Por Salvador Arias
Texto transcrito de la Revista de la Biblioteca Nacional, enero-junio, 1990
l
En las historias literarias de los distintos pueblos resulta saludable, de tiempo en tiempo, hacer relecturas de textos que llevan escritos el suficiente número de años como para que su conocimiento ya no suela hacerse por lecturas de primera mano, sino a través de los juicios ya establecidos y repetidos en manuales, panoramas, bosquejos, perfiles y sus afines. Es verdad que muchas veces la relectura solamente nos sirve para ratificar dichos juicios, sobre todo cuando se trata de obras de escasos méritos literarios. Pero no en pocas ocasiones las nuevas lecturas, hechas desde puntos de vista históricos y estéticos que ya no son los mismos de antes, pueden arrojar insospechados resultados.
Estos vaivenes de las resurrecciones o el olvido de obras, a contrapelo de lo que estimó la época en que fueron creadas y sacralizaron los textos de historia literaria, son usuales en todas las épocas y países. Pero si hay un momento en que esto ocurrió de manera muy evidente y consciente fue en Cuba, tras el triunfo revolucionario de 1959. A un cambio sustancial de criterios y valores, manifestado en todos los órdenes de la vida, correspondió una revalorización de la identidad cultural nacional, hasta ese momento no solo a veces amañada o deformada, sino también despectivamente ignorada. Así, la relectura y revalorización de la literatura cubana producida durante la colonia y la seudorrepública permitió significativos «descubrimientos» y renovadores «ajustes de cuentas».
Una de las épocas que bien pronto se vio beneficiada con este proceso de rescate de valores fue la correspondiente a los principios del siglo XX, muy particularmente en lo tocante a la narrativa. De allí sale Miguel de Carrión convertido en uno de nuestros más populares novelistas y se intensifica la valoración de Carlos Loveira. En menor medida, y también con una obra menor dada su prematura muerte cuando contaba solo treinta y tres años, se puso después cierto énfasis también en Jesús Castellanos, que hasta ese momento había sido sobre todo el autor del muy antologado cuento «la agonía de la garza». Sin embargo, a diferencia de Carrión y Loveira, cuyas obras comienzan a reeditarse ya desde comienzos de la década de 1960, Castellanos tiene que esperar hasta 1978, cuando el entonces muy joven crítico Luis Toledo Sande selecciona y prologa unos diecinueve textos narrativos de los treinta y cuatro que publicara el autor (en vida o póstumamente), bajo el título de La conjura y otras narraciones[1].
Toledo reuniría sus estudios sobre Castellanos, Carrión y Loveira en un tomo que significativamente tituló Tres narradores agonizantes, ya que los situaba sobre el fondo común de los tambaleantes y difíciles años en que la seudorrepública daba sus primeros pasos, bajo la presión de los. vecinos poderosos del norte y, al parecer, ya extinguidos los rescoldos de las luchas independentistas. Época difícil, porque se pasaba apenas sin transición del sacrificio y el acto heroico a la búsqueda de beneficios y el ablandamiento ético. La transición la impuso el imperialismo yanqui, pero pocos sabían calar en la esencia de los males, y los que no se arrojaban a asegurar su parte del botín, se perdían a veces denunciando males accesorios, que no eran causas sino afectos. Jesús Castellanos fue un producto típico de aquella época. Un hombre que creyó que Cuba estaba en deuda de gratitud con los Estados Unidos y que a los intelectuales les correspondía la redención de la nueva república, pero que palpaba los males que bullían a su alrededor y, al menos, supo dar fe de ellos a través de medios artísticos, los cuales hoy día conservan una atendible validez.
Su importancia histórica dentro del desarrollo del cuento, con un sentido moderno, en Cuba ya había sido reconocida por José Antonio Portuondo y Salvador Bueno antes de 1959, y ratificada poco después por Ambrosio Fornet como «el precursor de la cuentística nacional»[2]. Pero Castellanos gustaba también en especial de la novela corta, o nouvetle, como ya señalara Max Henríquez Ureña refiriéndose a La manigua sentimental, una de sus obras que, o ha quedado al margen de las valoraciones más contemporáneas o ha sido juzgada de manera evidentemente contradictoria, hasta el punto de convertirse en un texto que aún espera por otras relecturas que traten de unificar criterios disímiles (si pueden hacerlo), a la vez que hurguen en sus valores más perdurables. La manigua sentimental incursiona por terrenos harto ambiguos, pues intenta dar una visión de la gesta independentista del 95 a través de la figura de un «antihéroe», incorporado a la lucha a regañadientes y con una ejecutoria posterior nada edificante, que incluye la deserción más humillante. Lo cual no impide que Marx Henríquez Ureña, en su Panorama histórico de la literatura cubana, de 1962, la califique como «una de las más bellas evocaciones narrativas, si no la más bella que se conoce de la guerra de independencia cubana, por la interesante armazón episódica del relato y por los pintorescos y exactos cuadros de la vida misma de los cubanos en la manigua»[3].
Criterio que había expresado ya dicho autor desde 1912, cuando en el panegírico de su amigo recién fallecido, había calificado a La manigua sentimental de «admirable cuadro rural cubano», en el que «abundan observaciones sagaces y exactas de la vida cubana durante la época de la guerra», cuyo cuadro, «como pintura de conjunto, está trazado con mano maestra»[4]. Estos juicios de Max -Henríquez Ureña fueron retomados por Juan J. Ramos en su Historia de la literatura cubana (1945), que sitúa a la obra dentro de un «naturalismo novedoso», que imprime «un nuevo giro a la novela de costumbres en Cuba», no solo por la concepción diferente, sino por cambiar el escenario del drama, «para dejar la vida pasiva de la colonia y transformarse en la campiña agresiva de la rebeldía»[5]. Y señalando que
Es al propio tiempo esta creación de Castellanos, uno de los exponentes más notables de la novela corta en nuestra literatura, aspecto en que ninguno de nuestros escritores ha aventajado a este gran diseñador del espíritu criollo, de la vida cubana, que llevó a La manigua sentimental, como a sus demás narraciones, personajes que tomaba de su trato íntimo, de sus amistades, de su experiencia y contacto con los hombres, para que al plasmarlos en la fábula novelesca dieran a ésta el soplo de vida que llevaban de la propia realidad.
