Cine negro a color

Por Rafael Piñeiro López

Era apenas un muchacho cuando cayó en mis manos el Cosecha Roja de Dashiel Hammett. Sus páginas teñidas de sangre se parecían a las calles de Colón, a sus barriadas. Sus matones eran los mismos de La Creche. El detective sin nombre, rudo y áspero como un tronco sin alma, era un paradigma inalcanzable para quienes pretendíamos, a nuestros escasos años, elevarnos sobre el bien y el mal. La propia novela inspiraría, cosa de la que me percataría más tarde, a clásicos del cine como Yojimbo y A Fistful Of Dollars, Kurosawa y Leone. Casi nada. Luego arribarían a la casa de la calle Agramonte Sam Spade y el gran Philip Marlowe, Raymond Chandler y James Mallahan Cain, la colección de cuentos de la Black Mask, el halcón maltés impregnado de Bogart, la llave de cristal, el sueño eterno que es la muerte y el largo adiós que es el final, un cartero que repite la llamada en aquella noche tempestuosa, los intentos frustrados de la escritura hispana y la semana negra de Gijón.

El cine noir sería parido por la literatura. Sus claves argumentales son las mismas: un tipo duro y levemente amoral que carga sobre sus hombros la decencia perdida; una mujer fatal capaz de complicar hasta al más pinto, la Gea que ha dado a su hijo Cronos una hoz asesina; el policía dubitativo o corrupto que se debate como Orestes frente a su madre insoportable; la muerte que ronda cada resquicio y cada esquina…  Para el maestro Chandler, la literatura negra debía ser realista y verosímil, sencilla y sorpresiva, coherente y honesta. Su alter ego visual debía de desandar los mismos causes. Para ello no basta una línea soberbia y bien escrita o una alocución cualquiera sobre los vientos ardientes del Santa Ana (Chandler comienza uno de sus cuentos evocando a la esposa que pasa sus dedos sobre el filo del cuchillo de cocina mientras el calor del desierto le causa angustia). El cine es poesía gráfica y no oral. Es así como el expresionismo exportado de la Europa germana (Josef von Sternberg, Otto Preminger, Fritz Lang, Michael Curtiz, Charles Vidor, Robert Siodmak) se convirtió en una característica ineludible de las obras del género, además del rasgo más distintivo y cardinal y, sin embargo, vulnerable de toda la cinematografía noir: el color en blanco y negro que se erigiría como metáfora impenitente del mal.

Para muchos fue William Wyler, uno de los artesanos más excelsos que pariría el cine de los grandes estudios, quien inauguró el género en 1940 con la adaptación de una obra de teatro escrita por William Somerset Maugham, The Letter (1940), protagonizada por Bette Davis. Es probable, pero al menos demuestra una cosa: las historias pueden ser adaptables, pero la estética es primordial. Allí donde prime una sociedad violenta, cínica y corrupta (en todas partes) habrá espacio para revelar, como las profecías delirantes de las pitias del oráculo de Delfos, el cáncer que metastiza cada linfonodo, cada resquicio del cuerpo putrefacto en el que moramos todos. ¡Y tal enfermedad horrenda tenía que ser contada en blanco y negro! Sin embargo, hay ejemplos (como los que traigo a colación) que rompen con la idea artística clásica que se tiene del género, con el conservadurismo teórico de que el cine noir es aquel que se filmó en los cuarenta y cincuenta bajo las rígidas normas del expresionismo bicolor.

A mí en lo personal me parece que los prolegómenos del cine negro no se le pueden adjudicar a Wyler sino a John Huston, quien rodaría su propia adaptación de una novela escrita por Dashiel Hammett, The Maltese Falcon (1941) y pondría en el rol principal a Humphrey Bogart (un sólido actor que hasta ese entonces solía interpretar rudos delincuentes al margen de la ley en las cintas gánster proto-noir de la década del treinta) como el personaje icónico por excelencia del género (no olvidemos que Bogart también fue Philip Marlowe en el The Big Sleep de Howard Hawks, un guion adaptado por William Faulkner de la novela de Chandler). Y todo el clasicismo del género se repartiría justo hasta antes de la década de los sesenta, cuando la muerte de los grandes estudios decretaría el final de una época. Laura (1943) de Preminger,  To Have And Have Not (1944) nuevamente de Hawks, Scarlet Street (1945) de Fritz Lang, Gilda (1946) de Charles Vidor, The Lady From Shanghai de Orson Welles, Key Largo (1948) y The Asphalt Jungle (1950), otra vez de Huston, Strangers On A Train (1951) la adaptación de una novela de la gran Patricia Highsmith por parte de Raymond Chandler y dirigida por Alfred Hitchcock, entre otras, constituyen el pináculo, lo que más brilla y vale de un género que se adueñó del cine norteamericano de la guerra y la posguerra y que aún hoy es un recordatorio de cuánta gloria se ha perdido en el arte.

