El archivero debe racionar (pensar como un ejercicio de la ciencia)

Por Galán Madruga

Si tomamos en serio las reflexiones de Edmund Husserl en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, se nos revela una enfermedad estructural del pensamiento que trasciende fronteras y épocas. No se trata solo de una crisis de la razón europea, sino de una deformación más vasta en la manera en que los seres humanos—y dentro de ellos, los cubanos—abordan el conocimiento y la existencia. Esta crisis no es un acontecimiento pasajero ni un problema contingente, sino una tara estructural que se ha encarnado en la cultura y en el pensamiento como una falla congénita.

Husserl identifica dos tendencias erróneas que han moldeado nuestra percepción de la realidad: el objetivismo fisicalista y el subjetivismo trascendental. El primero, heredero del positivismo, pretende reducir toda experiencia a meros datos verificables, eliminando la riqueza de la subjetividad. El segundo, el idealismo exacerbado, busca refugio en un mundo de valores puros, abstraído de las condiciones materiales de la existencia. Ambos enfoques, aunque opuestos en apariencia, terminan convergiendo en un error común: el desconocimiento del «mundo de la vida» como fundamento del pensamiento auténtico.

El problema central radica en que, al oscilar entre estos dos polos, el pensamiento moderno ha perdido su equilibrio, apoyándose en dos muletas epistemológicas que lo condenan a una marcha defectuosa. La fisicalista, al reducir la realidad a una mera acumulación de hechos, impide comprender la experiencia vivida en su totalidad. La trascendental, al exaltar la conciencia como única fuente de significado, genera un pensamiento desconectado de lo concreto. Así, la existencia se vuelve inauténtica porque ambas posturas ignoran que la vida misma no es ni un conjunto de datos ni una construcción subjetiva pura, sino una síntesis dinámica en la que ambos elementos se entrelazan de manera inextricable.

Husserl, consciente de la imposibilidad de seguir transitando este camino sin caer en el vacío, propone una solución paradójica: sustituir ambas muletas por otra forma de sostén, una suerte de «archivo» que permita al pensamiento no solo estructurarse de manera más orgánica, sino también resistir las contingencias y distorsiones de la razón moderna. Este archivo, lejos de ser una simple recopilación de datos, opera como una galería de objetos en la conciencia, una memoria estructurada que organiza la experiencia sin reducirla a meras abstracciones.

El concepto de archivo en Husserl se convierte así en una estrategia epistemológica para reorientar el pensamiento. No se trata de acumular información de manera indiscriminada, sino de desarrollar una relación reflexiva con los objetos del conocimiento. El pensador no debe ser solo un recolector de hechos ni un creador de sistemas abstractos, sino un archivero riguroso, alguien que construye su comprensión del mundo mediante una selección cuidadosa de experiencias y conceptos. En esta visión, la conciencia no es un ente pasivo que recibe información, sino un espacio de interacción donde el conocimiento se organiza, se depura y se reinterpreta constantemente.

Este enfoque tiene implicaciones profundas. Si el pensamiento se estructura a partir de un archivo de objetos en la conciencia, entonces la manera en que accedemos a la realidad cambia radicalmente. La verdad deja de ser un dato externo que debe ser descubierto o una construcción subjetiva que se impone arbitrariamente. En su lugar, se convierte en un proceso de articulación en el que la memoria, la experiencia y la reflexión se entrelazan en un diálogo constante. Pensar deja de ser un acto de dominio sobre la realidad para convertirse en un ejercicio de cuidado y ordenación, una tarea en la que el sentido no es algo dado, sino algo que se construye en la interacción con el mundo.

Desde esta perspectiva, la crisis de la razón europea no es solo un problema filosófico, sino una patología cultural de largo alcance. La tendencia a absolutizar el objetivismo o el subjetivismo no es exclusiva de la tradición filosófica occidental, sino que se manifiesta en múltiples ámbitos de la vida contemporánea. En la política, por ejemplo, la exaltación del positivismo lleva al tecnocratismo, donde las decisiones se justifican únicamente con base en datos y estadísticas, sin considerar las dimensiones humanas y éticas. Por otro lado, el exceso de subjetivismo alimenta formas de populismo e idealismo político que rechazan cualquier anclaje en la realidad material. En ambos casos, la capacidad de pensar el mundo de manera crítica y equilibrada se ve socavada.

Si la solución de Husserl es válida, entonces el reto contemporáneo consiste en reformular nuestra relación con el conocimiento y la realidad. La tarea del pensamiento no es solo diagnosticar la crisis, sino también desarrollar nuevas formas de habitar el mundo de la vida. Esto implica recuperar la capacidad de articular la experiencia sin caer en reduccionismos, construir un archivo de objetos que no sea un mero depósito de información, sino un espacio vivo de reflexión y reinterpretación.

Aquí es donde la ironía husserliana alcanza su punto más agudo: en lugar de superar el problema mediante una nueva doctrina o sistema filosófico, nos propone algo mucho más modesto, pero a la vez más radical. No se trata de inventar un nuevo modelo de racionalidad, sino de aprender a archivar mejor, a organizar el pensamiento de manera que pueda resistir las trampas del objetivismo y el subjetivismo. La solución no es un nuevo paradigma, sino una nueva actitud frente al conocimiento.

En última instancia, la propuesta husserliana nos lleva a una pregunta más fundamental: ¿es posible pensar sin muletas? ¿Podemos existir en el mundo sin apoyarnos en estructuras epistemológicas que inevitablemente limitan nuestra comprensión? La respuesta, paradójicamente, parece ser negativa. Siempre necesitaremos algún tipo de soporte para estructurar el pensamiento, pero la clave está en elegir el soporte adecuado. Husserl nos invita a abandonar las viejas muletas defectuosas y a construir una nueva herramienta que, en lugar de restringirnos, nos permita caminar con mayor libertad.

Así, nos encontramos al borde de una posibilidad que Husserl solo esbozó, pero que tiene implicaciones profundas para el pensamiento contemporáneo. Si el archivo se convierte en la nueva forma de sostén del conocimiento, entonces la distinción entre ciencia, filosofía e imaginación se vuelve cada vez más difusa. En este punto, la fenomenología roza la patafísica, esa «ciencia de las soluciones imaginarias» que Alfred Jarry proponía como una alternativa radical al racionalismo tradicional. La ironía final es que, al buscar una solución a la crisis de la razón, podríamos estar acercándonos a un territorio donde la imaginación se convierte no solo en una herramienta de pensamiento, sino en su objeto mismo.

La lección de Husserl no es solo una crítica a los errores del pasado, sino una invitación a pensar de manera diferente, a reconstruir nuestra relación con el conocimiento en términos más flexibles y dinámicos. No se trata de elegir entre objetivismo y subjetivismo, sino de encontrar una manera de articular ambos sin caer en sus excesos. Pensar no es solo un acto de análisis o abstracción, sino una forma de habitar el mundo de manera más plena y significativa.

La crisis de la razón no es un problema que pueda resolverse con una simple corrección teórica. Es un desafío existencial que exige una transformación profunda en la manera en que concebimos el pensamiento y la realidad. La tarea, entonces, no es solo diagnosticar la enfermedad, sino aprender a vivir con ella, a encontrar en sus síntomas las claves para una nueva forma de entender el mundo. Y quizás, en ese proceso, descubramos que la verdadera solución no es eliminar las muletas, sino aprender a usarlas de manera más inteligente.

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