Ateísmo espiritual en la «polis» griega

Por Coloso de Rodas

El veredicto contra Sócrates no podría haberse pronunciado en otro lugar que en la ciega inercia del colegio de quinientos jueces. Pero ha aprendido entretanto que el comportamiento de la mayoría, cuando se guía por la convención, se basa por una razón comprensible en la búsqueda de la autopreservación de la polis. Los autoengaños mayoritarios son arreglos entre partidos de opinión y partidos de hábito, sin los cuales difícilmente pueden existir comunidades de alguna complejidad.

La tragedia de Sócrates surgió del hecho de que se atrevió a evocar una forma superior de contemplación o de escucha de lo divino en un momento en que su forma anterior corría el riesgo de hundirse en un crepúsculo irónico. No lo olvidemos: una buena veintena de años antes del juicio a Sócrates, Aristófanes se había burlado groseramente del errático pensador en Las nubes (424 a.C.). Pero el dramaturgo se había burlado aún más del primero de los dioses, Zeus, a quien el coro popular había negado el privilegio de enviar el rayo y el trueno. Aunque esto también fuera una comedia, ya era un ateísmo meteorológico. Lo característico, sobre todo, fue que el poeta creador de comedias hizo que el sofista se cerniera, para su primera aparición, en una hamaca colgada en el teologeion sobre el escenario: desde allí, Sócrates, haciendo el papel de un falso dios, enseñaba que las nubes eran los nuevos habitantes del Olimpo, que eran las que hacían descender las ideas, los rayos huecos y el humo.

Es de suponer que de los que se pronunciaron en contra de Sócrates en el año 399 a.C., muchos no tenían más relación con personajes como Zeus, Hermes, Ares, Poseidón, etc., que la que tienen los actuales alemanes con el águila federal. En su constitución mental, la politeia antigua, hacia el 400 a.C., era análogamente a la moderna una comunidad de hipócritas, y además una convención de desamparados. La ley tácita de la igualdad de la fachada y la piedad de la apariencia al servicio del conjunto ya se le aplicaba; esto no excluía la existencia de una minoría que se tomaba en serio a los dioses y las leyes de la convivencia dentro de la ciudad.

Se trata de los vagos colaboradores que, por aquel entonces, ya daban a un puñado de personas decididas los campos de acción para sus grandes gestos en relación con la fe: con su construcción de nuevos templos en la Acrópolis, las élites atenienses del 450 a.C., hinchadas por su poder, se habían ofrecido un lujo religioso-imperialista que pretendía imponerse tanto a la gente sencilla del lugar como a los asombrados y humillados visitantes llegados de toda Grecia. Se trataba de sugerir a cualquiera que mirara los edificios de la «ciudad alta» que esta polis era necesariamente privilegiada por los dioses. No es imposible que, desde entonces, los templos se construyeran pensando en los visitantes, al igual que los museos se construyen hoy en día a la espera de turistas dispuestos a dejar que el arte actúe sobre ellos en un espacio que lo cuide.

La ilusión ateniense se rompió durante la Guerra del Peloponeso (431-404). Si los habitantes de la polis rara vez se preocupaban por los escrúpulos en sus amplios juegos cívicos, tanto dentro como fuera, era porque temían, con razón, que cualquier régimen distinto al de la época sería mucho más conflictivo, e incluso que el mayor de los males, la guerra civil, se acercaría inevitablemente. Sólo que esto habría sido más grave que la situación anormal que, hasta el momento del interminable conflicto con la Liga del Peloponeso, había dado lugar a una guerra exterior permanente. Para los habitantes de la ciudad democrática, el hueco que podía hacer la mayoría se había convertido en el espíritu de la época.

