Por: Mirko Mistral
En cierto sentido, podemos analizar la Revolución de Octubre como una especie de confrontación personal entre Bakunin y Marx. Lenin, en el otoño de 1917, en el período más incipiente y, podría decirse, menos maduro de todas las circunstancias posibles, rindió homenaje a la doctrina bakuniniana que abogaba por la pura destrucción en las primeras etapas de la revolución, solo para comprometerse posteriormente con la tarea más contraria a los principios de Bakunin: la creación de un Estado despótico.
En febrero de 1875, Bakunin compartió sus desalentadoras reflexiones con Elisée Reclus desde Lugano, debido a la falta de energía revolucionaria en las masas, que parecían resignadas y acomodaticias. Solo un reducido grupo de individuos estoicos, como los belgas y jurasianos, a quienes podríamos considerar los últimos custodios de la ya extinta Internacional, lograban reunir la vitalidad necesaria para perseverar en medio de las circunstancias imperantes. La única perspectiva que podría reavivar la causa revolucionaria, según la sugerencia de Bakunin, era un conflicto bélico entre las potencias imperialistas de Europa:
«En lo que a mí respecta, querido amigo, soy demasiado mayor, demasiado anciano, me siento sumamente fatigado y debo confesarte que estoy profundamente desilusionado con numerosos aspectos de la historia, lo que hace difícil encontrar la motivación y la fortaleza necesarias para embarcarme en este esfuerzo… Queda aún una última esperanza: la Guerra Mundial… ¡Pero, qué perspectiva tan desalentadora!»
Bakunin, en contraste con Marx, nunca dejó de enfatizar que la fuente de la energía revolucionaria, de la furia y la ira, reside en la invocación del pueblo. Consideraba al pueblo como un depósito de energías subversivas y de insatisfacciones explosivas que sigue desempeñando un papel esencial en la gestación de movimientos rebeldes. A lo largo de un período que abarca más de dos siglos, esta entidad mítica ha sido la génesis de las expresiones más concretas de los colectivos tymoticos.
Todas las corrientes, ya sean esotéricas, conspirativas o historiográficas, que examinan el origen de la Revolución cubana de 1959, suelen pasar por alto el hecho de que, en sus inicios, y antes y después de estos, Castro fue un seguidor de la corriente bakuninista que invocaba la ira como fuente de energía revolucionaria, al igual que Lenin. El marxismo fue la cara ideológica del castrismo.
La investigación continúa…