Por Pedro Alzuru
Los últimos seminarios de Michel Foucault en el Collège de France, de 1980 a 1984, pueden interpretarse como una historia de la espiritualidad durante el paganismo, en particular el titulado La hermenéutica del sujeto, al cual nos dedicamos aquí. Aborda el periodo que va del siglo V a.C. al siglo III d.C., hace una historia y una defensa de la espiritualidad, contra lo que él llama el momento cartesiano en la historia de la filosofía que no tiene que ver sólo con Descartes sino con todas aquellas posiciones que desde el mismo inicio de la filosofía pretendieron ver el conocimiento como un asunto solo metodológico, de aplicación del método y de los instrumentos adecuados para obtener el conocimiento, no como un proceso que implica la transformación del sujeto del conocimiento. Se centra pues en el periodo antes señalado, pero en permanente diálogo con toda la historia de Occidente.
Cuando el precepto délfico «conócete a ti mismo» (gnothi seauton), aparece en la filosofía lo hace alrededor del personaje de Sócrates y se acopla con el principio del “preocúpate por ti mismo” (epimeleia heautou), como una de sus formas, una aplicación concreta de la regla general: debes ocuparte de ti mismo, no tienes que olvidarte de ti mismo, es preciso que te cuides. Sócrates se presenta en la Apología de Platón, como aquel cuya función es esencialmente incitar a los otros a ocuparse de sí mismos, a no ignorarse (Foucault, 2002,21).
Por lo tanto, plantea nuestro autor, la inquietud de sí es sin duda el marco, el suelo, el fundamento a partir del cual se justifica el imperativo del conócete a ti mismo. Sócrates es el hombre de la inquietud de sí y seguirá siéndolo, entre los estoicos, los cínicos y sobre todo en Epicteto. Dicha noción no acompañó, enmarcó, fundó, simplemente, la necesidad de conocerse a sí mismo; no dejó de ser un principio fundamental para caracterizar la actitud filosófica a lo largo de casi toda la cultura griega, helenística y romana. Pero la noción no solo es fundamental entre los filósofos, llegó a ser, de manera general, el principio de toda conducta racional, en cualquier forma de vida activa que, quisiera obedecer a la racionalidad moral. Un fenómeno general propio de la sociedad helenística y romana y al mismo tiempo un acontecimiento en el pensamiento, un momento decisivo en el cual se compromete incluso nuestro modo de ser de sujetos modernos.
Esta noción atravesó toda la filosofía antigua hasta el umbral del cristianismo, e incluso en lo que constituyó su entorno y su preparación, la espiritualidad alejandrina, Filón, Plotino, en el ascetismo cristiano. Es una actitud general, una manera determinada de considerar las cosas, de estar en el mundo, realizar acciones, tener relaciones con el prójimo. Es una actitud con respecto a sí mismo, a los otros y al mundo. También una manera determinada de atención, de mirada, hay que trasladar la mirada desde el exterior, los otros, el mundo, etc., hacia uno mismo, cierta manera de prestar atención a lo que se piensa y lo que sucede en el pensamiento. También designa una serie de acciones que uno ejerce sobre sí mismo, por las cuales se hace cargo de sí, se modifica, se purifica y se transfigura, prácticas que tendrán en la historia de la espiritualidad occidental un muy largo destino, técnicas de meditación, de memorización del pasado, de examen de conciencia, de verificación de las representaciones.
¿Por qué esta noción de la inquietud de sí fue, a pesar de todo, pasada por alto en la manera como la filosofía occidental rehízo su propia historia? Hay algo un poco disuasivo en ese principio de la inquietud de sí, hay una tradición que nos hace desistir de dar a todas esas formulaciones un valor positivo y de hacer de ellas el fundamento de una moral. La percibimos como un desafío, la afirmación de un estadio estético e individual insuperable o como la expresión melancólica de un repliegue del individuo incapaz de sostener una moral colectiva y que ante su dislocación ya no tendría más que ocuparse de sí mismo. Ahora bien, en este pensamiento ocuparse de sí mismo tiene siempre un sentido positivo y a partir de esa exhortación se constituyen las morales más austeras que Occidente haya conocido, las de los estoicos, cínicos y epicúreos. Sus reglas son retomadas tanto en la moral cristiana como en la moderna no cristiana, pero en un ámbito enteramente diferente, el de una ética general de altruismo, de renuncia a sí mismo, de obligación con los otros, el prójimo, la colectividad, la clase, la patria.
Otra razón esencial que explica el olvido de este principio durante casi un milenio, es lo que Foucault llama el “momento cartesiano”, al recalificar filosóficamente el conócete a ti mismo y descalificar, al contrario, el ten cuidado de ti mismo. El proceder cartesiano situó en el origen del rumbo filosófico, en el principio mismo del acceso al ser, la evidencia, tal como se da a la conciencia, sin ninguna duda posible y así hace del conócete a ti mismo un acceso fundamental a la verdad. Por supuesto, entre el conócete a ti mismo socrático y el cartesiano la distancia es inmensa, esto contribuyó a descalificar el principio de la inquietud de sí (Ídem, 32).
Foucault vuelve al origen y llama “filosofía” esa forma de pensamiento que se interroga, no sobre lo que es verdadero y lo que es falso, sino sobre lo que hace que haya y pueda haber verdad y falsedad, tener acceso a la verdad, las condiciones y límites de este acceso. Y llama espiritualidad a la búsqueda, práctica y experiencia por las cuales el sujeto efectúa en sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad (purificaciones, ascesis, renuncias, conversiones de la mirada, modificaciones de la existencia).