En Las Leyes, el viejo Platón adquirió un grado de serenidad que roza lo abismal. ¿Cómo se debe – en la comunidad pragmática- proceda con los que insisten en que las estrellas no son dioses visibles desde lejos, sino grandes piedras resplandecientes? ¿Qué había que decir a los sonrientes sofistas que discutían globalmente la existencia de los dioses y presentaban a los hombres como huérfanos del cielo? ¿Cómo se podía tratar a los imprudentes que ponían en peligro la capacidad de coexistencia de los mortales al negar abiertamente la existencia de los inmortales? La sabiduría de Platón en su gran época se acercó a la conciencia trágica, en un sentido no teatral, en la medida en que profesaba que era necesario sermonear repetidamente a los incrédulos, como si fueran ignorantes, para persuadirlos de la idea de la coherencia del cosmos. Si las naturalezas problemáticas se negaban a adherirse al consenso hasta el final, había que eliminarlas, aunque al sabio en el poder, que sabía que tenía que ser benévolo, le resultara difícil pronunciar juicios tan duros. Las tumbas de los atheoi o asebes debían estar en tierra de nadie, fuera del territorio de la ciudad, imposibles de visitar y encontrar; sus pensamientos debían considerarse sin valor, vacíos e indignos de ser citados.

El escándalo no percibido se hace visible cuando prestamos atención al hecho de que Platón, en su vejez, tendió la mano a su antiguo oponente Protágoras. Se reunieron en torno a esta idea extremadamente problemática: la cohesión social se afianza incluso en el nivel de las colectividades más complejas a través de la fe compartida en los dioses, incluso cuando se ha vuelto imposible distinguir realmente entre dioses, convenciones, ficciones y mentiras estratégicas. Ambos pensadores acogieron la imprecisión productiva de la therapia theon como valor sociofuncional. El dios es para ellos el «otro generalizado» – el maestro de las zonas grises y las afinidades vagas como el otro generalizado, es también el yo generalizado, por así decirlo como su homólogo olímpico o uraniano.

Quien se refiere a él por su participación en el culto es un conciudadano que aprueba la carta-nosotros en nombre de Atenea, Apolo, Zeus y otras nobles improbabilidades; demuestra ser uno de los que están dispuestos a profesar su ser-junto con otros, más allá de la familia y el clan: en círculos más estrechos con sus compatriotas atenienses, con los que se afirma la ficción del parentesco, nolens volens – mientras que ordinariamente a los inmigrantes (metoikoi) no se les reconocían derechos cívicos; a los que habían llegado después de ser comprados, los esclavos, no se les permitía concederlos de todos modos; pero también con los helenos del continente y de las islas, que hablaban la misma lengua, y con sus dioses locales, que debieron prestar sus almas a no menos de 700 poleis; e incluso, quizá, finalmente, con la humanidad en su conjunto, en la medida en que sus márgenes exteriores no se consideraban bárbaros y no podían ser descartados como un amasijo de hordas de criaturas que emiten gruñidos infrahumanos.

Ahora podemos decir lo que debemos reprochar a los ateos: los que rechazan resueltamente la relación están en huelga contra el koinon, lo común, el espíritu unificador. Desde el punto de vista de Platón, si no ceden hasta el final, han merecido la muerte como saboteadores del frágil «nosotros».

El escándalo inadvertido de la vuelta de Platón a Protágoras -que significa, en sustancia: de la renuncia de la filosofía a la sofística- fue precedido por un escándalo más visible y, desde siempre, más fuertemente advertido: en la cima de su energía intelectual y literaria -en el texto temprano de La República (Politeia)– Platón había ya, sin ser tímido, dado prioridad a la preocupación de la cohesión política y social sobre la «verdad». La teoría sulfurosa «mentira noble» (gennaion pseudos) recuerda el compromiso histórico de la filosofía con la ilusión planificada.

Quien quiera saber cómo se comportan los términos «verdad», «religión», «justicia», etc. en una situación de prueba de tensión política, hará bien en volver a los pasajes de La República en los que Sócrates habla de los efectos políticamente beneficiosos de las fábulas para los adultos. Como cualquier observador de los hechos sociales en «sociedades» de cierta complejidad antes y después de él, el Sócrates de Platón sabe que la desigualdad es la característica principal de las «sociedades» funcionalmente estratificadas y diferenciadas. En ella, la «ley» de la desigualdad está grabada en todos los niveles de la realidad, empezando por las diferencias entre los sexos y los grupos de edad, pasando por el acceso a la participación política (de la que estaban excluidos los esclavos, las mujeres y los inmigrantes incluso en la mejor época de la democracia ateniense) y hasta la formación de la generación joven.