El énfasis en la lucha ideológica que inevitablemente se produce entre los críticos cubanos tras el triunfo revolucionario de 1959, lleva a Luis Toledo Sande, en su: prólogo de la edición de obras de Castellanos de 1978, a oponerse con firmeza a las anteriores opiniones sobre La manigua sentimental, establecidas durante más de medio siglo[6]. Pues estima que “la frustración de la guerra produjo en Castellanos efectos frecuentes entre los cubanos de entonces, y quizás sobre todo en hombres de su condición social y que no se habían relacionado con la lucha de la manera más directa y comprometida posible, es decir, como combatientes”. Y plantea que el poco edificante protagonista de la obra viene a resultar una especie de alter ego del autor, cuyas opiniones no se desmienten por los hechos de la guerra presentados, la cual en “conjunto es injustamente descrita y valorada”.
En fin, la visión que se tiene de la guerra es una que, lamentablemente, abundó en la Cuba de entonces, cuando se comprobó que, a pesar de todos los sacrificios, la lucha no había conducido al pueblo cubano a la vía de felicidad merecida. En este sentido La manigua sentimental es un testimonio de una forma de pensar que
fue felizmente superada por la búsqueda de lecciones heroicas, fácilmente encontrables en las gestas independentistas del país, para estimular la lucha gracias a la cual se transformaría la realidad de la patria! Jesús Castellanos murió cuando aún esa búsqueda no había alcanzado las dimensiones más admirables. Enjuició la guerra después de haberse ausentado de la Isla mientras se llevaba a cabo, y desde la frustración republicana.
Una reacción de parecido cariz es encontrable en Dolores Nieves, cuando en un artículo publicado en 1980 se pregunta si «ante la reiteración de los elogios» a La manigua sentimental, a pesar de que «está bien escrita», «¿no es hora ya de poner las cosas en su sitio y verla no sólo desde el punto de vista formal, sino jugando un papel en el contexto social, político y económico en el cual se produjo?»[7] Pues
La manigua sentimental constituye la novela de la derrota del héroe, del fracaso del individuo. Es, ante todo, la novela de la impedimenta, de los cobardes, de los no combatientes, de los escépticos.
Sus páginas recogen en apretado cuadro escenas de la vida de la manigua. Pero el resultado es una visión idealizada por unilateral, olvidando que, a la vanguardia de esa impedimenta marchaba una columna combatiente, que no vemos nunca en combate.
Por supuesto, reconoce que el protagonista de la obra «es todo menos un héroe», aunque al final detenta los beneficios de los ex-combatientes. Y la autora se vuelve a preguntar: «¿Contra quiénes iba ese dardo? ¿A quién trata de representar en este traidor, oportunista, acomodado e inconsciente individuo …?». Sin embargo, poco después vuelve a preguntarse si el convertirse en un asalariado del Estado, «¿acaso no era el sueño de los ex-libertadores?» y «¿acaso no era esta la única posibilidad?», pues por el momento solo les quedaban dos caminos: «o apartarse o acomodarse. Desdichadamente los más se acomodaron».
Como se ve, la oleada valorativa cambió sustancialmente algunos criterios sobre la noveleta de Castellanos. Casi en el vaivén crítico podemos reconocer los. puntos opuestos de un movimiento pendular. Pero, ¿no podría intentarse todavía otra nueva relectura de La manigua sentimental? Con el respeto debido a las dispares voces escuchadas, creo que vale la pena hacerlo.
II
Lo primero que entiendo conveniente hacer es ajustar el enfoque en cuanto a un aspecto que, si puede resultar justificable desde ciertos acercamientos, al menos artísticamente resulta poco aceptable: el identificar en forma más bien mecánica el punto de vista del protagonista de la ficción, que narra en primera persona, con el autor. Esto lleva, por ejemplo, a Toledo a afirmar que el Juan Agüero y Estrada de La manigua sentimental es un alter ego del propio Castellanos, mientras que Dolores Nieves lo identifica con el concepto del «héroe» que el autor parece tener. Sin embargo, resulta casi obvio recordar que ambos puntos de vista —el del personaje de ficción y el del autor en realidad casi nunca son identificables, y que muchas veces el contrapunto entre ambos resulta una fuente de concreciones ideoestéticas, cosa que creemos existe en La manigua sentimental. Pues las cualidades éticas negativas que el autor le confiere al personaje están lo suficiente subrayadas, desde el mismo comienzo hasta el final, como para pensar que el autor intentase —o consiguiese— un alter ego de él mismo.