La espiritualidad postula que la verdad nunca se da al sujeto con pleno derecho, éste no goza de la posibilidad de tener acceso a la verdad, es preciso que se modifique para tener acceso a ella; no puede haber verdad sin su conversión, su transformación, un movimiento que lo arranca de su estatus y su condición actual, movimiento por el cual, simultáneamente, la verdad llega a él y lo ilumina. Es un trabajo de sí sobre sí mismo, eros y ascesis son las dos grandes formas para llegar a ser capaz de verdad en la espiritualidad occidental.
Durante la Antigüedad, la cuestión filosófica del ¿cómo tener acceso a la verdad? y la práctica de la espiritualidad, nunca se separaron, ni en los pitagóricos, ni en Sócrates y Platón: la epimeleia heautou designa el conjunto de las transformaciones de sí necesarias para tener acceso a la verdad. Entramos en la edad moderna el día en que se admitió que lo que da acceso a la verdad, es el conocimiento y sólo el conocimiento, ese es el “momento cartesiano” (Descartes: la filosofía vasta por sí sola para el conocimiento; Kant: si el conocimiento tiene límites, éstos están en su totalidad en la estructura misma del sujeto cognoscente).
El sujeto es capaz de reconocer en sí mismo la verdad y puede tener acceso a ella, las condiciones para ese acceso ya no competen a la espiritualidad sino a condiciones internas del acto de conocimiento, a las reglas que debe respetar para tener acceso a la verdad y a condiciones extrínsecas: culturales, morales, que no conciernen al sujeto en su ser, así la transfiguración del sujeto ya no puede existir. El conocimiento se abrirá simplemente a la dimensión indefinida de un progreso, cuyo final no se conoce y cuyo beneficio no será otro que el cúmulo instituido de los conocimientos o los beneficios psicológicos y sociales. En lo sucesivo, la verdad no es capaz de salvar al sujeto; en la espiritualidad, tal como es, el sujeto no es capaz de verdad, pero ésta es capaz de transfigurarlo y salvarlo, en la Edad Moderna, tal como es, el sujeto es capaz de verdad, pero ésta no es capaz de salvarlo (Ídem, 38). El “momento cartesiano” es pues anterior a Descartes y no ha cesado.
La desconexión entre el principio de un acceso a la verdad y la necesidad espiritual de un trabajo del sujeto sobre sí mismo para transformarse se inicia con el conflicto entre la espiritualidad y la teología, una teología que justamente puede fundarse en Aristóteles. La correspondencia entre un Dios que lo conoce todo y sujetos susceptibles de conocer, por supuesto con la reserva de la fe, es sin duda uno de los elementos que hicieron que el pensamiento occidental se separara de las condiciones de espiritualidad que lo habían acompañado hasta entonces, este conflicto atravesó el cristianismo; opuestamente, la idea de que no puede haber saber sin una modificación profunda del ser del sujeto, floreció en los saberes esotéricos.
Desde fines del siglo V hasta el siglo XVII, toda la filosofía del siglo XIX -Hegel, Schelling, Schopenhauer, Nietzsche, Husserl, Heidegger-, ya sea descalificado o exaltado, el acto del conocimiento sigue ligado a las exigencias de la espiritualidad. En ciertas formas de saber que no son justamente ciencias, saberes como el marxismo o el psicoanálisis, pero ninguna de estas dos formas de saber consideró muy explícitamente las relaciones entre “sujeto y verdad”. Lacan fue el único, desde Freud que quiso volver a centrar la cuestión del psicoanálisis en el problema, justamente, de las relaciones entre sujeto y verdad, en términos, por supuesto, ajenos, a la tradición de la espiritualidad.
Tres momentos, le parecen a Foucault, interesantes: el momento socrático-platónico, la aparición de la epimeleia heatou en la reflexión filosófica; el periodo de la edad de oro de la cultura de sí, que podemos situar en los dos primeros siglos de nuestra era; y el paso en los siglos IV y V, de la ascesis filosófica pagana al ascetismo cristiano.
El momento socrático-platónico, la teoría misma de la inquietud de sí, se hace explícita en el diálogo llamado Alcibíades. El principio “ocuparse de sí” era una vieja tendencia de la cultura griega, no se trata de filosofía sino de la afirmación de una forma de existencia ligada a un privilegio político, económico y social. Cuando Sócrates retoma la cuestión lo hace a partir de una tradición, lo vemos encarar a Alcibíades porque se da cuenta que tiene algo en la cabeza, le pregunta, supongamos que te propusieran la siguiente elección: morir hoy o seguir llevando una vida sin brillo, ¿qué preferirías? Pues bien responde Alcibíades: preferiría morir hoy, y no vivir una vida que no me diera más de lo que ya tengo. Lo que éste ya tiene es su estatus en la ciudad, los privilegios ancestrales que lo ponen por encima de los demás y con respecto a lo cual quiere otra cosa, esto es, quiere volcarse hacia el pueblo, tomar en sus manos el destino de la ciudad, transformar su primacía estatutaria, en acción política, en gobierno efectivo sobre los otros. Pero Sócrates le demuestra que no posee la misma riqueza que sus rivales y, sobre todo, no tiene la misma educación.