Es en esta última donde la división de clases se hace más evidente. Mientras que los hijos de los ricos son objeto de una costosa atención, los descendientes de los pobres suelen ser abandonados a su desorden cultural. Mientras persistamos en llamar a tales entidades «pueblos», sugerimos que los órdenes de parentesco, o incluso las fantasías de parentesco, desempeñaron el papel determinante en el mantenimiento del conjunto «social», y que dieron un sentido más o menos sostenible a las desigualdades en la asignación de posiciones dentro de la comunidad. Allí donde el parentesco -sea concreto o imaginario- sigue representando una magnitud casi concretamente verificable como máquina de cohesión primaria, la pertenencia suele tener más peso que el estatus del individuo en el tejido social.

En la fábula de la polis que puede leerse en el tercer libro de La República, Platón hizo plausible, a través de Sócrates, que le sirvió de portavoz, la primacía del parentesco sobre la idea de los derechos legales (isonomía), mediante un engaño geofísico de simpatía. La Madre Tierra en la que conviven los ciudadanos atenienses había dado tempranas pruebas de su fertilidad al dar a luz hijos de oro, hijos de plata e hijos de hierro. De estos diversos vástagos del metal surgen las tres «clases» oficialmente designadas del estado ideal: los señores, los guardianes y los artesanos o campesinos. Si se llevan bien es porque la desigualdad de sus funciones y posiciones debe ser superada por la energía de unión que emana de la ficción de origen. Los hijos de una misma madre deben estar, en el plano prepolítico, si no reconciliados entre sí, al menos vinculados por los lazos de la sangre.

Sócrates admite que ningún adulto puede creer seriamente una historia así en este momento. Pero para las generaciones posteriores, esta fábula se convertirá en algo aceptable, incluso para los no niños, porque no se admitiría una explicación mejor para la desigualdad de los ciudadanos. Con la ayuda de la censura, nacería una therapeia theon artificial, el primer modelo de la «religión civil» exigida por Rousseau. Esto habría demostrado lo que, desde el punto de vista de la filosofía sofista, había que demostrar: en las comunidades estratificadas o «sociedades de clase» del tipo polis (más tarde res publica o Estado), no puede haber un sentido común espontáneo de todos, sino cultivándolo en el suelo de las ilusiones planificadas. La única alternativa, para la animación idealista e ilusoria de la nueva ciudad, vendría de la mano de la tensión real de la guerra, que haría que los ciudadanos, en todos los niveles de la escala social, comprendieran ipso facto a qué campo pertenecen.

Cuando Platón escribió la República (probablemente después del año 390 a.C.), este último supuesto era todavía casi el statu quo; se había completado laboriosamente una guerra de treinta años a costa de enormes sacrificios y un final terrible. Quien era ateniense en aquella época probablemente identificaba la nolens volens con su ciudad, porque necesariamente deseaba que saliera victoriosa de su permanente enfrentamiento con Esparta. En su programa estatal, Platón intentaba pensar más allá de la guerra externa como aglutinante de una comunidad de tensión, preguntándose si una polis ineludiblemente estratificada podría formar un sentido común viable y cómo lo haría. Si mostró a Sócrates cuestionando la naturaleza de la justicia, fue también porque la polis real se había transformado desde hacía tiempo en un teatro de agitación para abogados, en el que los principales oradores pervertían constantemente los procedimientos democráticos de elaboración de leyes y de toma de decisiones políticas, con el resultado de que la guerra en el exterior y la manía de los juicios en el interior se habían convertido en los acompañantes permanentes del modus vivendi democrático.

Sócrates no relata sin pudor la fábula de las clases metálicas «afines» al lado materno. En su argumento se revela una conciencia infeliz, si se puede llamar así a una existencia pensante que ha quedado atrapada entre épocas: las situaciones en las que los dioses creadores de comunidad y sociedad (los lares en las familias, los dioses de la ciudad en las poleis) prosperaban por sí mismos han terminado claramente desde la Edad de Oro. El Nuevo Estado, en cambio, que debe descansar en un conocimiento filosóficamente fundamentado de lo divino y lo justo, sólo puede postularse mediante anticipaciones impotentes e impopulares -pasarían siete siglos antes de que los herederos de Constantino el Grande pusieran en marcha algunos de los postulados platónicos con su política religiosa cristiana-.