Lo que sí existe en un consecuente punto de vista en cuanto al personaje que narra, el cual, con toda lógica, no se juzga nada rigurosamente y siempre busca la justificación engañosa, dejando al lector que saque sus propias conclusiones de unos hechos que él interpreta a su manera. Así, contada en primera persona por Juan Agüero y Estrada, su visión de la guerra independentista no puede ser otra que la que ofrece, tomada casi siempre desde los ángulos menos heroicos y haciendo hincapié en hechos cotidianos y molestos de la retaguardia. Inclusive hay un rejuego que Toledo Sande ya apunta, pero no desarrolla: el proyecto que expresa el protagonista de escribir un libro que se titularía El amor en la guerra, ¿no será acaso la misma noveleta que comentamos? Es decir, hay un rejuego literario nada desdeñable, pues las ínfulas literarias de Juan Agüero no solo lo llevan a justificar su comportamiento, sino que también trata de poetizar ciertos elementos de la realidad en forma algo ingenua y bastante romanticoide, que incluso choca con el naturalismo predominante en el texto, como ha señalado algún crítico en tono de reproche. Creo que lo que se ha dado como reproche es una ganancia, que anticipa técnicas narrativas después muy transitadas: Juan Agüero es un ente narrativo bien definido, consecuente en casi todos los aspectos de su visión, la cual es utilizada por el autor Castellanos como un recurso estético válido y hasta novedoso.
Sin embargo, siempre surgirá la pregunta inevitable: ¿por qué Castellanos escoge el punto de vista de semejante personaje para darnos una visión de los últimos años de la guerra independentista? Pienso que una de las respuestas posibles hay que buscarla ubicándose en el momento preciso cuando la escribe: 1909, según la fecha que aparece al final. 1909 supone la institucionalización de esa sinecura llamada “botella” que caracterizó a la seudorrepública bajo la intervención militar estadounidense de Charles Magoon, el cual se dice que gastó los 14 millones, dejados por Tomás Estrada Palma y aún endeudó al país en 8 millones más, todo con el beneplácito de las fuerzas políticas cubanas, acaudilladas por dos generales de la guerra de independencia: Mario García Menocal y José Miguel Gómez, el último de los cuales resulta electo presidente y toma posesión del cargo ese mismo año, cuando se establece por decreto el juego de la lotería.
El panorama es el de un alegre asalto al poder, olvidados los sinsabores de la guerra, en el que participan, sin ninguna timidez, una considerable parte de los que apenas diez años antes habían llevado a cabo la guerra en las maniguas. Sin embargo, con todas sus confusiones ideológicas, los testimonios conocidos parecen indicar que Castellanos se inició a la vida con una definida posición separatista, y que su adolescencia estuvo impregnada por una manifiesta admiración hacia los héroes de la manigua, que veía idealizados desde su nada heroico destierro. A su mentalidad analista no podía escapar, a la altura de 1909, la inquietante pregunta: ¿cómo aquellos hombres devinieron en estos? La respuesta a estas meditaciones pensamos que está dada, en gran medida, a través de la figura de Juan Agüero y Estrada.
Uno de los aspectos que más llama la atención en La manigua sentimental es la cuidadosa mistificación de la historia que hace Castellanos en ella, llegando a cierta audacia nada gratuita. En primer lugar, se destaca cómo hace de su protagonista una figura histórica, para lo cual arremete contra una de las estirpes camagüeyanas más conocidas: Los Agüero. De ellos, por ejemplo, Francisco Calcagno en su Diccionario biográfico cubano (finalizado en 1886) recoge no menos de dieciocho exponentes, vinculados a la vida política, económica y cultural de Puerto Príncipe desde 1620, y entre los cuales figuran nombres bastante mencionados por nuestros historiadores, como el de Francisco de Agüero y Velazco, que tomó parte en los sucesos de la llamada Conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar bajo el gobierno de Vives por lo que fue ahorcado en 1826, así como el más famoso, Joaquín de Agüero, de quien se destaca la liberación de sus ocho esclavos en 1848 y que luego sería fusilado en 1851, por su alzamiento bélico en conexión con el movimiento pro anexionista que acaudillara Narciso López[8].
En un hábil proceso mistificador Castellanos, apoyándose en la proliferación de los apellidos, otorga los rasgos de estas figuras a tres ascendientes directos del protagonista, incluyendo a su padre, aún vivo cuando se desarrolla la ficción y que aparece incidentalmente en la obra, al cual le adjudica el «bello gesto de libertar en la mañana de la sublevación en su batey, a sus trescientos negros de dotación». Incluso los apellidos del protagonista —Agüero y Estrada— coinciden con el de un poeta anexionista, que llegó a pelear en Nicaragua en la nefasta expedición de William Walker y fue el padre de la poetisa Brígida Agüero, prematuramente desaparecida en 1865. La confusión de apellidos entre estos Agüeros puertoprincipeños se hace palpable en el mismo Calcagno, y de ella se aprovecha Castellanos para establecer la idea de que está trabajando con figuras bien dentro de la historia, apoyado en la declinación que sufren los personales de ese apellido durante la guerra del 95, cuando la dirección de la contienda pasa a manos populares.
Otro aspecto que no deja de intrigar es el de los minuciosos apuntes que el autor tomara para esta obra en lo referente a los datos históricos, y que Max Henríquez Ureña diera a conocer en su ya mencionado panegírico fúnebre. Allí se comprueba que toda la trayectoria espacio-temporal del protagonista fue cuidadosamente planificada para que coincidiera con la realidad histórica. Incluso las descripciones del paisaje estaban avaladas por notas como estas: «La riqueza del suelo. La ganadería». Sin embargo, la mayor parte de los datos tomados por Castellanos no se reflejan directamente en la obra, e incluso un plan inicial en tres cuartillas que menciona también Henríquez Ureña fue visiblemente alterado, aunque «encerraba ya el proceso de la obra». Decía que no deja de intrigar este afán historicista del autor, que solo presentará la acción bélica como en escorzo, en sus fases menos heroicas, más bien como un telón de fondo.