Es preciso que reflexione sobre sí mismo, que se conozca, gnothi seauton, y descubrirá claramente su inferioridad. Lo que le permitiría compensar esas faltas de riqueza y educación sería un saber, una tekhne. Sócrates le pregunta ¿qué significa gobernar bien la ciudad? ¿En qué consiste el buen gobierno de la ciudad? ¿En qué se lo reconoce? Alcibíades le responde que la ciudad está bien gobernada cuando la concordia reina entre sus ciudadanos. Sócrates insiste ¿qué es esa concordia, en qué consiste? Y Alcibíades no puede contestar. El filósofo concluye consolándolo: “si descubrieras a los cincuenta años que te encuentras así en una ignorancia vergonzosa…te resultaría muy arduo remediarlo, pues sería muy difícil que te cuidaras a ti mismo (epimelethenai seautou). Pero estás justamente en la edad en que es preciso darse cuenta de ello”, aparición en el discurso filosófico, de la fórmula “ocuparse de sí mismo”.
Aparece como una condición para pasar del privilegio estatutario del que gozaba el joven aristócrata ateniense al gobierno concreto de la ciudad. No se puede gobernar bien a los otros si uno no se ha preocupado por sí mismo, este es el punto de emergencia de la noción. Está ligada a la insuficiencia de la educación ateniense, tanto en el aspecto propiamente pedagógico como en la crítica del eros pederastica, cuando este era sólo deseo del cuerpo y no incitación a ocuparse de sí mismo. Se inscribe dentro del proyecto político, pero también ante el déficit pedagógico.
El Alcibíades está en contradicción con la Apología, en el primero se propone el cuidado de sí a los jóvenes aristócratas, en la segunda, Sócrates declara que el oficio que le confiaron los dioses es interpelar a todo el mundo para inducirlo al cuidado de sí, como una función general de toda la existencia -esto lo confirman la filosofía epicúrea y estoica-, no sólo de la formación del joven.
Ahora, si está claro en ambos casos que hay que ocuparse de sí, es necesario todavía saber ¿cuál es ese yo, ese sí mismo, del cual debemos ocuparnos?, ¿cómo esa inquietud puede conducirnos a la tekhne que necesitamos para gobernarnos a nosotros mismos y a los otros? Tecnología que implica: ritos de purificación, técnicas de concentración, la técnica de la retirada (anakoresis), la práctica de la resistencia, para soportar las pruebas y resistir las tentaciones, la ascesis, técnicas que ya existían en la civilización griega arcaica, luego se integraron a la espiritualidad pitagórica y a lo que sería la cultura de sí en la época helenística y romana.
La respuesta, dada en los diálogos de Platón, es que ese sí mismo es el alma, uno debe ocuparse de su alma (psykhes epimeleteon), esto es, el sujeto en su irreductibilidad, el cuerpo hace algo porque hay un elemento que lo dirige, el cuerpo no se sirve por sí mismo, ese elemento no puede ser sino el alma, no el alma prisionera del cuerpo sino el alma sujeto de la acción. Cuando Platón (o Sócrates) se vale de esta noción de khresthai/khresis para identificar qué es ese heauton, en la expresión ocuparse de sí mismo, designa no una relación instrumental sino, la posición singular, trascendente, del sujeto con respecto a lo que lo rodea, a los objetos, a los otros, a su cuerpo, a sí mismo; lo que descubre no es el alma sustancia es el alma sujeto. Y esta noción de khresis la vamos a reencontrar a lo largo de toda la historia de la inquietud de sí, el alma como sujeto, de ningún modo como sustancia (Ídem, 69-71).
En el cuidado de sí se está obligado a pasar por la relación con algún otro que es el maestro, éste se preocupa por la inquietud que aquel a quien guía pueda sentir con respecto a sí mismo, el objeto de sus desvelos no es el cuerpo ni los bienes, al amar de manera desinteresada al joven, se erige en el principio y el modelo de la inquietud que éste debe tener por sí mismo en cuanto sujeto. Las principales formas de la inquietud de si son: la “dietética”, como régimen general de la existencia del cuerpo y el alma; la “económica”, la relación entre la inquietud de sí y la actividad social y; la “erótica”, la relación entre inquietud de sí y lazo amoroso, que se forma y no puede sino formarse en una referencia al Otro. La relación y la importancia de cada una de estas formas varía en las distintas escuelas filosóficas.
Esa inquietud, ese preocuparse, es sencillamente conocerse a sí mismo (gnothi seauton), debe consistir en el auto conocimiento, en ordenar y subordinar estas técnicas preexistentes al gran principio del “conócete a ti mismo”, esta es la fuerza del gnothi seauton en el espacio abierto por la epimeleia heautou, atracción reciproca característica de Platón.
La inquietud de sí es, por otro lado, un imperativo que se propone a quienes quieren gobernar a los otros, un privilegio de los gobernantes y, al mismo tiempo, un deber de éstos. Este imperativo va a generalizarse de cierta manera: para ocuparse de sí, es preciso tener capacidad, tiempo, cultura; se trata de un comportamiento de élite y tiene a su vez como efecto, sentido y meta diferenciarse de la masa, de la mayoría; se generaliza y se desplaza en la edad, hay que ocuparse de sí mismo no sólo cuando uno es joven sino en todas las circunstancias, porque la pedagogía es incapaz de garantizarlo, la edad privilegiada es la madurez, el adulto se prepara para su vejez, la edad en que la vida misma se cumplirá; y poco a poco se disociará de la erótica de los varones jóvenes o tenderá a desaparecer, en la técnica de sí, en la época helenística y romana.
