Por José Hugo Fernández
La sencillez suele ser peligrosa para los poetas. Lo acuñó Aram Saroyan, quien ha conquistado la celebridad con su Poesía mínima, labrada a golpe de poemas que a veces contienen una sola palabra. No es el primero que acierta al complejizar hasta tales extremos lo sencillo. Y supongo que tampoco será el último, incluso en nuestros tiempos, cuando proliferan los versificadores medianos que lucran agazapados tras la sombra del haiku, consiguiendo de paso que sea el poeta el que resulta peligroso para la sencillez.
De cualquier manera, es verdad que algo de emboscada subyace en lo sencillo, propenso a sustentar el equívoco entre quienes buscan la limpidez poética mediante la mera simplificación del lenguaje y no en su intensidad esencial una vez libre de elementos superfluos.
Tal vez por ello no hemos tenido suerte con algunos de nuestros actuales urdidores del haiku, floripondios que sueñan con ser flor del cerezo. En cambio, sí la tenemos con otros que asumen la sencillez como recurso auténticamente creativo y como conducto para transparentar emociones, sentimientos, cavilaciones… aun los más complejos e insondables.
Pongo por caso los poemas que escribiera José Antonio Lago para su último libro, El brazo al infinito, publicado por Ediciones Exodus. Son piezas breves y macizas como el corindón, pero a la vez singularmente dúctiles y alumbradoras. Con ellas el poeta debió proponerse espulgar a partes iguales las causas de su incomodidad con la existencia y el lenguaje con que las recrea. Sentimental y vitriólico en curiosa mezcla, Lago va desmenuzando las desgarradoras contradicciones de su firmamento humano, pero sin pasar por alto la belleza y los misterios que le sostienen, otorgándole amable distinción:
A tientas:
el
hombre
sólo
distingue,
en
el
espejo,
la
arruga
de
la
luz.
Diverso al enfocar disconformidades, orgánico por el modo en que las disecciona, tal parece que el autor de El brazo al infinito vomita sus entrañas en cada verso. Sin embargo, todos los de este poemario son ejemplo de una muy trabajada estilización. Es poesía que fluye, puntual, exacta, goteando perlas, en un tono desprovisto de melindres retóricos y que combina sagazmente la idiosincrasia común con los centelleos del intelecto.
…como la angustia
de una cuchara olvidada
que no ha podido meter,
siquiera,
la punta de su nariz
en la sopa…
La angustia (no de la cuchara, sino del poeta) es precisamente una de las dos constantes básicas del libro. Esa mirada desencantada, que abarca todos los matices de lo que llamamos realidad. Ese empeño por exprimir la escritura para dejar en cueros la visión de un hombre que no acepta las barreras de su historicidad, pero tampoco encuentra (ni siquiera busca) vías para remontarlas. Esa porfiada desnudez, ese despojamiento, no podrían ser sino claves para la articulación de una desesperanza sin paliativos. Ocurre, no obstante, que la lucidez del poeta no está, no podría estar, menos enraizada que su angustia. Y esto le conduce a una actitud muy parecida a la del perro de una de sus piezas:
Un perro abandonado
ladra
a la luna.
Tal vez, intuye
que en ese círculo
se esconde el hueso
de su salvación.
La otra constante básica en este poemario es la ironía, prueba de la confianza del autor en el poder de las palabras y de su tenacidad en la procura de un estilo personal. En cada poema, lo sarcástico, la guasa, el guiño, actúan ante todo como vehículos para sortear el efectismo sentimental. Me parece obvio que la potencia irónica de José A. Lago (signo de su inteligencia) salvan a El brazo al infinito de ser un libro inconsolablemente triste.
Ayer,
estuve escribiendo un poema
al estilo de Lezama.
Lo fui cuajando de metáforas,
quería algo impenetrable.
Por suerte, desistí
un poco antes de llegar a la mitad:
cuando su hambre
me empujaba hacia el diccionario.
Entonces, pensé
que lo más fiable
era seguir pareciéndome
a mí mismo.
Y no solamente lo más fiable. También es el camino más sólido, aunque no el más fácil, para seguir las coordenadas de un estilo propio, hasta donde algo pueda ser propio en estos días en los que ya casi nada lo es. Pero, en fin, un brillante ejercicio poético capaz de dispensarnos versos de apariencia tan sencilla, pero en los cuales (tal como sentencia del gran poeta canario Antonio Arroyo) anida toda la memoria literaria de la humanidad.
Miami, marzo de 2023.
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