Sin embargo, lo estrictamente histórico aparece numerosas veces, siempre observado, claro está, a través del punto de vista de Juan Agüero. Si los dos combates presentados —la toma del caserío de Almiquí y el ataque de los guerrilleros españoles al campamento de la retaguardia— tienen poco de aleccionadores y se inscriben más bien dentro de «las miserias de la guerra» (parafraseando la obra goyesca que Castellanos parecía conocer y admirar), el momento histórico del inicio de la invasión sí forma parte explícita de la ficción novelesca. Pero el instante de mayor incidencia histórica —que estuvo avalado por la correspondiente investigación, según lo prueban las notas ya mencionadas— es el encuentro del protagonista con Antonio Maceo, que desde su óptica es presentado de la siguiente manera:
Una mañana de cristal en que oscilaban las palmas en el vaho de la tierra, se oyó un confuso trompeteo hacia los montes del Sur. Esta vez no se temió la llegada del soldado; las armas pestañearon y media hora más tarde se colmaba el batey de una muchedumbre de jinetes que hacían sonar los guijarros buscando estacas para amarrar las bridas. El Prefecto dio una viva a Cuba Libre que le hizo temblar la flotante barba blanca, y que la turba polícroma contestó desanimada, con aires de cansancio. Entre el tropel casi sin distintivos, iba el general sobre su caballo claro, rodeado de hombres solícitos en quienes pude reconocer algunos retratos vistos en la prensa yankee: Miró, Castillo Duanv, Pérez Carbó, Feria, los Ducasse, Quintín Banderas, gordo y risueño con su negrura lustrosa. Maceo se mantenía alto, membrudo, sobre la montura nueva. Su faz atezada, ahora sombreada por una barba crespa, era afable, y se humanizaba singularmente con dos arrugas profundas sobre las alas de la nariz. Los oficiales le miraban de continuo, como a mujer hermosa … No he podido olvidar la impresión … (p. 305).
Sin abandonar sus distanciadores puntos de vista («la turba polícroma contestó desanimada, con aire de cansancio», «pude reconocer algunos retratos vistos en la prensa yankee», «los oficiales lo miraban de continuo, como a mujer hermosa») la descripción del narrador es vivaz y admirativa. Aquí parece seguir el muy mentado procedimiento de que las grandes figuras históricas solo aparezcan en la ficción momentáneamente y con cierto alejamiento.
Aceptando que el protagonista va a rechazar lo heroico como parte de su propia personalidad («Os he hablado, más de lo que quería del curso homérico de la insurrección»), lógicamente su relato se centra en escaramuzas de la retaguardia y su incorporación a la impedimenta, aunque por rechazo muestre con fuerza la crueldad de los guerrilleros españoles en su ataque al campamento-hospital de La Caoba, o pinte con crudos tonos naturalistas La Habana durante la Reconcentración:
La Habana era un gran vientre abierto que hedía al sol. Por las calles lodosas rondaban procesiones de soldados con vendas y astrosos reconcentrados cuya mano imploraba en las ventanas de los restaurants hasta que los barría con un terno la escoba del camarero. Sobre el empedrado en que las basuras se podrían, pululaban los perros y su barahúnda se abría para el paso de un convoy resonante de heridos y enfermos que vomitaban la borra negra sobre el hombro de su compañero. En los parques, en los alrededores del Palacio, reía, no obstante, una dorada población. Pero era una alegría teatral y enfermiza que no curaba la pátina verdosa de la piel y la fatiga de los ojos bajo las viseras. De vez en cuando se adornaba la ciudad con la vieja percalina, abriendo sus calles angostas a un batallón peninsular que avanzaba candoroso, todavía sonrosado, entre el escándalo de un pasa-calle. Después, tornaba a su vida emponzoñada, bajo el velo de las moscas, (p. 321).
Estas descripciones «indirectas» sobre la guerra y sus secuelas, que requieren la colaboración del lector para establecer sus conclusiones, no solo resultan una mejor solución artística sino también ideológicamente más efectiva que, por ejemplo, cuando el autor utiliza una explícita tercera persona en el cuento «La bandera», escrito en el mismo año de 1909 también con el asunto de la guerra. Sobre las observaciones y los aspectos que selecciona el narrador de La manigua sentimental siempre se cernirán, retrospectivamente, la frase final con que acaba la obra, dicha por Juan Agüero en plena república y que, por supuesto, no se referirá solo a su vida sentimental: «¡Corazón, corazón, duerme otra vez tu sueño de piedra!».
Para explicar la posición ideológica de Castellanos, y muy específicamente referida a La manigua sentimental, se suelen citar —y es muy factible hacerlo— frases tomadas de su abundante prosa periodística, que demuestran su confusión y descreimiento, inclusive del patriotismo como valor ético. Sin embargo, precisamente un año antes de su muerte, encontramos testimonios suyos que van un poco a contrapelo con la presentación que hizo de la gesta mambisa en La manigua sentimental. Por ejemplo, hablando de José Martí, en marzo de 1911, expresa:
La historia, sobre todo la biografía de los grandes varones, tiene una acción sensible en la dirección de los pueblos: admirando lo pasado se aprende a querer lo presente y si ha adoptado esa lapidaria frase de «entre cubanos» para simbolizar todo lo torpe y lo ridículo, es porque no conoce su historia, en la que hay rasgos de los que bien pudiera decirse: «entre espartanos»[9].