Hay una asimilación entre filosofar y cuidar de su propia alma: cuando uno es joven, se trata de prepararse para la vida, en la vejez, filosofar es rejuvenecer. Podemos salvarnos si nos atendemos sin cesar, es la ocupación de toda una vida, ya no nos encontramos en el paisaje de esos jóvenes ambiciosos y ávidos que procuraban ejercer el poder en la Atenas de los siglos V y IV a.C.; estamos en un mundo de hombres, jóvenes maduros, viejos, que se inician, se alientan unos a otros, se ejercitan, sea por sí solos o bien colectivamente, en la práctica de sí.
A partir del momento en que la inquietud de sí se convierte en esta actividad adulta, su función crítica va a acentuarse, tendrá un papel corrector tanto como formativo, será cada vez más una actividad crítica con respecto a sí mismo, al mundo cultural propio, a la vida que llevan los demás. En el Alcibíades la necesidad de preocuparse por sí mismo tenía como marco de referencia el estado de ignorancia en el cual están los individuos, ahora, en el periodo helenístico y romano, en los siglos I y II, al contrario, hay un aspecto formativo, que está esencialmente ligado a la preparación del individuo para que pueda soportar los accidentes eventuales, las desdichas posibles, las desgracias y las caídas que puedan afectarlo. Esta armadura protectora es lo que los griegos llaman paraskeue y Séneca traduce como instructio. La práctica de sí ya no se impone contra un fondo de ignorancia sino contra un fondo de errores, de malos hábitos, de deformación y dependencia, aprender las virtudes es desaprender los vicios, desaprender las costumbres y otros contenidos de la paideia como de la “ideología familiar”, la inquietud de sí debe invertir por completo el sistema de valores vehiculizados e impuestos por la familia, la formación pedagógica, la de los maestros.
En consecuencia, se establece un paralelismo entre la práctica de sí y la medicina, es sanar, curar según la verdad, asimilación de la práctica filosófica a una especie de práctica médica, en cuyo centro está la noción de pathos, como pasión y como enfermedad, debemos curarnos de las pasiones como de las enfermedades, velar por el alma como los médicos velan por el cuerpo.
En la cultura griega tradicional la vejez es honorable pero indudablemente no es deseable. Ahora bien, cuando la inquietud de sí debe ejercerse a lo largo de toda la vida, se comprende que la culminación de la inquietud de sí va a estar precisamente en la vejez, el anciano va a ser quien es soberano de sí mismo y puede satisfacerse completamente consigo mismo, sin esperar ninguna satisfacción distinta, ni de los placeres físicos de los que ya no es capaz ni de los placeres de la ambición, a los cuales ha renunciado. El anciano es quien goza de sí mismo. Si la vejez es esto no hay que considerarla simplemente como un término en la vida, como una fase en la cual la vida mengua. Al contrario, debe considerarse como una meta positiva de la existencia, tender hacia ella y no resignarse a afrontarla. La vejez a la cual hay que tender es la vejez cronológica, pero es también una vejez ideal que uno se fabrica, en la que se ejercita para alcanzar la saciedad perfecta de sí mismo, el vivir la vida como el último día.
No es ampliación cronológica sino cuantitativa, ya no se dice a la gente; si quieres gobernar a los otros ocúpate de ti mismo, de aquí en más se dice: ocúpate de ti mismo y se acabó. No hay que dejarse atrapar por ese proceso que nos hizo tomar la ley, como el principio general de toda regla en el orden de la práctica humana, la ley forma parte de una historia mucho más general, que es la de las técnicas y tecnologías de las prácticas del sujeto en referencia a sí mismo, independientes de las formas de la ley, prioritarias con respecto a ella, la ley no es más que uno de los aspectos de esta larga historia durante la cual se constituyó el sujeto occidental tal como lo tenemos hoy frente a nosotros.
Una prescripción semejante, ocuparse de sí mismo, sólo puede ser puesta en práctica por una cantidad limitada de individuos, es un privilegio elitista, nunca fue afirmada como una ley universal, implica siempre una elección de modo de vida. Pero no habría que creer que la inquietud de sí sólo se encuentra en medios aristocráticos, la encontramos en medios que no eran privilegiados, cobra forma en el interior de grupos con combinaciones variables entre lo cultual, lo terapéutico y el saber, en esas pertenencias se manifiesta y se afirma. Sólo puede practicarse dentro del grupo, esos grupos rechazaban convalidar las diferencias de estatus que se encontraban en la ciudad o la sociedad, la distinción entre rico y pobre, entre quien ejerce un poder político y quien no, no parece haberse aceptado siquiera la oposición entre libre y esclavo; al menos teóricamente un esclavo puede ser más libre que un hombre libre, si éste no se ha desembarazado de todos los vicios, las pasiones, las dependencias.
