Por KuKalambé
Viajar en tren no es solo una cuestión de llegar del punto A al punto B. Es una experiencia que puede, si se observa de cerca, convertirse en un microcosmos de la vida misma: improvisación, adaptación y astucia son necesarias para sortear los obstáculos. Mi travesía de Santiago de Cuba a Guantánamo en 1999 no fue la excepción. Ese tren, más que un medio de transporte, se convirtió en una odisea, un espejo de los grandes relatos de aventuras.
Odiseo, el héroe de Homero, es el símbolo de esta capacidad humana para enfrentarse a lo inesperado. No por casualidad se le llama polymetis, un término que encapsula la esencia de la astucia y el ingenio. En griego antiguo, metis no solo es inteligencia; es la capacidad de torcer el destino con astucia y habilidad, es el arte de la simulación y la trampa. Es lo que hace de Odiseo un maestro de la adaptación, un estratega capaz de salir indemne de los laberintos más complejos.
Atenea, nacida de un parto cerebral tras el golpe de Hefesto a la cabeza de Zeus, personifica esta sabiduría pura, esta metis que Zeus intentó contener y que, al final, no pudo evitar. Atenea no es simplemente la hija de Zeus, es la voz de la razón en el Olimpo, la que en más de una ocasión debía recordar a su padre que la inteligencia, como los ríos, no se puede detener.
Esta virtud, la de la disputa inteligente, floreció en la Grecia clásica y dio origen a lo que conocemos como sofística: un arte que, lejos de ser vilipendiado como hizo Platón, era la manifestación máxima de una sociedad organizada en torno al debate. La polis griega vivía del pluralismo, de la confrontación de ideas, donde cada ciudadano debía defender sus pretensiones de nobleza y excelencia en el ágora, el espacio público.
Lamentablemente, el eco de esa tradición parece haber desaparecido en muchos lugares. En lugar de una cultura de disputa sana, nos hemos sumergido en una cultura de la difamación, donde el juicio ya está sentenciado antes de que se haya iniciado el debate. La retórica, que alguna vez fue el arma más afilada del hombre sabio, ahora se utiliza para sofocar la discusión, no para iluminarla.
Uno de los grandes logros de Nietzsche fue el haber forzado a la filosofía académica a redescubrir la sofística, una tradición que, lejos de ser un mero capítulo menor en la historia del pensamiento, refleja la continuidad de la inteligencia práctica, esa que Odiseo personificó con su astucia y perseverancia en el retorno. En la antigua polis griega, el espíritu del héroe, que navegaba entre dioses, hombres y mares, reaparece en los rétores y abogados, quienes sorteaban los mares tumultuosos de las disputas humanas. El destino, que antes era un monstruo insalvable, se tornaba, en manos de estos nuevos odiseos urbanos, en un problema manejable, en una cuestión que podría resolverse con palabras afiladas y una mente flexible.
Cuando Homero llamaba polymetis a Odiseo, no describía solo a un hombre, sino a un arquetipo, a una forma de ser que encontraba en la astucia y la adaptabilidad su mayor virtud. El héroe clásico, lejos de encarnar la violencia o la fuerza bruta, desplegaba una inteligencia navegante, siempre atenta a las corrientes cambiantes de la vida. La mente odiseica no era abstracta ni teórica; era una mente que respondía a lo concreto, a lo inmediato, que sabía cuándo ajustar las velas para seguir adelante.
La añoranza del hogar, esa meta lejana, no era más que la manifestación más temprana de lo que más tarde se llamaría un «problema». Porque los problemas, como los entendemos hoy, no existían para los antiguos héroes. Solo cuando estos se convirtieron en ciudadanos que debatían en la polis, cuando el monstruo dejó de ser una amenaza y se transformó en un rival con el que negociar, surgieron los verdaderos problemas. En ese contexto, la inteligencia dejó de ser un recurso momentáneo y pasó a configurarse como una fuerza conceptual, capaz de abstraerse de la situación concreta y dar forma a ideas más universales.
Resolver problemas, disfrutar de la disputa intelectual, solo fue posible cuando la astucia de Odiseo evolucionó en la oratoria brillante que caracterizó a los abogados y políticos del apogeo helénico. En La Odisea, hay un episodio que ilustra de manera conmovedora esta transición, en la que la astucia del héroe se despliega con toda su fuerza narrativa. Me refiero a su llegada a la playa de los feacios, después de que una tormenta destruyera la balsa que había construido tras despedirse de la ninfa Calipso.
El naufragio casi lo consume, pero, exhausto, alcanza la costa y, tras días de luchar contra el furioso mar, se oculta bajo un seto y cae en un sueño profundo. Al día siguiente, Nausícaa, la hija del rey Alcínoo, acompañada de sus doncellas, acude a la playa a lavar ropa festiva y descubre al náufrago, deshecho por la tormenta. Homero describe la escena con una belleza cruda: Odiseo, desnudo y cubierto de sal, emerge ante las jóvenes, aterradas por su aspecto. Todas huyen, excepto Nausícaa, a quien Atenea había infundido valor y serenidad.
Es en este momento que la mente de Odiseo se enfrenta a una disyuntiva fatídica: arrojarse a los pies de la joven y suplicar, o mantenerse a distancia y ganarse su favor con halagos. Tras una breve reflexión, elige la segunda opción, reconociendo que cualquier contacto no deseado podría provocar su repudio. Y así, Odiseo pronuncia su discurso, que Homero describe como un «mito halagador». Desde una perspectiva retórica, este es el primer acto de defensa que se registra en suelo europeo, el nacimiento de un nuevo tipo de héroe, el héroe de las palabras, de la astucia discursiva.