Y al mes siguiente, al referirse a un libro que sobre la contienda publicara en Nápoles un italiano (Francisco F. Falco) que había participado en ella, alude a que «¿será que se necesitan estas largas perspectivas para columbrar toda la estatura de nuestros muertos fundadores y cantarles como a varones de los siglos de la fábula?[10]». Estima que el libro —Ideal cubano— es «un relicario del remoto calor patriótico, que quisiéramos poner como consuelo y cordial en las manos de los fatigados y los escépticos y como alimento de almas, ante las ávidas inteligencias de los niños». Concluyendo que
este libro, es el soliloquio de un gran corazón latiendo por uno de los más puros ideales que columbró el siglo XIX. Su lectura debe ser recomendada como un enérgico confortante a nuestros niños que ahora crecen en medio de la más atroz frialdad, del más fatigado escepticismo. Estos años que llevan desde hoy encomendada la tarea de ser nuestros redentores del mañana, los desfacedores de nuestros grandes entuertos…
Proféticas palabras, escritas tan solo dos años después de haber terminado La manigua sentimental, obra que, indudablemente, no responde a lo allí planteado. Quizás porque su visión iba evolucionando con el paso del tiempo y los acontecimientos, o quizás porque, al componerla, sus propósitos fueron otros.
III
A la hora de calificar al personaje de Juan Agüero y Estrada nos viene fácil el llamarlo «pícaro». Y esto nos sugiere la posibilidad de ubicarlo dentro de una conocida tradición literaria en lengua española, algo que creemos muy factible de hacer. Repasemos algo algunos conceptos y caracterizaciones de la picaresca, siguiendo a un autor tan reputado como Ángel del Río[11]. Para él, la novela picaresca surge con el propósito crítico-ascético de rebajar los valores de la vida y cerrar los ojos en el arte a todo resquicio de idealismo:
A una visión de la vida donde sólo el honor, la gloria y el amor ideal parecen existir, se opone la proyección de la personalidad humana en sus formas primarias: crueldad, hambre, desconfianza. Pero esta reacción del gusto artístico no obedece sólo a razones literarias. Es, a su vez, reflejo de un cambio en el espíritu (p. 152).
Pues a estas razones de índole general se añaden otras nacidas del seno mismo de la sociedad, en los planes económicos, social y político. Para Del Río, la nota que caracteriza realmente a la novela picaresca es «que el autor tome el punto de vista negativo del pícaro para la valoración de la vida» (p. 306). Pues los autores del género
contemplan el espectáculo social, la caducidad de los ideales y la facilidad con que el hombre sucumbe a la inclinación de sus instintos para crear al pícaro y dar, a través de sus juicios sobre la realidad que le rodea, una interpretación amarga de la vida cuya crueldad pintan con ironía y estoica indiferencia (p. 153).
Y reflejan dicha realidad «exagerando los elementos naturalistas con detalles que a un lector moderno pueden parecerle de mal gusto» /ibid/. No pienso que deba entrar en argumentaciones muy rebuscadas para aplicar los anteriores conceptos a Jesús Castellanos y La manigua sentimental, escrita en momentos de crisis de ideales, cuyas bien conocidas causas económicas, sociales y políticas es innecesario repetir aquí. Solo basta recalcar la similitud de condiciones, tras un momento en que la literatura cubana enfatizó particularmente virtudes como el honor, la gloria y el amor patrio, dentro de la intensa ebullición revolucionaria que vivió el país. Es verdad que ello ocurrió sobre todo en la poesía, sin olvidar la prosa reflexiva y, en menor medida, el teatro, pues aparece muy esporádicamente en la narrativa, más bien cercana a la crónica o al testimonio (evóquense los Episodios de la revolución cubana, de Manuel de la Cruz). Una narrativa de ficción, que con la suficiente calidad reflejase la gesta independentista, no se llegó a producir. Podría aducirse el problema «de balística» al que se refería Alejo Carpentier meditando sobre el retardo en aparecer una novelística de la Revolución Cubana después de 1959.
Pues cuando diez años después de terminada la guerra de independencia se tenía ya cierta perspectiva para abordarla, la realidad contemporánea era entonces poco propicia para estimular los tonos heroicos. En parte esto explica la aparición de una obra como La manigua sentimental, con la asunción del punto de vista negativo del pícaro y su énfasis en elementos naturalistas. Y explica también la afirmación de Max Henríquez Ureña, medio siglo después, calificándola como «una de las más bellas evocaciones narrativas, si no la más bella que se conoce de la guerra de independencia cubana».
Volviendo a la novela picaresca, Ángel del Río definió sus características esenciales, que trataré de aplicar a La manigua sentimental, en los siguientes puntos esenciales:
- «Narración en forma autobiográfica de la vida de un pícaro que generalmente sirve a varios amos» (p. 151). Eso es lo que hace Juan Agüero, narra su vida, en la que tan pronto se pone al servicio de los jefes de la manigua, como alterna con los militares españoles, de quienes soportaba burlas y humillaciones.
- «Pintura satírica de las diversas clases sociales vistas a través de los ojos del pícaro». Así presenta Juan Agüero a los que conforman una tropa poco escogida, a veces con una intención despiadada, como en el personaje de la Tenienta, o en los campesinos que un tanto a su pesar se ven envueltos en la lucha (el padre de las Fundora). Sin olvidar a la aristocracia criolla puertoprincipeña de la que es muestra su propia familia. O los comerciantes y militares españoles con que se relaciona en La Habana, a cuyo alrededor florecen las mujeres de vida fácil, meta a la que llega su querida Esperanza Fundora, además de otras figuras incidentales de variada extracción.
- «Ambiente social y moralmente bajo». En las tropas mambisas, convive con una impedimenta que constituye su estrato —social y moral— más bajo. Y en las poblaciones, recorre fonduchas y ambientes de coristas y gente de poca monta.
«Considerar la satisfacción de necesidades elementales especialmente del hambre, como móvil supremo de la vida». Para Juan Agüero, la satisfacción de sus deseos sexuales lo hace pasar, sin mayores escrúpulos, de una a otra de las hermanas Fundora. Y el evitar el hambre, es uno de los móviles básicos de sus andanzas. Ejemplo bien ilustrativo es su decisión de establecerse en la finca de su familia, después de pasar algunas hambrunas:
Entonces vi desde el portal las manchas lejanas de muchas reses, cientos, miles, al menos así las multiplicaba mi imaginación.