Puede decirse que todos los individuos pueden acceder, pero muy pocos son capaces de ocuparse de sí mismos; a causa de eso mismo, es preciso que el principio se reitere por doquier. No es una división jerárquica, es una división operativa entre quienes son capaces y quienes no son capaces de cuidarse, no es ya el estatus del individuo el que decide la diferencia que va a oponerlo a la masa, es la relación consigo, la manera en que se haya autoconstituido como objeto de su propio cuidado. Esta forma tendrá una importancia muy grande en toda nuestra cultura, la universalidad del llamado y la escasez de la salvación, este juego va a estar en el corazón mismo de los problemas teológicos, espirituales, sociales, políticos, religiosos, pero ¿en qué sentido podemos salvarnos?
Un problema previo es la cuestión del Otro, el otro es indispensable en la práctica de sí, para que la forma que define esta práctica alcance y se llene de su objeto, es decir el yo, en los diálogos socrático-platónicos se pueden reconocer tres tipos de magisterio, indispensables para la formación del joven: el magisterio del ejemplo, el magisterio de la competencia y el magisterio socrático, el de la turbación y el descubrimiento, que se ejerce a través del diálogo, mostrando que la ignorancia ignora que sabe, que el saber puede salir de la ignorancia misma, pero ese movimiento no puede hacerse sin otro.
La ignorancia no podía ser operadora del saber, es en suma lo que llamaos stultitia, algo que no se fija ni se complace en nada, el estado en el cual nos encontramos cuando no hemos comenzado aún el camino de la filosofía ni el trabajo de la práctica de sí, de ese estado es preciso que alguien le tienda la mano y lo saque. El stultus es quien no se preocupa por sí mismo, está disperso en el tiempo, no se acuerda de nada, deja que su vida pase, no trata de llevarla a una unidad rememorando lo que merece recordarse, no dirige su atención, su voluntad hacia una meta precisa, transcurre sin memoria ni voluntad, no piensa en su vejez, en la temporalidad de su vida, no es capaz de querer como es debido, sin que lo que quiera esté determinado por acontecimientos, representaciones o inclinaciones. Ahora, el único objeto que se puede querer libremente, siempre, es el yo, el stultus es en esencia quien no quiere, quien no se quiere a sí mismo. Entre el stultus y el sapiens es necesario el otro, el objetivo es la sapientia.
Ese otro es el filósofo, se presenta como el único capaz de gobernar a quienes gobiernan a los hombres, gobierno de sí, gobierno de los otros. La filosofía es el conjunto de los principios y prácticas que uno puede tener a su disposición o poner a disposición de los otros, para cuidar como corresponde de uno mismo y de los demás.
Esto se da a través de dos mediaciones institucionales: la forma helénica es la escuela, la skhole, debe tener un carácter cerrado, escuelas pitagóricas, epicúreas, organizada según una jerarquía compleja y rígida. Era necesario que cada uno tuviera un guía y esa dirección debía obedecer a dos principios, una relación afectiva intensa y esta implicaba una ética de la palabra, parrhesia, que no se oculten nada de lo que piensan. La forma romana es la del consejero privado que implica un intercambio disimétrico de servicios entre individuos, el jefe de familia, el dirigente político que aloja en su casa a un filósofo que va a servirle de consejero de existencia, guía que inicia a un amigo superior. Así se desdibujaba la función propiamente filosófica, se volvía cada vez más ambigua, objeto de las críticas de los retóricos, su prédica del cuidado de sí, no dejaba de provocar ciertos problemas políticos, se plantea si esto era o no útil, se borra la famosa división entre retórico y filósofo, los Césares los consideraban como los verdaderos enemigos del Imperio, se los exilió de Roma y de Italia.
Luego esta práctica de sí se hace también una práctica social, la constitución de uno mismo consigo se conecta con las relaciones de uno mismo con el Otro. Como en la relación de Frontón y Marco Aurelio, es una relación de afecto, de amor, implica una multitud de cosas: Marco Aurelio da cuenta a su maestro de su régimen médico y dietético; de los deberes familiares y religiosos; de elementos concernientes al amor. El cuerpo, el entorno y la casa, el amor. Dietética, económica, erótica. En Alcibíades, Sócrates había mostrado que el sí mismo por el que había que preocuparse era el alma. Ahora la dietética, la económica y la erótica aparecen como los dominios de aplicación de la práctica de sí. Así se desarrolla una nueva ética, no tanto del lenguaje o el discurso en general, sino de la relación verbal con el Otro, la parrhesia, la franqueza, principio de comportamiento verbal que es preciso tener con el otro en la práctica de la dirección de conciencia.
Mientras para Platón no hay diferencia entre el procedimiento catártico y el camino de lo político, en la tradición neoplatónica las dos tendencias se disociaron, el uso del «conócete a ti mismo» con fin político y su uso con fin catártico; bifurcación en la que hay que elegir, «inquietud de sí» y «conócete a ti mismo». En Platón esta noción tiene un doble campo de aplicación el alma y la ciudad: por un lado, se ocupará de su alma, de su jerarquía interna, del orden y la subordinación que deben reinar entre sus partes, así estará en condiciones de velar por la ciudad, salvaguardar sus leyes, su constitución, equilibrar las justas relaciones entre sus ciudadanos, es decir, la inquietud de sí es claramente instrumental con respecto a la inquietud por los otros.