Sin embargo, les vengo a hablar de algunos filmes que, pese a ser considerados dentro de la categoría noir no cumplen, en mi opinión y también en la de la casa restauradora Criterion Collection (que publicó en su canal una amplia selección de piezas no «ortodoxas» de la cual yo he seleccionado cinco) con las características típicas legítimas que se le ha adjudicado al género. Un par de párrafos arriba les comentaba que el noema de la filmografía negra es su expresionismo bicolor. Y la principal afrenta estética que podía imaginarse en aquellos tiempos de puritanismo (en el buen sentido del término) era utilizar el Technicolor o el Cinemascope para hablar sobre la corrupción y la codicia, sobre la criminalidad y los pecados. El Technicolor tricolor (desarrollado hacia finales de la década del treinta) y el posterior Cinemascope surgido ya en los cincuenta, intentarían también imponerse (recordemos que la pantalla grande debía ser un espectáculo) más allá de especies y de variedades y en ese sentido no reconocían fronteras.

Leave Her To Heaven (1945), un melodrama filmado por John M. Stahl, ruso judío nacido en Azerbaiyán y fundador de los estudios MGM, de larga carrera en el cine mudo y una aceptable transición al cine hablado, fue la primera cinta considerada «negra» que se apartó de los cánones estéticos del género. Rodada en un impresionante Technicolor que tiñe todo a su paso, con un guion de Jo Swerling basado en una novela de Ben Ames Williams, un escritor que publicó muchísimos cuentos en el Saturday Evening Post y que tras la Gran Depresión comenzó a crear novelas, narra la historia de una mujer fuerte y posesiva, capaz de hacer casi cualquier cosa por salirse con la suya, que termina engrapando a un hombre bueno y decente en una espiral de horror y dolor. El crítico Aren Bergström, de hecho, afirma que Gone Girl, la cinta de David Fincher, es una especie de versión moderna de la pieza de Stahl, cosa que podría ser medianamente cierta. Gene Tierney, de mirada incisiva y rictus de severidad inconmovible, desborda la pantalla, se roba cada aliento. Tierney no era una belleza tradicional, por cierto. Delgada y en ocasiones pétrea, con dentadura imperfecta y mohín despectivo, se alejaba estéticamente de otras estrellas femeninas de la época. Para ese entonces se hallaba en su prime. Laura de Otto Preminger y Heaven Can Wait de Ernst Lubitsch, así lo atestiguan.

En Leave Her To Heaven no tenemos presente a un tipo duro y levemente amoral que se sobrepone al ambiente hostil que lo rodea. El Richard Harland de Cornel Wilde es un hombre débil y manipulable, una imagen vívida del escritor como víctima referencial, algo típico de la cinematografía de Hollywood a lo largo de su historia. No hay detectives privados ni policías corruptos, no hay crímenes para ser investigados ni patriarcas millonarios que esconden algún hecho delictivo. En ese sentido, aparte del Technicolor, el filme de Stahl se acerca más al típico melodrama que a las historias de Hammett. Y como curiosidad, podemos atisbar en esta pieza algunos signos de modernidad, como la ingesta de sándwiches de pavo y las cremaciones a los muertos, por ejemplo.

Desert Fury (1947), de Lewis Allen es, en cambio, una especie de policiaco rural. También rodado en Technicolor, posee un par de curiosidades, las de ver a Mary Astor, aquella estrella del cine mudo que luego había triunfado junto a Bogart en The Maltese Falcon y a un muy joven Burt Lancaster que aquí filmaba su primera película en Hollywood, aunque The Killers, que se produciría después, se estrenaría primero y sería reconocida por muchísimos especialistas como el primer título de su carrera. Grueso error. El guión adaptado del excelente Robert Rossen sobre una novela de Ramona Steward posee diálogos chandlerianos y personajes intensos. Las escenas se rodaron en locaciones de la pequeña ciudad de Piru en el condado de Ventura, California, que gracias al color revelan la belleza infinita del medio oeste norteamericano. Lizabeth Scott, una actriz histriónicamente limitada pero muy competitiva que adquirió fama en la década de los 40 y los 50 por sus papeles en cintas noir y por su relación con el productor Hal Wallis, da vida a una mujer víctima de las circunstancias, muy alejada del canon de la belleza infausta y fatal que caracterizaba al género. Desert Fury es básicamente un melodrama.

Pero lo más interesante y poco usual de la historia narrada por Lewis Allen es el contenido que se cuenta. El experto en cine negro Eddie Muller escribiría: Desert Fury es la película más gay jamás producida en la era dorada de Hollywood. El filme está saturado con un color increíblemente exuberante, diálogos rápidos y furiosos llenos de insinuaciones, dobles sentidos, oscuros secretos, indignadas bofetadas, sobreexcitados violines de Miklos Rosza… ¿Cómo ha escapado esta película a su renacimiento o al estatus de culto? Es Hollywood en su forma más gloriosamente loca». Y es que la relación que se cuenta entre los villanos de la historia, el Eddie Bendix de John Hodiak y el Johnny Ryan de Wendell Corey, alejada de poses y maniqueísmos, asombra por su audacia y realismo. A más de una pareja de homosexuales he conocido yo que conducen su relación de la misma manera en que Allen la muestra.