Después me llevó [el viejo criado de la familia] misteriosamente a una despensa disimulada donde blanqueaba un depósito de quesos, de aquellos quesos prensados que antaño iban en anchas hojas de plátanos a la ciudad, y que ahora me enviaba el perfume lejano de mi niñez, (p. 308).
La culminación de su deserción al pueblo, junto con Esperanza, ocurre cuando en una fonda «devoramos, uno tras otros, los platos humeantes que acarreaba el tendero», (p. 316).
«Usar del engaño, del robo o de otros medios al margen de la ley, como únicas formas eficaces de satisfacer esas necesidades en contraste con un marcado desprecio a otro modo de actividad creativa». Juan Agüero echa mano a cualquiera de estos medios sin mayores reparos, pero el más significativo es el que utiliza contra sus propios padres, de quienes recibe una buena cantidad de dinero para realizar «cierta delicada misión que me llevaba a New York, vía La Habana», por supuesto totalmente falsa. No sin sufrir «una recóndita vergüenza» engaña y prácticamente roba a sus padres el dinero para huir con Esperanza a La Habana, pues como dice, «Ya en la corriente, ¡qué remedio!».
Si Juan Agüero puede ser considerado un redomado «pícaro», no solo es situable dentro de la tradición hispánica que Castellanos —devorador metódico de libros— conocía bien, sino también en una línea parecida de producción que ya había florecido entre nosotros, y dentro de la cual pueden citarse la Historia de un bribón dichoso de Ramón Piña y Mi tío el empleado de Ramón Meza, y de la cual no estarán lejanos, con sus características propias, muchos de los personajes y ambientaciones de las conocidas novelas de Carrión y Loveira. Por supuesto, no hay una continuación directa entre los ejemplos peninsulares y los cubanos, pero llama la atención como «picaros», más o menos ortodoxos, fueron personajes de nuestra narrativa en la colonia y en los comienzos de la seudorrepública. La manigua sentimental establece el nexo más conflictivo: la evolución del pícaro durante nuestras guerras independentistas. Un espécimen que no se extinguió entonces, aunque a veces tuvo que replegarse ante la efervescencia del momento, como lo hizo el propio Juan Agüero, que se reincorpora a la lucha después de su descalabrada deserción habanera, porque según dice «ansié la guerra como un reposo, de paz», aunque mucho vaciló en hacerlo, sobre todo al recogerse «cada noche en la cama blanda». Ya en la fase final de la lucha dice, rápidamente, sin mucho énfasis, «a veces fui un héroe», para arribar a la paz y sus «teatrales entradas en los pueblos empenachados», y casarse con una mujer que colocó «mi rifle adornado con un lazo en la cabecera de la cama».
IV
Si ya Ángel del Río reparaba en los tonos naturalistas usuales en las obras de la picaresca, Castellanos escribe su noveleta bajo los indudables influjos del naturalismo de escuela, desarrollado ya a fines del siglo en Francia por autores como Emilio Zola y Guy de Maupassant, usualmente señalados como sus modelos más cercanos, aunque Max Henríquez menciona específicamente su preferencia por un autor menor ya hoy olvidado. Octave Mirbeau (cuyo naturalismo se caracterizaba sobre todo por «una especie de gusto por lo feo y lo repugnante»)[12], así como la «influencia real» que recibió de Eca de Queiroz, «por su humorismo penetrante y humano». El propio Castellanos dejó por escrito su admiración por Flaubert, que consideraba como la fuente de donde surgieron los Daudet, Maupassant y Goncourt:
Flaubert fue para la literatura francesa un gran hecho histórico. Fue su cambio de dirección en las ideas, y su salvación en la forma. Antes de Madame Bovary tocaba el romanticismo a su desenfreno. Las más atroces fantasías tomaban carne en episodio reales, trastornando los valores morales del público y entonteciento a toda la generación que venía, con ejemplos de falsos heroísmos y femeninos ideales. En cuanto a la forma, todo desafuero gramatical era permitido a trueque de sonar musicalmente y traer vaga impresión de colores; los dioses mayores predicaban, para dar pábulo a la corriente, la inutilidad de todo estudio, la excelencia de toda improvisación[13].
Esto que señala sobre Flaubert se constituye en credo asumido por Castellanos, palpable en diversos aspectos de La manigua sentimental, como la búsqueda de lo cotidiano no heroico, la muy intencionada falta de idealización en las protagonistas femeninas, el cuidado por la expresión correcta y el previo proceso de investigación minuciosa.
Sin embargo, a través del punto de vista del protagonista, con probable intención satírica —incluso de las mismas obras iniciales de Castellanos— se dan toques de un subido romanticismo, que era consustancial al retórico Juan Agüero, el cual anhelaba escribir algún día el «libro trascendental que llevo dentro, El amor en la guerra», al que corresponden, estimo, no pocas de las descripciones pintorescas y románticas (sentimentales, como anticipa el título de la obra) que el autor se desvive por encontrar en sus andanzas por la manigua: «aquel pequeño campamento oriental, bajo una luna plácida, ambarina, que poetizaba los ranchos y hacía soñar a los centinelas» (…) (p. 289); «Fue una noche en que sobre mi aburrimiento de vagabundo, caía una luz romántica de luna llena, bordando los senderos de nevados encajes» (…) (p 301); «atravesamos los matorrales húmedos, bajo el zigzag fosfórico de los cocuyos; y las yagrumas irguiéndose a nuestro paso fantaseaban su hojarasca de dos tonos, semejando ora mariposas negras, ora mariposas de plata» (p. 303). Descripciones que se corresponden exactamente con lo que el protagonista declara sin ambages: «Soy, como ya sabéis, un pacífico tristón a quien sus apellidos trajeron a la guerra para ver menudos detalles poéticos, para hacer poco daño al enemigo» (p. 308).
