Atrapados en las palabras

Por El poeta en actos

En un principio hubo una aspiración que parecía superar las necesidades prácticas de la filosofía y de la ciencia. Se trataba de un impulso por levantar un sistema poético del mundo que sirviera como alternativa a la lógica aristotélica y al peso de los determinismos racionales. No era un capricho estético sino una ambición cósmica. Se creyó posible que la poesía pudiese convertirse en la gran arquitectura de la verdad, en un espejo más fiel que la razón. Quien se acercaba a ese empeño sentía que la promesa de lo misterioso podía organizarse en palabras, que lo innombrable podía ser fijado como un mapa que orientara la existencia. Sin embargo, lo que terminó surgiendo no fue un edificio iluminado por la verdad sino una galería de espejismos. El sistema poético del mundo se convirtió en una cárcel de metáforas y de imágenes separadas de la vida, en un juego de símbolos que brillaban con intensidad, pero que no lograban sostener el misterio de la poesía.

La paradoja se hizo evidente muy pronto. Lo que debía ser un camino de liberación terminó como un artificio más de la mente. El intento de sostener un orden poético universal acabó en una proliferación de palabras que rozaban el misterio, aunque nunca lo atravesaban. Joel James, al reflexionar sobre la poética presente en los sistemas mágico-religiosos africanos, advirtió que la poesía no pregunta cómo ocurren las cosas sino por qué ocurren. Ese matiz revelaba que la poesía no es explicación sino revelación, que no busca describir un mecanismo sino abrir un sentido. Pero en el sistema poético del mundo ese principio se diluyó porque la misma ambición de sistematizar obligaba a encerrar la experiencia en definiciones. Lo que pudo ser un relámpago de sentido quedó reducido a catálogo.

La incapacidad para distinguir entre poesía en verso, poesía filosófica y poesía en acción selló el destino de este intento. El sentir, que es lo único capaz de trascender las palabras, quedó relegado. Lo que debía ser movimiento se convirtió en esquema. Así el sistema poético del mundo quedó atrapado entre signos que pretendían explicar lo inexplicable. Y el misterio, en lugar de develarse, permaneció intacto, sonriente, como si disfrutara de la impotencia de quienes quisieron apresarlo.

William S. Haas, en The Destiny of the Mind, explicó con lucidez la diferencia entre la forma poética de Occidente y la práctica poética de Oriente. Esa comparación desnuda la raíz del problema. Occidente ha concebido la poesía como un producto de la mente. La sitúa dentro de la relación entre el yo y los sentidos. Desde allí construyó tradiciones, escuelas y rupturas. De ese modo la historia de la poesía occidental se narra como un desfile de movimientos, cada uno enfrentado al anterior: romanticismo, naturalismo, simbolismo, modernismo, vanguardias, posmodernismo. La poesía se vuelve archivo, herencia, genealogía. Se convierte en un fenómeno histórico que obedece a la idea de progreso, como si se tratara de una ciencia más.

En Oriente la poesía aparece como totalidad práctica, como gesto espontáneo que no necesita de estilos ni de períodos. Allí no existe la obsesión por la cronología. El haiku, el mantra, la canción mística se mantienen vivos en el tiempo sin necesidad de proclamarse novedades. La poesía oriental no se mide por rupturas, sino por intensidades de presencia. No busca dramatizar el vacío, ni narrar la angustia, ni justificar el sinsentido. Su núcleo está en la risa, en la celebración, en la certeza de que la vida es juego. Frente a un Occidente que insiste en el dramatismo de lo trágico, Oriente responde con la ligereza de lo eterno.

El problema de Occidente es que quiere dar significado a la vida a través de palabras que carecen de significado en sí mismas. El lenguaje occidental está diseñado como código, como sistema de convenciones que se intenta llenar de sentido. Pero ese sentido es un fantasma. Las palabras no salvan, solo apuntan hacia lo que falta. Oriente, en cambio, no busca esa mediación. Para el espíritu oriental la vida misma es ya portadora de verdad. El lenguaje no se erige como un código separado, sino como vibración de la existencia. Así, mientras en Occidente se construyen bibliotecas de estilos y tratados de lingüística, en Oriente basta con que el corazón se abra a la experiencia inmediata.

En ese cruce de caminos aparece Sri Aurobindo, un poeta que quiso conciliar ambos mundos. Su proyecto consistió en unir la visión reveladora de Oriente con la disciplina poética de Occidente. El resultado fue Savitri, un poema monumental de más de setecientas páginas, presentado como revelación y al mismo tiempo escrito con la lógica expositiva de la tradición occidental. La obra habla de lo eterno, de la batalla entre luz y sombra, de la trascendencia del espíritu. Sin embargo, el lector que avanza por sus páginas se encuentra con un lenguaje que se anuncia revelador, pero que se despliega de manera racional, conceptual, casi filosófica. El impulso vital se siente sofocado bajo la maquinaria del discurso. El poema se quiere acción, pero se presenta como explicación. Es símbolo y leyenda, pero nunca logra desprenderse de su propio peso.

