Por Coloso de Rodas
En la inevitable existencia, lo que exhala su último suspiro junto con el hombre es el ejercicio, y lo que resurge con él en el parto es, sin duda alguna, el ejercicio. Un principio inquebrantable que nos acompaña desde el primer aliento hasta el último, y que, en su constante presencia, transforma nuestra percepción de la vida misma. A lo largo de este viaje existencial, nos desplazamos de una práctica a otra dentro del vasto espacio habitado que es nuestra vida, un espacio que constantemente nos desafía a seguir adelante, a ejercitar el cuerpo y la mente, a repensar nuestras capacidades y limitaciones.
Cada acto de nuestra vida diaria se convierte en un ejercicio en sí mismo: pensar, ver, caminar, hablar, amar, reír, llorar, escribir. Son actividades que, a primera vista, parecen simples, cotidianas e incluso naturales, pero que al profundizar en su esencia, descubrimos que todas requieren de un esfuerzo consciente, de una activación de nuestra musculatura corporal y, por extensión, de nuestra voluntad. En el fondo, cada uno de estos actos forma parte de una cadena ininterrumpida de ejercicios que buscan redefinir nuestra propia existencia. Es una lucha constante, un enfrentamiento con los límites impuestos por la naturaleza, por la condición humana, por la vida misma. Y en ese contexto, el ejercicio se erige como la manifestación última de nuestra voluntad de poder, esa fuerza vital que nos impulsa a trascender, a ser más de lo que somos.
La vida, por lo tanto, se convierte en un gimnasio bio-existencial, un espacio simbólico en el que cada acción, cada pensamiento, cada palabra, cada decisión, se convierte en un entrenamiento hacia la superación personal. Vivimos dentro de este gimnasio de la existencia, donde no solo se ejercita el cuerpo, sino que se pone a prueba nuestra capacidad de resistencia, de adaptación, de transformación. Cada uno de nosotros se convierte en un atleta de la vida, luchando por mejorar, por alcanzar nuevas alturas, por superar nuestros propios límites, por reinventarnos constantemente. La existencia misma, entonces, se define por la fuerza y el esfuerzo que invertimos en ella, por nuestra capacidad de resistir, de persistir, de no rendirnos.
Este proceso de ejercitación, aunque a menudo sutil y casi imperceptible, es algo de lo cual el hombre no puede escapar. Desde los orígenes de la humanidad, el hombre ha estado inmerso en esta lucha, en esta constante búsqueda de superación, en este ejercicio perpetuo de su voluntad. Es este mismo proceso el que llevó a Nietzsche a concebir la noción del artista como funámbulo, un ser que desafía los límites de la gravedad con su destreza, que se balancea entre el riesgo y la maestría, que desafía la estabilidad para alcanzar nuevas alturas. Nietzsche, al igual que muchos pensadores y artistas antes que él, comprendió que la existencia es una constante lucha, una batalla que no cesa, y que el arte, como el ejercicio, es una forma de resistir, de enfrentarse al caos y encontrar orden, belleza y significado en medio de la adversidad.
Por otro lado, fue Pierre de Coubertin quien, en su afán de revitalizar la cultura occidental a través del deporte, adoptó la figura del atleta como un nuevo ícono de la vida moderna, como una especie de religión del músculo. Coubertin entendió que el deporte, al igual que el arte, es una forma de cultivar la disciplina, la fuerza, la determinación, la resiliencia. Al igual que el artista, el atleta se enfrenta a sus propios límites, se desafía a sí mismo, y busca constantemente mejorar. El cuerpo, en este contexto, no es solo un instrumento, sino un medio a través del cual el ser humano puede expresarse, puede trascender, puede alcanzar nuevas formas de existencia.
En esta misma línea, Kafka, con su figura del trapecista, introduce la noción de la imperiosa necesidad de competir, de superar el vacío, de desafiar las leyes naturales que nos imponen limitaciones. El trapecista es el ser humano que, a través de su destreza y su voluntad, busca alcanzar el equilibrio entre el caos y el orden, entre la caída y el ascenso, entre la derrota y la victoria. En este contexto, la competencia se convierte en una forma de lucha, una forma de autoafirmación, una manera de demostrar nuestra capacidad de resistir y de trascender.
Siguiendo el espíritu de la época, el poeta Rilke traduce este fenómeno entre el artista y el atleta en una noción que nos envuelve y nos trasciende: la voluntad del Ar-tleta, donde arte y atletismo se fusionan en una expresión única de la esencia humana. El Ar-tleta no es solo el que ejerce su cuerpo, sino el que utiliza su cuerpo como medio para expresarse, para crear, para desafiar, para transformar su entorno. El Ar-tleta es el ser que entiende que la vida es un ejercicio constante, un entrenamiento hacia la perfección, un esfuerzo continuo por mejorar, por superar los obstáculos, por alcanzar la grandeza.
Y ahora surge la pregunta fundamental: ¿A qué esencia estamos aludiendo? La respuesta, aunque compleja, es clara: nos referimos a la esencia del artle de escribir. El lenguaje, como componente esencial de nuestra vida, se erige como el bastión de nuestra existencia, como el medio a través del cual nos comunicamos, nos expresamos, nos afirmamos. En la época clásica, la oratoria era considerada el arte por excelencia, porque hablar era más que una habilidad, era una forma de poder, una manera de influir, de decidir, de conquistar. La formación en el arte de la oratoria era, por tanto, un entrenamiento vital que dotaba a las personas de las herramientas necesarias para desenvolverse en cualquier situación, para dominar el discurso y las ideas.
Sin embargo, en la contemporaneidad, hemos sido testigos de un cambio de paradigma. El foco ya no se centra tanto en la aptitud oratoria, en la capacidad de hablar con elocuencia, sino en el arte de escribir. La escritura se ha convertido en el nuevo gimnasio del espíritu humano. Ya no se evalúa la destreza en la palabra hablada, sino el fitness de la escritura, esa capacidad de imprimir nuestras ideas de manera clara, precisa, impactante. La escritura, al igual que el ejercicio físico, se ha convertido en un campo de entrenamiento donde no solo se cultiva la mente, sino también el cuerpo de las ideas. Cada palabra es un músculo que se ejercita, cada frase es un esfuerzo, y cada párrafo es un entrenamiento que nos prepara para enfrentar los desafíos de la existencia.
Así, el arte de escribir se ha transformado en un ejercicio arduo, constante, un esfuerzo de voluntad que define nuestra capacidad de resistir, de perseverar, de no rendirse ante las dificultades. Es un gimnasio en el que la mente y el cuerpo se encuentran, se desafían, se ejercitan. Y, como en todo ejercicio, el objetivo no es solo mejorar, sino transformar nuestra propia existencia, forjar nuestra identidad, y conquistar el espacio que nos corresponde en la vasta extensión de la vida.
La escritura, como todo ejercicio, es una forma de lucha, de resistencia, de superación. Nos desafía a ser mejores, a ser más, a trascender los límites de lo que somos. Y en este desafío, como en el gimnasio de la vida, solo los más fuertes, los más decididos, los más persistentes, logran alcanzar la grandeza. La escritura, entonces, es una forma de arte, una forma de atletismo, una forma de vida. Y como tal, debe ser ejercitada con disciplina, con fuerza, con determinación. Para que, al final, no solo logremos escribir, sino que logremos transformar nuestra existencia misma en una obra de arte.
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