la esperanza de encontrarme con cuentos excepcionales, pero oh, qué error fue subestimar la capacidad del autor para transformar lo interesante en un aburrimiento épico.

El autor, con su pluma afilada como una cucharita de postre, nos lleva de paseo por la pequeña Habana como si fuera el descubrimiento del siglo. Se mudó allí, y de repente, la literatura lo eligió a él. Sí, como si la literatura tuviera un radar especial para localizar a los elegidos en los barrios menos pensados. Debe ser un superpoder literario, porque yo, pobre mortal, aún estoy esperando a que la literatura me elija en mi tienda de conveniencia local.

El autor, en lugar de deleitarnos con historias intrigantes, opta por el enfoque triangular de los microrelatos en el triángulo de las Bermudas. Desaparecen tan rápidamente como la paciencia de un estudiante en una clase aburrida. ¿Metáforas? ¿Imágenes? ¿Giros lingüísticos? ¡Para qué molestarse con esas bagatelas literarias! El autor ha descubierto el arte de la concisión extrema, donde cada palabra cuenta, o al menos eso intenta convencernos.

Mi amigo, incrédulo ante la genialidad de este «Maestro del lápiz corto y la hoja chica», me susurra al oído: «Es un redentor literario, un mesías de la brevedad». Ah, sí, el Salvador de las palabras cortas y las historias efímeras. Supongo que la pequeña Habana ahora es el epicentro de la revolución literaria, y todos somos testigos privilegiados de este fenómeno de proporciones cósmicas. ¿Quién necesita literatura universal cuando se puede tener la pequeña Habana en versión de bolsillo?

Me erguí con la gracia de un flamenco desentrenado, saludando al público con la elegancia de un pingüino en una pista de hielo. Un gesto teatral que desencadenó miradas perplejas, como si estuviera interpretando una versión bizarra de la escena final de una película épica.

Noté al autor, con una expresión que gritaba «yo no tengo nada que ver con este espectáculo circense». Le dediqué un guiño, un intento de complicidad que solo logró acentuar su expresión de desconcierto. Parecía preguntarse si, de alguna manera, había perdido una apuesta y se encontraba ahora atrapado en medio de mi performance literaria.

Con el libro en mano, como si fuera un escudo protector contra la incredulidad que se respiraba en la sala, lo invertí para descubrir el reverso. Y ahí estaba, ante mis ojos, como un descubrimiento arqueológico en una biblioteca olvidada: bajo el manto de la epifanía literaria. O al menos, eso pensé mientras trataba de darle un toque trascendental a la situación.

La noche ya había caído, como si el cosmos mismo hubiera decidido oscurecer el escenario para darle un toque más dramático aquella revelación literaria. O tal vez solo era el resultado de que el evento se había extendido más allá de cualquier horario razonable.

Así que, en medio de la penumbra, proseguí con mi narración, consciente de que mi público probablemente se preguntaba si aquello era una genialidad literaria o simplemente una excusa para evitar pagar la factura de la luz.

Pero, como cualquier narrador irónico que se precie, preferí dejar esa pregunta en el aire, suspendida entre las palabras y las miradas incrédulas, saboreando el misterio de una epifanía literaria que solo yo parecía entender. Y así, entre guiños y reversos de libros, un acto que bien podría haberse titulado «La epifanía nocturna de un escritor en apuros».

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