En los siglos I y II, esta disociación ya se ha producido, se verá al yo -las técnicas del yo, la práctica de sí, la inquietud de sí- revelarse poco a poco como un fin que se basta a sí mismo, el yo por el que nos preocupamos ya no es un elemento entre otros, es la meta definitiva y única de la inquietud de sí, somos nuestro propio objeto, nuestro propio fin. Desde los cínicos, la filosofía había buscado su objetivo en la tekhne tou biou, el arte, la técnica de la vida, entre el arte de la existencia y la inquietud de sí hay una identificación cada vez más marcada. En consecuencia, hay absorción de la filosofía (pensamiento de la verdad), en la espiritualidad (transformación del modo de ser del sujeto por sí mismo); cuando la espiritualidad cristiana, ascética, monástica, se desarrolle en su forma más rigurosa, siglos III y IV, se puede presentar como el cumplimiento de una filosofía pagana que ya estaba dominada por la catártica, la conversión, la metanoia.
Se asiste al desarrollo de una “cultura” de sí, es casi imposible hacer la historia de la subjetividad, la historia de las relaciones entre el sujeto y la verdad, sin inscribirla en el marco de esa cultura de sí, que conocerá a continuación en el cristianismo primitivo y medieval, en el Renacimiento, en el siglo XVII, una serie de avatares y transformaciones.
Uno de los rasgos de esa cultura de sí es la noción de salvación. Salvación de sí mismo y salvación de los otros, es un término tradicional (salut). Lo encontramos en Platón, hay que salvarse, salvarse para salvar a los otros. Luego, en los siglos I y II, su campo de aplicación se amplía y adquiere una estructura particular. Para nosotros, cristianos, la salvación se inscribe en un sistema binario, entre la vida y la muerte, mortalidad-inmortalidad, este mundo-el otro mundo, del mal al bien, de la impureza a la pureza; está ligada a la dramaticidad de un acontecimiento, la trasgresión, el pecado, la caída hacen necesaria la salvación, la conversión y el arrepentimiento van a hacerla posible; el mismo sujeto que se salva es el agente y operador de su salvación, aunque en ella se requiere a alguien más con un papel difuso, en fin, una idea religiosa. Pero esta noción de salvación funciona también como noción filosófica, objetivo de la práctica y la vida filosóficas.
Salvarse no tiene sólo el valor negativo de escapar al peligro, tiene significaciones positivas. Así como una ciudad se salva de la misma manera se dirá que un alma se salva cuando está convenientemente armada. Quien se salva es aquel que se encuentra en un estado de alerta, de dominio y soberanía de sí, quien escapa a una dominación o una esclavitud, recupera sus derechos, su libertad. Mantenerse en un estado continuo que nada podrá alterar, asegurar la propia felicidad, tranquilidad, serenidad; por otro lado, el termino salvación no remite a otra cosa que la vida misma, en los textos helenísticos y romanos, no descubrimos referencias a algo como la muerte, la inmortalidad o el otro mundo. Salvarse es una actividad que se desarrolla a lo largo de toda la vida, cuyo único operador es el sujeto mismo, gracias a la salvación, nos hacemos inaccesibles a las desdichas, a los trastornos, a todo lo que pueden inducir en el alma los accidentes, los acontecimientos exteriores, cuando se ha alcanzado, ya no se necesita nada ni a nadie.
Los dos grandes temas de la ataraxia (la ausencia de trastornos, el autodominio que hace que nada nos perturbe) y, por otra parte, la autarquía (la autosuficiencia que hace que no necesitemos nada al margen de nosotros mismos), son las dos formas en las cuales encuentra su recompensa la salvación. Uno se salva para sí, para no llegar a otra cosa que a sí mismo. En esa salvación, helenística y romana, el yo es el agente, el objeto, el instrumento y la finalidad de la salvación, estamos muy lejos de la salvación mediatizada por la ciudad (Platón), como de esa salvación dramática que implicará en el cristianismo una renuncia a sí mismo; pero a pesar de todo, en este pensamiento, la salvación está ligada a la salvación de los otros.
Tener acceso a la verdad es tener acceso al ser mismo, el ser al cual se accede será al mismo tiempo el agente de transformación de quien tiene acceso a él, éste es el círculo platónico o neoplatónico, al conocerme, accedo a un ser que es la verdad, y cuya verdad transforma al ser que soy y me asimila a lo divino. Para Platón, la salvación de la ciudad envolvía la salvación del individuo, uno se preocupa por sí mismo porque tiene que ocuparse de los otros. Y cuando salvaba a los otros, al mismo tiempo se salvaba a sí mismo. Ahora, siglos I y II, hay que preocuparse por sí mismo porque uno es uno mismo, y simplemente para sí. Y el beneficio para los otros vendrá a título de beneficio complementario, en calidad de efecto, lo catártico y lo político obviamente no están disociados.
En los siglos I y II, tenemos pues un desenclave de la práctica de sí con respecto a la pedagogía y con respecto a la actividad política, todo esto nos acerca a la noción de conversión, convertirse a sí (epistrephein pros heauton, convertere ad se). Desde luego es una de las tecnologías del yo más importantes que conoció Occidente, el cristianismo, pero sería erróneo no medir la importancia de la noción más que en el orden de la religión, y de la religión cristiana, también tiene una importancia capital en el orden de la moral. Sin olvidar que se introdujo a partir del siglo XIX en el pensamiento, la práctica y la experiencia política, en la subjetividad revolucionaria, hacia 1830-40, en referencia a ese acontecimiento fundador que fuera la Revolución Francesa, se comenzaron a definir esquemas de experiencia individual y subjetiva que serían la “conversión a la revolución”, no se puede comprender qué fue la práctica, el individuo, la experiencia de la revolución si no se tiene en cuenta la conversión, este elemento de la órbita de la tecnología de sí que tiene su origen en la Antigüedad. Cómo esta noción fue convalidada, absorbida y anulada, por la existencia misma de un partido revolucionario, cómo se pasó de la conversión a la revolución a la adhesión al partido, ahora los grandes conversos de nuestros días son quienes ya no creen en la revolución (Ídem, 207).