Este romanticismo se corresponde exactamente con la proyección del protagonista, el cual contrasta con las descripciones realistas o naturalistas que el autor hace predominar en la obra, como la famosa escena de la muerte del toro, citada en extenso por Max Henríquez Ureña y que aún hoy día constituye un excelente trozo de prosa viva y sugerente. Aunque en ocasiones, tributo inevitable a la época, Castellanos se deslice por adjetivaciones o imágenes de dudoso gusto difícilmente achacables a su protagonista y que a veces aparecen en otras de sus obras, como cuando llama «vampírea» a una zanja teñida de sangre, o menciona «la pulpa» de unos inquietos senos de mujer, o al comparar los brazos de Esperanza con «tentáculos mortíferos de pulpo». Estos deslices en medio de logros novedosos y sugerentes, como cuando habla de «la diana criolla, traviesa y martilleante, como un repique de domingo», el sentir «una alegría infantil de día de mudanza» o el referirse a «una madrugada tibia, algodonosa».
Aquí se hace necesaria la referencia al Jesús Castellanos pintor, pues por la composición y los elementos que pone en juego muchas veces en sus descripciones, se ve el ojo alerta y gustoso de quien fuera un entusiasta del arte pictórico, que estudió durante su juventud, tanto en Cuba como en México. Castellanos cultivó con acierto la crítica de arte y dejó algunos interesantes trabajos sobre el pintor cubano Leopoldo Romañach. Aunque admiraba la pintura académica y europeizante de este autor, en sus trabajos llama la atención sobre un elemento de gran interés. En una ocasión presenta a Romañach pintando junto con sus alumnos a pleno sol, en las orillas del Almendares, pues quería enfrentarlos «valientemente con toda la magna complejidad del problema de la luz»[14]. Y en otra ocasión
Una vez en un abierto baño de la playa, bajo un sol loco de verano, recuerdo que zambullíamos entre una turba de trusas polícromas, regodeándonos en esa compleja caricia única que sólo sabe dar el agua (y que maravillosamente ha escapado a algunas sensibilidades de poetas). Romañach, pintor a todas horas, había concebido entre dos aguas un cuadro imposible: congestionado, acaso por el sol, acaso por la inspiración, alzaba los brazos mojados gritando: «Vea Ud., vea usted las tonalidades de la carne y de las trusas bajo el agua verde»; y desconsolado añadía: «mientras no pintemos eso no haremos nada»[15].
Esta luz que los impresionistas franceses habían convertido en la materia misma de sus cuadros, había pasado también, por ejemplo, a la prosa naturalista de un Zola, a veces centrándose en los mismos ambientes y modelos. Y en La manigua sentimental, Castellanos no dejará de aprovechar esta posibilidad para la cual él se encontraba tan dotado, ya viniese de la lejana Francia o de las observaciones de su amigo Romañach.
En La manigua sentimental descripciones y acciones están iluminadas para conseguir distintos efectos: «El sol cantó alegre e indiferente sobre aquella escena monótona, de implacable simpleza» (…) (p. 291); «unas cuantas siluetas temblonas abrían a la luz de la hoguera una zanja honda, muy honda…» (p. 291); «por las cuestas suaves brillaban aisladas las armas de algunos grupos (…) (p. 293); «Las blancas camisas reluciendo al sol (…)» (p. 297); «ante el bohío de los jefes que echaba un trozo de luz hacia la tierra dura y hacia las hojas de los árboles (…)» (p. 299); «en amplio tinglado que caldeaban las luces de gasolina (…)» (p. 307); «Un pelotón de soldados brotó a la luz en su busca (…)» (p. 314); «mirando al pueblo cuyos fuertes albeaban al sol» (…) (p. 315); «en la claridad lívida del anochecer» (…) (p. 316); «A lo lejos una tienda derramaba sobre los surcos claruchos de la calle enhierbada, tres cintas luminosas que alegraban los pensamientos» (…) (p. 316); «enfilábamos el canal de La Habana bajo la mirada soñolienta y adusta del Morro, dorada en el sol tempranero» (…) (p. 318); «con ánimo de atravesarme en alguno de aquellos sables relampagueantes» (…) (p. 320); «Una claridad blanca y cruda encendía la sabana» (…) (p. 324); «asido a las sayas de una mujer delgada, digamos todavía fina, rubia, modesta, doliente, toda ambarina en la viva luz matinal» (…) (p.326); «al sol que vibraba en las espigas de las cañas» (…) (p 328); «El chiquillo salió de nuevo al portal. Su chivo y él brillaron en el sol como dos trozos de nubes blancas» (…) (p. 329). Una de las más ingeniosas iluminaciones ocurre en la ya mencionada muerte del toro, el cual es «blanco tocado de lujosas manchas de oro viejo desde la cruz a las agujetas», (…) «El sol a plomo, azotaba sus ancas esparciendo nueva luz hasta nuestros refugios de sombra» (p 396).
