Por Rogelio García
Ah, el maravilloso festival de la literatura en Kiokos, ¡una maravilla para los amantes de la lectura y los atascos callejeros! Era un espléndido día en el que la multitud se movía como si estuvieran coreografiando una danza de «¡Vamos, esquiva al turista despistado!».
Salimos de esa isla libresca, con las manos llenas de libros como si fuéramos cargadores ambulantes. Mi compañero se transformó en Usain Bolt y, con gran énfasis, me soltó un «¡Corre, que el libro aclamado en las redes sociales está a punto de revelarse en Playa Albina!». Señaló con vehemencia hacia mis manos y exclamó con entusiasmo «¡Ese, justo, ese, amigo mío, ese es el elegido!». Mis expectativas alcanzaron niveles estratosféricos.
En el edificio 8, en la misma guarida mañanera, una multitud se agolpaba para escuchar hablar a esta joya literaria. ¿Quién sabía que un libro pudiese atraer a más gente que el mismísimo anuncio de un buffet libre de tacos? ¡Qué espectáculo tan sublime, espero no desmayarme de la emoción ante tal derroche de cultura selecta!
Ah, sí, el gran momento ha llegado. La presentación de ese magnífico opus literario, ese libro que tiene a los asistentes murmurando sobre si realmente es una obra maestra o simplemente una broma de mal gusto. Claro, la autora está ahí, imperturbable, mientras su creación reposa sobre la mesa del panel con un título tan sutil y delicado que seguro hará que los clásicos se retuerzan en sus tumbas.
¡Oh, qué maravilla de minimalismo! Un «¡Cabrón!», tan simple, tan directo, como si el autor hubiera decidido ahorrarse las molestias de buscar un título que tenga sentido o, Dios no lo permita, un mínimo de elegancia. Pero no, eso sería demasiado convencional, y aquí estamos para romper moldes literarios, ¿verdad?
Y, claro, cómo no emocionarse ante la perspectiva de derribar la tendencia kis de la literatura local. ¡Porque eso es exactamente lo que necesitábamos en nuestras vidas! Olvidémonos de la sofisticación, la profundidad y la sutileza, y abracemos el cabrón minimalismo como el faro que iluminará nuestro camino literario.
¿Qué maravillas nos aguardan entre las páginas de ese libro? ¿Acaso una revelación tan impactante que cambiará la percepción de la realidad para siempre? ¿O simplemente una sucesión de palabras lanzadas al azar con la esperanza de que algo tenga sentido al final? La intriga me consume, pero la autora está ahí, impávida, como si ya supiera que estamos a punto de presenciar la revolución literaria del siglo.
Y así, inquieto, espero ansioso que comience la función. Porque, quién sabe, tal vez después de esta experiencia, el minimalismo descarado y el uso del lenguaje más básico posible se conviertan en la norma, y todos nosotros nos arrepintamos de haber subestimado a ese ¡Cabrón! libro. ¡Bravo por la vanguardia literaria local!
Ah, qué emocionante hallazgo, sostener en mis manos semejante obra maestra literaria. La portada, tan sutil y delicada, con un ojo que me observa con la misma indiferencia con la que yo miro a mi gato mientras se lame las patas. Claro, el misterio se cierne sobre esas 60 páginas, un número tan modesto que hasta el señor del kiosko me lo daría de propina si le pidiera un chicle.
Este librito, más pequeño que mis expectativas sobre el mundo de la autoayuda, promete ser la culminación de la maestría literaria. ¡Oh, cómo ansío sumergirme en esas cápsulas de genialidad, como si fueran pastillas para el alma escritas por el mismísimo Shakespeare después de un par de copas!
La autora, en un acto de modestia que le hace honor, llamó a silencio. ¡Qué original! Supongo que para que todos pudiéramos apreciar la magnitud de su grandiosidad sin que nadie osara interrumpirla con aplausos o exclamaciones de asombro.
Y así, con la expectación elevada al nivel de un globo aerostático estratosférico, comenzó la presentación del contenido. Rogaba internamente que no fuera como esas cajas de cereal que prometen juguetes sorpresa y solo encuentras migajas de sueños rotos. Después de todo, si un «maestro» de la «literatura» lo había catalogado como relatos jamás escritos en Playa Albina, ¿quién soy yo para cuestionar semejante veredicto? ¡Ah, la literatura, ese terreno sagrado donde incluso las faltas de ortografía son señales de profundidad intelectual!
Ah, la presentación literaria, ese ritual en el que los autores se reúnen para demostrar su maestría en el arte de aburrir y confundir al público. La autora, con su lectura monótona y su habilidad para convertir las palabras en somníferos, nos guió por un viaje hacia la confusión más absoluta. ¿Por qué, oh por qué, las presentaciones son para leer los libros? No lo sabemos, pero al menos esta vez nos sirvió para entender de qué se trataban esos relatos minimalistas.
Minimalismo, la tendencia literaria de moda, donde menos es más, o al menos eso dicen. Relatos contra el gran relato, relatos postmodernos que probablemente ni los propios autores entienden del todo. Relatos que con un hachazo intentan decirlo todo, aunque al final no digan absolutamente nada. ¿De qué trataban esos cuentos? Buena pregunta. Nadie lo sabe, porque de repente todo se esfumó en un suspenso arbitrario, como si los autores hubieran decidido jugar al escondite con el sentido de la narrativa.
Ah, pero aquí está el problema de fondo con estos escritores de la vanguardia de la brevedad. Nunca calculan el fin, nunca sospechan de los pobres lectores que quedan atrapados en el laberinto de sus frases inconclusas. Son como buitres, pero no de sus propias creaciones, más bien de la paciencia y la cordura de quienes se aventuran a leer sus obras. Me levanté de la silla con la sensación de haber sido sometido a un experimento literario perverso.
Clase joyitas nos han metido por el orto, sin lubricante literario, directo y sin contemplaciones. Pero bueno, al menos ahora tengo una excusa perfecta para evitar futuras presentaciones de autores vanguardistas. La próxima vez, creo que preferiré enfrentarme a una colonoscopia sin anestesia.