La epistrophe platónica consiste en apartarse de las apariencias, retornar a sí constatando la propia ignorancia y decidiéndose justamente a ocuparse de sí, a partir de este retorno podremos volver a la patria de las esencias, la verdad y el ser. Esta epistrophe platónica es gobernada por una oposición entre este mundo y el otro, una liberación del alma con respecto al cuerpo y por el privilegio de conocer. Conocerse es conocer la verdad. Conocer la verdad es liberarse.
La “conversión” que encontramos en la cultura de sí helenística y romana, es muy diferente, no se mueve en el eje de oposición entre este mundo y el otro, se trata de un retorno en la inmanencia misma del mundo, la oposición esencial es entre lo que depende y lo que no depende de nosotros, liberación de lo que no somos amos para llegar a aquello de lo que podemos serlo, establecimiento de una relación completa, consumada, adecuada de sí consigo. La conversión no se hará en la cesura con mi cuerpo sino en mi adecuación a mí mismo, si el conocimiento desempeña un papel importante no va a ser tan decisivo, el elemento esencial ahora es el ejercicio, la práctica, el entrenamiento, la askesis.
En la cultura cristiana, la noción de metanoia, a partir del siglo III y sobre todo en el siglo IV, quiere decir dos cosas: penitencia y cambio, el cambio radical del pensamiento y el espíritu implica una mutación súbita que sacuda y transforma de una sola vez el modo de ser del sujeto; pasaje de un tipo de ser a otro, de la muerte a la vida, de la mortalidad a la inmortalidad, de la oscuridad a la luz, del reino del demonio al de Dios; sólo puede haber conversión en la medida en que, en el interior mismo del sujeto, se produzca una ruptura. El yo que se convierte es un yo que ha renunciado a sí mismo, morir para renacer en otro yo, otro ser, otro modo de ser, otros hábitos, otro ethos.
En la conversio ad se helenística y romana, si hay ruptura ésta no se produce en el yo, es una ruptura con respecto a lo que rodea al yo, para que éste no sea más esclavo, para dirigir la mirada hacia el yo y tenerlo a la vista. Entre la epistrophe platónica y la metanoia cristiana, ni la una ni la otra convendría para describir esta práctica y este modo de experiencia que encontramos presente en los textos de los siglos I y II. En Epicteto, Séneca, Marco Aurelio, volver la mirada hacia sí quiere decir, en primer lugar, desviarla de los otros, apartarla de las cosas del mundo, de la agitación cotidiana, sustituir la curiosidad malsana por los otros por un examen serio de sí mismo.
Tener presente el modelo del atleta, conocer los gestos que son efectivamente utilizables, conocerlos bien, tenerlos siempre a disposición y recurrir a ellos cuando se presente la ocasión, desdeñar todos los conocimientos vanos y sin utilidad en los combates reales de la vida, el conocimiento útil, que puede hacernos dichosos no está oculto, está a la vista, en las relaciones entre los dioses, los hombres, el mundo y nosotros, de tal modo que lo que se da cómo verdad se lee en el acto y de inmediato como precepto, estos son los conocimientos que, una vez que los poseemos, el modo de ser del sujeto se transforma, son capaces de producir un ethos, un equipamiento, la preparación del sujeto y el alma que hace que estén armados como corresponde para todas las circunstancias posibles de la vida; este es el conocimiento que hace a los individuos autónomos que sólo dependerán de sí mismos, no necesitarán de otra cosa que de sí mismos, encontrarán en sí recursos y la posibilidad de sentir placer y voluptuosidad en esa relación plena que tendrán consigo mismos. Este es el conocimiento, teórico y práctico, que lo ayuda a recorrer el camino hacia sí mismo, que le permite gobernarse y eventualmente gobernar a los otros.
En todo el cristianismo el tema del retorno a sí fue mucho más un tema adverso, un tema retomado e insertado en el pensamiento cristiano; luego, fue, a partir del siglo XVI, un tema recurrente en la cultura “moderna”. Pero en el fondo, reconstituido en una serie de intentos sucesivos que nunca se organizaron de un modo tan global y continuo como en la Antigüedad helenística y romana. Encontramos toda una ética y una estética de sí, en parte se retoman los autores griegos y latinos, habría que releer a Montaigne; la historia del pensamiento del siglo XIX como la tentativa de reconstituir una ética y una estética del yo, Stirner, Schopenhauer, Nietzsche, el dandismo, Baudelaire, el anarquismo. No hay que enorgullecerse de los esfuerzos que hoy se hacen en este sentido, es preciso sospechar una imposibilidad de constituir en la actualidad una ética del yo, cuando en realidad su constitución acaso sea una tarea urgente, fundamental, políticamente indispensable, si es cierto, que no hay otro punto, de resistencia al poder político que en la relación de sí consigo (Ídem, 246).