Aurobindo se convirtió en un referente de la modernidad poética, sobre todo porque en The Future Poetry defendió la idea de una poesía mantrica, oceánica, que superara las formas agotadas del modernismo. Su sueño era que la poesía no se limitara a imágenes, sino que se convirtiera en vibración espiritual. No obstante, él mismo cayó en la trampa de las palabras. Su revelación se volvió exposición interminable. En esa paradoja compartió destino con Lezama Lima, quien también intentó levantar un sistema poético del mundo a través de la imagen. Ambos, aunque desde horizontes distintos, quedaron atrapados en la cárcel del lenguaje.

Ese fracaso debe entenderse a la luz de la vieja sospecha de Platón. La poesía, acusada de imitar apariencias y de engañar a la razón, fue expulsada de la República. Los intentos modernos por convertirla en fundamento universal confirmaron, sin querer, aquella desconfianza. El logos occidental se impone siempre como juez. Aunque la poesía intente emanciparse, acaba utilizando las armas de su adversario. La lógica mide, organiza, evalúa, y la poesía sometida al sistema poético del mundo se vuelve un nuevo discurso de la razón.

No es casual que Nietzsche haya intentado recuperar lo dionisíaco como origen de la tragedia y como fuerza primordial. Ni que Hölderlin haya buscado en sus versos unir pensamiento y poesía como si se tratara de un mismo soplo. Tampoco es casual que Heidegger declarara que la poesía es la morada del ser. Todos intentaron escapar al peso del logos, todos quisieron devolver a la palabra su carácter originario, pero todos chocaron con la misma frontera. La palabra sigue siendo signo. Cuando busca revelar lo inefable se descubre impotente, incapaz de ir más allá de sí.

En este punto conviene observar cómo Oriente resuelve esa paradoja. Allí el haiku no pretende explicar, apenas muestra un instante. Un sapo salta en el viejo estanque y el agua resuena. No hay metáfora, no hay sistema, no hay discurso. Solo hay presencia. Allí el mantra no necesita argumento. Su fuerza está en la repetición, en el sonido que calma la mente hasta que la conciencia se aquieta. Allí la poesía taoísta muestra la unidad de todas las cosas sin necesidad de desarrollar un tratado. Mientras Occidente multiplica escuelas y genealogías, Oriente respira en el instante.

El sistema poético del mundo no es más que una ilusión. Quiso ordenar lo inasible, clasificar lo que se escapa, domesticar lo que arde. En lugar de poesía, produjo manuales. En lugar de revelación, produjo discursos. Lo poético quedó reducido a materia de archivo. Sin embargo, esa insistencia en organizar revela una nostalgia. Occidente añora la unidad perdida. Busca en palabras lo que ya no encuentra en la vida. Oriente no la añora porque nunca la perdió. Allí la poesía no es canon ni monumento, sino respiración.

Lezama quiso que la poesía fuese un sistema de imágenes. Aurobindo quiso que fuese un sistema de revelaciones. El primero construyó un laberinto barroco, el segundo una meditación interminable. Ambos fracasaron en el mismo punto: el lenguaje. Ambos descubrieron que las palabras, por más que se multipliquen, no bastan para contener lo poético. Ambos confirmaron que el intento de sistematizar la poesía conduce a cenizas.

Quizá la única salida sea aceptar que la poesía no necesita ser atrapada en un sistema. No es un mapa, es un río. No es teoría, es experiencia. No es catálogo, es temblor. La poesía vive en quien la experimenta, no en quien la organiza. Vive en la respiración del instante, en la emoción que se escapa antes de ser nombrada. Vive en el temblor del cuerpo y en el silencio que sigue a las palabras. Por eso la poesía oriental parece confundirse con la vida. Y por eso la occidental la busca desesperadamente en los libros.

El sistema poético del mundo seguirá siendo un espejismo, pero ese espejismo cumple una función. Nos recuerda que lo poético es siempre un exceso, que ninguna definición lo contiene. Nos muestra que cada intento por apresarlo revela más bien su fuga. Y nos obliga a reconocer que la verdad de la poesía no está en los tratados ni en los sistemas, sino en el relámpago que atraviesa la experiencia. El misterio de la poesía no se entrega a las palabras, pero se deja rozar por ellas. Y en ese roce, aunque insuficiente, seguimos buscándola.

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