El orador, desnudo y desamparado, se presenta ante el público más implacable: el corazón de una joven. Se alza sobre el estrado que su propia necesidad ha erigido y comienza su discurso con una humildad desesperada. “Señora,” dice, “me postro ante ti y te pregunto: ¿eres una diosa o una mujer mortal? Si eres una diosa, y resides en el vasto cielo junto a Artemisa, hija de Zeus, entonces tienes una comparación digna en belleza y grandeza. Pero si eres una mujer mortal, como las que viven en esta tierra, entonces merece alabanza tu padre, tu madre y tus hermanos. Ellos siempre se sentirán orgullosos al ver a una joven como tú, danzando solemnemente. El hombre más afortunado sería, sin duda, aquel que te lleve a su hogar, lleno de regalos nupciales. Mis ojos nunca han visto a un mortal como tú; ni hombre ni mujer, y me quedo asombrado al mirarte. Recuerdo haber visto en Delos, en el altar de Apolo, un brote de palmera surgir del suelo de manera milagrosa. Me quedé paralizado y asombrado ante aquel milagro. Ahora, al contemplarte, me siento igual de maravillado y temeroso de tocar tus rodillas. Ayer, el vigésimo día, escapé del mar tormentoso; durante esos días, las olas y los vientos me alejaron de la isla Ogigia. Pero ahora, una divinidad me ha llevado aquí, y temo que aún me esperan más sufrimientos. ¡Por favor, piedad! Eres la primera a la que me acerco tras interminables penurias. ¡Muéstrame el camino a la ciudad y dame un paño para cubrirme! ¡Que los dioses te concedan todo lo que deseas: un hogar y un pensamiento noble y conciliador!”
Nausícaa, la joven de brazos blancos, respondió con empatía: “Extranjero, no me pareces malvado ni necio” (VI, 149-187).
En la playa de los feacios, Odiseo enfrenta no un “problema” en el sentido técnico, sino una situación de vulnerabilidad extrema, con la única salida posible representada por la joven que tiene ante él. Este hombre, a quien Homero llama polymetis, ha aprendido a convertir la adversidad en una oportunidad. Su desnudez se transforma en un argumento, y su falta de recursos en una estrategia. Odiseo es el maestro de la adaptación, el que nunca pierde el control.
Al inicio de la retórica europea, encontramos a un orador que, a pesar de su apariencia desaliñada, logra transformar la desesperación en un discurso convincente. En la playa, frente a Nausícaa, se produce un milagro: el hombre cubierto de sal muestra su humanidad a través de un discurso que trasciende la mera supervivencia.
Nausícaa, tocada por la elocuencia de Odiseo, percibe la bondad y la inteligencia en él. Ella experimenta una revelación sobre el poder del lenguaje, que, cuando se usa con habilidad, eleva al ser humano más allá de las bestias y los necios. Este momento de iluminación logofánica conecta con una escena que siglos después Platón narra en Atenas: un padre lleva a su hijo adolescente a Sócrates, conocido por su habilidad para educar jóvenes, y Sócrates simplemente le dice: “¡Habla, para que te vea!”
Este episodio marca el clímax de la creencia en la revelación a través del lenguaje. El discurso de Odiseo en la playa no solo prefigura a los sofistas del siglo V, quienes eran famosos por defender cualquier causa, sino que también anticipa a Isócrates, el orador de la Hélade, que demostró con su Enkomion Helenai (Elogio de Helena) que un buen abogado puede ganar cualquier causa previamente perdida. Helena, cuya belleza provocó la guerra de Troya, es el ejemplo supremo de una causa que parecía perdida, pero que, con el arte de la oratoria, puede ser defendida con éxito.
Gorgias, famoso por su habilidad para hablar sobre cualquier tema, llegó al teatro de Atenas con una propuesta audaz: «¡Proponedme cualquier tema!» Esta osada invitación se convirtió en una afirmación de su maestría retórica y su vasta erudición, al demostrar que podía abordar cualquier asunto con igual destreza, guiado siempre por el kairós, el momento oportuno.
De esta anécdota destaca un aspecto crucial para nuestro análisis: Gorgias había recorrido un trayecto que iba desde la necesidad de encontrar palabras para expresar ideas hasta el dominio de los «problemas» como temas de disertación. El término que utiliza, proballete, derivado de proballein – «lanzar» o «proponer» – nos lleva a los problemata de los antiguos y los problemas de los tiempos modernos.
El «problema» que Gorgias buscaba «resolver» en el teatro no era otra cosa que un tema sobre el cual un experto pudiera exponer o un virtuoso improvisar. En este sentido, Odiseo, aunque no se le puede considerar un sofista en el sentido estricto, prefigura una transición hacia la sofística. La inteligencia de Odiseo está profundamente vinculada a la supervivencia y la resolución de emergencias, sin la relajada reflexión que caracteriza a la sofística.
Sin embargo, en el polymetis de Odiseo se pueden ver los primeros indicios de lo que más tarde se convertirá en la sofística: la capacidad de transformar situaciones difíciles en oportunidades discursivas. Esta evolución marca el inicio de una cultura donde la habilidad para manejar «problemas» y desafíos se convierte en una forma de arte.
En la Odisea, ya se vislumbra lo que más tarde se consolidará como el «milagro griego»: la creación de problemas a partir de una segura capacidad para manejarlos. Este concepto resuena con la sentencia de un ensayista austriaco de la Primera Guerra Mundial: «La cultura es riqueza de problemas, y consideramos una época más esclarecida en función de los enigmas que ha resuelto». Alternativamente, se podría decir que la cultura representa la suma de las soluciones a necesidades primarias. La decadencia surge cuando se olvida el propósito original de la cultura, cuando aquellos que se benefician de sus logros olvidan el punto de partida de tales soluciones.
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