Séneca y Marco Aurelio, no tratan en modo alguno de constituir un saber del ser humano, del alma, de la interioridad, tratan de darle un modo al saber de las cosas, esto implica: un desplazamiento del sujeto que le permita captar las cosas en su realidad y su valor; el interés del sujeto es ser capaz de verse, de captarse en su realidad, en la verdad de su ser; el efecto de ese saber es que no sólo descubre su libertad sino que encuentra en ésta la felicidad y toda la perfección de que es capaz. Un saber con estas condiciones constituye un saber espiritual, saber que fue poco a poco limitado y finalmente borrado por otro modo de saber, científico, que terminó por recubrir la espiritualidad entre los siglos XVI y XVIII (Descartes, Pascal, Spinoza, etc.), no sin haber hecho suyos unos cuantos elementos de éste.
La relación de estos dos saberes se resume en la figura de Fausto, éste representa los poderes, fascinaciones y peligros del saber de espiritualidad. En Marlowe era un héroe condenado por ser héroe de un saber maldito y prohibido; Lessing salva a Fausto porque el saber espiritual que representa es convertido en creencia en el progreso de la humanidad; el Fausto de Goethe, vuelve a ser el héroe de la espiritualidad que desaparece, ese saber que asciende hasta la cima del mundo, capta sus elementos, lo atraviesa de uno a otro lado, captura su secreto y, al mismo tiempo, transfigura al sujeto y le da felicidad. Lo que Fausto demanda al saber es valores y efectos espirituales que ni la filosofía ni la jurisprudencia ni la medicina pueden darle. Éste es el saber del conocimiento del cual el sujeto no puede esperar nada para su propia transfiguración, Fausto representa la última formulación nostálgica de un saber de espiritualidad que desaparece con la Aufklärung, y el saludo triste al nacimiento de un saber de conocimiento (Ídem, 300).
La franqueza (parrhesia) debe caracterizar al ciudadano, en particular al que tiene responsabilidades en el gobierno de los otros, para ejercerlas es un requisito el que haya hecho suya la práctica del cuidado de sí, dirigirse sin ira y sin adulación a los gobernados. La ira es el arrebato violento, descontrolado, de alguien que tiene derecho a ejercer su poder, que tenga estos arrebatos es justamente la incapacidad de ejercer el poder y la soberanía cuando los ejerce sobre los otros, su incapacidad de usar el poder con justicia, sin abusar de él. La adulación es el fenómeno inverso y complementario, es el instrumento del gobernado para lidiar con el poder del superior, para ganar sus favores, utiliza el lenguaje para obtener lo que quiere del superior y así refuerza su autoridad, impidiéndole a la vez ocuparse de sí mismo y contribuyendo a que se hunda en el engreimiento.
El discurso retórico, de la adulación, tiene como fin el beneficio del que habla, el discurso de la franqueza tiene como fin el bien del que lo recibe. Por esto el cuidado de sí se manifiesta en la franqueza, contribuye al cuidado de los otros, la franqueza entre los ciudadanos, gobernantes y gobernados, es el medio a la vez de la salvación individual y de la salvación colectiva. Cada ciudadano debe ver y constatar en los actos del otro, en su modo de vida, la expresión de su franqueza, sólo así el modo de vida del colectivo puede fundarse en la verdad, sólo así nos salvamos juntos para esta vida, la única vida.
Ahora bien, lo que está en juego en la práctica de sí es precisamente el poder controlar lo que somos, frente a lo que es o lo que pasa. Justamente estas son las cosas contra las cuales se construye todo el arte de sí mismo, todo el arte de la inquietud de sí. Quien no se ocupa de sí mismo es el stultus, al no ocuparse de sí mismo, se ocupa del porvenir, deja que éste devore lo que está haciendo; el hombre que deja que el olvido devore todo lo que sucede, no es capaz de acción; no es capaz del presente, lo único que es efectivamente real. Contra el olvido y la incertidumbre, los estoicos practican la premeditación de los males, cuya función es dotar al hombre de un equipamiento al cual apelar como auxilio, cuando se necesite, es preciso prepararse para los sucesos que se produzcan, para los males, para lo peor. Las peores desdichas del mundo ya están presentes, nos damos todo el porvenir para simularlo y anularlo, lo que tememos carece de importancia y duración, el futuro es un llamado a la imaginación, de la incertidumbre en que nos encontramos, deducimos al menos la posibilidad de imaginarlo en las peores formas, no sólo a los hombres sino también a las cosas hay que quitar la máscara, y obligarlas a revelar su verdadero rostro, ¿qué encontramos?, un dolor leve si es tolerable, breve si es insoportable.
En el límite de la premeditación de los males, encontramos desde luego la meditación de la muerte, la muerte no es sencillamente un acontecimiento posible, es un acontecimiento necesario, tiene para el hombre la gravedad absoluta y puede llegar en cualquier momento, debemos prepararnos para este acontecimiento a través de la meditación, la muerte está aquí, vivimos nuestro último día, realizamos el juicio del presente y valoramos el pasado, sin indulgencia y sin castigo, para corregirnos.
Referencias
Michel Foucault 2001, L’herméneutique du sujet. Cours au Collège de France 1981-1982, EHESS-Gallimard-Seuil, Paris. Trad. es. La hermenéutica del sujeto, FCE, México, 2002.
Ponencia en VII Seminario Bordes: Muerte y Espiritualidad, Fundación cultural Bordes, San Cristóbal, Venezuela, 3 al 5 de noviembre de 2016.