La torpeza de esta situación intermedia se explica por la historia de la conciencia: mientras los propios adultos eran, con todo respeto, niños intelectualmente crecidos, podían dar crédito sin reservas a los mitos y a sus narradores; a medida que se convertían en criaturas pensantes, escapaban de la esfera de los mitos -pero lo divino no se desarrollaba de forma sincronizada; se presentaba sobre todo al modo de mistificaciones autosugestionadas, medio racionales, medio fabulosas. Sus incubadoras, en lo que respecta al espacio del Occidente antiguo, fueron las metrópolis que rebosaban de fundadores de cultos, intérpretes de escritos e importadores de mitos. Se disputaban la influencia sobre un pequeño estrato de personas cultas en el que las convenciones religiosas debían ceder ante los sincretismos modernos. Las mezclas simbólicas permitieron adaptar las entidades religiosas al modo postconvencional. A la voluntad de creer que flotaba libremente se añadían las ficciones producidas por la combinación, que los religiosos urbanos adquirían en una lucha constante por la distinción.

La perplejidad de Sócrates ante la exposición de la fábula del metal reproduce el desasosiego que germina en la «buena creencia» -por utilizar la mejor traducción que se ha dado a la expresión eusehia-: mientras los miembros de los pueblos podían creer, de buena fe, lo que sus mayores les habían contado, se encontraban en estado de feliz mistificación; en todo caso estaban condenados a la fe, a falta de mejores explicaciones sobre el designio del mundo y sus males. En la medida en que su comprensión se aleja, gracias al progreso empírico y reflexivo, de la esfera de los mitos y las fábulas, sobre todo en las metrópolis en las que se generaliza la comparación y circula la libertad de expresión, la fe como tal se vuelve problemática: el creyente de la época postmística (o de una época

Esta es la principal razón de la «individualización» de la religiosidad en la antigüedad tardía, un fenómeno que ha dado lugar a muchos debates. Esta es la principal razón de la «individualización» de la religiosidad en la antigüedad tardía, un fenómeno que ha dado lugar a muchos debates. Los «individuos» son los que «necesitan» ilusiones metafísicas privadas y, para obtener ayuda, recurren a las ofertas de fe de los círculos mistagógicos o filosóficos locales. La «necesidad metafísica» falazmente generalizada por Schopenhauer es en realidad un producto de la desintegración que debía compensar el vacío tras la evaporación de la fe en los mitos; lo que Schopenhauer llama «necesidad» aparece junto con el derecho humano, basado en la premisa de que cada individuo que queda vacío por la antigua fe tiene la libertad de adormecerse en los brazos de su ilusión favorita.

Al contrario de lo que enseñaba Hegel, la «conciencia infeliz» no surge de la insatisfacción que necesariamente acompañaba al estoicismo y al escepticismo de la antigüedad tardía -ambos concebidos como filosofías de una subjetividad que no lleva más allá del ideal de autodominio frente a un destino que hay que aceptar en la impotencia. Ha resultado, por un camino mucho más corto, de la escandalosa exigencia de que una inteligencia que se desprende de los mitos contribuya a su autoengaño socio-compatible. Es lamentable que la conciencia se enfrente a la elección entre hacerse pequeña en nombre de la pertenencia a una comunidad o emigrar a la soledad de un saber impopular.

Ningún otro individuo del mundo de la Antigüedad tardía que Constantino el Grande (c. 280-337) revela mejor los efectos de la semi creencia creyente típica de la época. Su interés por el cristianismo, tanto si se basa en rasgos genuinamente personales como si tiene motivaciones principalmente estratégicas, sólo puede entenderse en términos de su búsqueda de un marco religioso compatible con el imperium. Lo que le cautivó en la doctrina cristiana, a él, el general obsesionado por el éxito, fue la analogía, que se hizo realidad tras la eliminación de  sus rivales en la lucha por el puesto de augusto, entre la autocracia y la fe en un dios único.


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