Dentro de los filmes atípicos de la categoría noir rodados a color sobresale una cinta que vi por vez primera cuando vivía en Cuba y el cine era una de las pocas vías de escape existencial a la barbarie monótona del castrismo. Niagara (1953), que establecería al fenómeno Monroe como un hito del arte, fue dirigida por Henry Hathaway, que para ese entonces ya atesoraba una larguísima carrera como realizador. Probablemente, la más negra de las cintas que aquí reseño, Niagara muestra a las cataratas como metáfora de la vida: apacible y cálida en su remanso, brutal y despiadada en la caída. Marilyn Monroe en el comienzo del pináculo de su carrera cimenta el estereotipo de la mujer fatal, fría y calculadora en contraposición a la muy dulce Jean Peters, que no mucho después desaparecería de la vida pública junto a su marido, el multimillonario Howard Hughes. Hathaway, que narra con precisión y gracia, sabe tensar la cuerda del suspenso y filma directamente una cinta hitchcockniana. En términos «morales» también hay una interesante contraposición entre el conservadurismo de la pareja Cutler en contraste con la liberalidad asesina de los Loomis. Marilyn estrangulada en el campanario de la Rainbow Tower, por cierto, es el reflejo nítido del drama y de la muerte.

Black Widow (1954) filmada en Cinemascope, es una pieza que aparentemente se encuentra mucho más cerca de Agatha Christie que de Raymond Chandler. Sin embargo, ¿acaso toda la literatura negra (y, por ende, el cine noir) no nacen de la matriz inacabable de la literatura tradicional de crimen y misterio? Nunnally Johnson establece una narración lineal, típica de la época, pero también asume el riesgo de experimentar con los tiempos hacia el final del metraje, cuando ya se dilucidan los misterios. La historia es sencilla y está muy bien engranada, aunque el epílogo no deja de ser forzado. Una hermosa imagen colorida de New York desde la amplísima ventana del apartamento al que arriba Nancy Ordway (la ex estrella infantil Peggy Ann Gardner) da cuenta de las bonanzas del Cinemascope y alejan a este filme del tradicionalismo, aunque aún haya lugar para convencionalismos argumentales como la presencia de la mujer fría y manipuladora que convierte en víctima a su presa, el infausto Peter Denver, quien tiene que salvarse así mismo ejerciendo como investigador de la farsa que se ha montado. Gene Tierney, en un papel absolutamente diferente al de Leave Her To Heaven, demuestra cuán gran actriz era. Van Heflin, Ginger Rogers, Reginald Gardner y el mítico George Raft, aquí haciendo el papel de un escéptico policía, completan un reparto clásico e inolvidable.

House Of Bamboo (1955), dirigida por Samuel Fuller y filmada en CinemaScope y en DeLuxe Color, fue una de varias películas de la 20th Century Fox producidas por Buddy Adler que se rodaron en Asia en la década de los cincuenta. La historia creada por Harry Kleiner, un guionista puro, es una especie de antecedente del Black Rain de Scott al desarrollarse en Japón, donde investigadores norteamericanos investigan la muerte de un sargento militar. Pero mientras Scott tiñe de oscuro su historia y sus personajes, Fuller realza sus colores. El tema no es característico del cine negro. Es en realidad una cinta policiaca casi ortodoxa, con un cierto componente del cine gansteril, una rareza conceptual y argumental para la década en que fue filmada. En términos estéticos e incluso argumentales, House of Bamboo no es una cinta noir. Y si acaso resalta algo es la fotografía del veterano Joseph MacDonald, que ya antes de este trabajo había estado a cargo de la cinematografía de Viva Zapata, el filme de Kazan. Un tren que atraviesa los sembrados helados frente al monte Fuji en Yokohama. El Tokio primitivo de la posguerra con sus aceras mullidas y sus viejos edificios… Ninguno de los cinco ejemplos enumerados aquí es un arquetipo paradigmático del cine negro, eso ya lo sabemos. Y quizás muchísimas otras obras conceptualizadas dentro del género tampoco lo sean. Una pieza exacta que responda a los cánones previamente establecidos en cualquier manifestación del arte es casi un imposible reservado a los puristas. Leave Her To Heaven, más melodrama que otra cosa; Desert Fury, una rareza cuasi inclasificable; Niagara, una pieza de claros tintes hitchcocknianos; Black Widow, un policiaco a la usanza de los escritores de «misterio» (esta denominación también suele otorgarse al cine y la literatura noir, cosa con la que no concuerdo); y la historia de Fuller de House Of Bamboo son muestras de un cine vibrante que, sin embargo, nunca se les debió haber colgado el cartelito de maras.

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