Por: El poeta en actos
En las entrañas de la poesía yace un mundo donde el cinismo se entrelaza con la estafa, como si fueran cómplices secretos de su existencia. Esos «poetas», inconscientes, se aferran al paradigma de jugar con las palabras, dejando de lado cualquier significado auténtico. La forma prevalece sobre el contenido, y así la poesía se convierte en una artimaña para engañar. ¿Cómo es posible que un ser tan delicado como la poesía sea maltratado por la verborrea vacía?
«La poesía es un ser para la estafa», proclamó Ouspenskys En busca de lo milagroso, aunque claro, hablaba en sentido figurado y mítico. Sin embargo, en la actualidad, la estafa ya no reside en la verdad o el misterio, sino en el mero palabreo.
El mundo mítico está impregnado de significado, y esa es precisamente la misión de la poesía: portar significado. El crítico francés Roland Renevill resalta en su ensayo Poesía mística el sentido trascendental de la poesía, el cual parece estar perdiéndose entre tergiversaciones y vacuidades semánticas.
Samuel Beckett, desde su perspectiva existencial y meditativa, ironiza sobre el poder de las palabras vacías al afirmar que «las palabras son todo lo que tenemos». Si las palabras carecen de significado, se convierten en repetitivas cacofonías que no llevan a ningún destino. Beckett explora esto en su novela El innombrable, donde abundan las palabras, pero escasea el sentido.
Para él, la pregunta se disuelve en el vacío del silencio, y si las palabras no se disuelven existencialmente, terminan acumulándose en el ser, causando cansancio e insatisfacción intelectual. Esto se aplica de manera general a la poesía moderna, que cae presa del mero juego de palabras. La cura, sugiere, es la «poesía en actos», donde las palabras se vuelven una concha y se bebe de su propia esencia.
La poesía ha perdido su esplendoroso pasado y ha caído en manos de escritores mediocres que dañan su dignidad. Muchos poemas carecen de valores significativos y no expresan ninguna búsqueda fundamental ni misterio sobre la vida. Por eso, el público ha perdido el interés en la poesía, y solo un pequeño grupo de poetas acaba leyéndose a sí mismos.
La poesía se ha convertido en un ritual sinfónico que exalta la filosofía del suicidio y la melancolía, enfatizando la trágica actitud hacia la vida. Ha perdido su impulso y se ha desentendido de la abulia existencial. Ahora es un mito empobrecido que busca sostener la caridad y la inquietud, entregándose para recibir algo a cambio. Se ha convertido en una transacción manufacturada en el mercado de la existencia, alimentando la desconcertante temporalidad de la conciencia humana.
Hubo un tiempo en que la poesía llevaba una antorcha, momentos encantadores y festivos donde, en su verdadero sentido, buscaba sinceramente la verdad y amaba la vida, celebrando su misterio. Pero esa antorcha ha sido pasada olímpicamente a otros, y la llama se ha extinguido. El acto poético, el impulso auténtico, ha desaparecido.
Hoy en día, resulta difícil reconocer a esos grandes poetas de antaño, ya que los nombrados «grandes poetas» son simplemente excéntricos, obsesionados con el lenguaje y la técnica. No les interesa la esencia del lenguaje y la Existencia en sí misma, sino simplemente manipular palabras y formas verbales.
Gran parte de la poesía actual se ha convertido en un sofisma irreverente y petulante que finge la vida a través de las palabras. Es como si cualquier ladrón pudiera decir: «Robo por orden de la poesía». Se ha vuelto una forma vacía de fingir, justificando palabras que carecen de la angustia genuina de la existencia. La verdad ya no es un interés, y los nuevos sofistas han dejado un vacío sin remedio en la humanidad, cegando la sensibilidad poética. La verdad ha sido sustituida por el relativismo.
La poesía solía ser una búsqueda incesante de la verdad, un acto poético impregnado de magia. Hubiera sido preferible que esos tiempos gloriosos perduraran, donde la poesía amaba la vida y celebraba el misterio en cada palabra y verso.