En un momento se dice que «El silencio pesaba, hecho luz, sobre los campos» (…) (p. 327), sinestesia afortunada al poner en contacto los efectos de luz y sonido que el autor utiliza con amplitud y riqueza. Pues véanse ahora algunos ejemplos de lo que pudiera llamarse «banda sonora» de la noveleta: «el silencio saturaba las cosas. Sólo algún relincho agrio de bestia en celo, rasgaba la paz del campamento» (…) (p. 290); «De repente un silbido agrio, semejante a un maullido, cortó las hojas altas» (…) (p. 292)» «¡Pim, pam!… El plomo cantaba cerca, cortando el curso tranquilo de estas divagaciones» (…) (p. 293); «la cometa, ágil, incisiva, llamaba diabólica a degüello» (…) (p. 293); «abrían los ojos oyendo los sordos mugidos para adivinar desde lejos la agonía de la res» (…) (p. 296); «el toro estremecido, olfateando la sangre cuajada en el suelo, echó un mugido largo, como si quisiera llevarlo hasta los lejanos corrales» (…) (p. 297); «bramó con varios gritos roncos y prolongados pidiendo tal vez auxilio a la justicia bestial de los suyos» (…) (p. 298); «Se escuchaba de nuevo las duras sílabas africanas, y los golpes de su machete al abrirse paso entre los guayabales» (…) (p. 301); «Era día de difuntos; de una aldea, venía alegre cabalgando en la brisa, un campaneo martillante» (…) (p. 307); «En la somnolencia de la tarde se escuchaba en tono de mansa sitiería, algún punto audaz de la guerra» (…) (p. 311); «un pavoroso griterío que brotaba de los ranchos alejados» (…) (p. 312); «Una detonación abierta, con algo de desgarradura, lo llenó todo» (…) (p. 314); «Espiamos convulsos los ruidos lejanos» (…) (p. 314); «De la cantina llegaba un murmullo de discusiones y ruidos de vasos» (…) (p. 316); «En la calma azul se alzaban intermitente los alertas de los centinelas» (…) (p. 317); «De la manigua subía el gorjeo del sabanero en escalas aflautadas» (…) (p. 325).
Del Castellanos pintor puede provenir también el uso del color, a veces no solo con intenciones pictóricas. Como en definitiva las acciones bélicas aparecen no pocas veces, el rojo de la sangre reluce en numerosas ocasiones, y con cierto énfasis en el momento de la muerte del toro ya mencionada. Pero este color llega a convertirse en simbólico epíteto al caracterizar algunos espacios temporales: «aquel día rojo en que conocí sus lágrimas» (…) (p. 303). «la impresión de la mañana roja» (…) (p. 316); y el pañuelo de la Tenienta, en su aparición final, no deja de tener significación: «una negra huesuda, tocada de rojo pañuelo» (…) (p. 330). El verde es inexcusable al referirse ocasionalmente a la vegetación, pero en general tiene una connotación adversa, referida a enfermedades y males, pues los cadáveres «enseñaban ahora las panzas verdosas» (…) (p. 291), los reconcentrados tienen «las cabezas verdes» (…) (p. 319) y el hijo abandonado y perdido del protagonista es evocado por este como «una pequeña silueta verde y escuálida» (…) (p. 323). Y culminando esta posibilidad simbólica, en una noche en que Juan Agüero se ve invadido del mayor pesimismo, piensa en sus sinsabores mientras mira «una estrepita verde, alta, muy alta» (p. 304). Sin olvidar que «verdes» eran los ojos angustiosos de Juanilla (p. 298). Menos persistentes, pero matizando la prosa aquí y allá, también se encuentran azules, amarillos, blancos, negros, grises, ocres, con los que la paleta del pintor-narrador enriquece sus cuadros.
Hay que recordar que el Castellanos pintor se manifestó sobre todo a través de la caricatura, de la cuál expresó, en un elegante artículo de 1911, dedicado al entonces muy joven Conrado Massaguer:
la caricatura es el movimiento, signo el más significativo del ser vivo; en ella se nos ve tales como somos cuando andamos, luchamos y sentimos, acentuados tal vez nuestro furor, nuestra alegría, pero sorprendidos al fin en nuestra sinceridad de^ facciones que no hemos de dar al fotógrafo cuando para la posteridad posamos ante él[16].
Y la caricatura es procedimiento favorito de Castellanos al trazar sus personajes narrativos. El más furibundamente trazado en La manigua sentimental es el de la Tenienta, negra combatiente mambisa en quien el autor descarga toda clase de elementos negativos, de lo cual no está ausente, como se ha dicho, cierto racismo inocultable. Mas, sin embargo, como ya señalara desde 1912 Max Henríquez Ureña. «La Tenienta es un personaje acabado», quizás el más fuerte de la obra. Pero caricaturizado a través de medios literarios, con mayor o menor énfasis, están casi todos los personajes de la noveleta, sin excluir al propio narrador, que según sus propias palabras se caracteriza de la siguiente manera: «Soy simplemente un ¿cómo diré?… un cómodo. Diletante de los chocolates en la cama, espectador de los estrenos, ducho en las juergas a la moda» (…) (p. 292). Y quien, más allá de la caricatura, creyera ver algunas veces en ciertas narraciones de Castellanos un ritmo cinematográfico, no piense que el autor dejaba de estar consciente de ello, pues ya en una crónica de 1910 subrayaba la descripción de los actos por el 15 de septiembre, en el Zócalo mexicano, con la siguiente acotación: «Todo rápido, vertiginoso, como en cinematógrafo»[17].
Una de las críticas más reiteradas que ha recibido Castellanos se refiere a su utilización del lenguaje, que solía remitir al lector a un contexto extraño. Según Ambrosio Fornet, Castellano «Para descubrir nuestro mundo ha utilizado un lenguaje que todavía no es nuestro o, mejor dicho, que ya no es nuestro», pues aunque «utilice en ciertos diálogos el malvado recurso de la síncopa para captar el habla campesina no resuelve nada; es un nuevo escamoteo de la realidad»[18]. Si lo anterior es enteramente válido sobre todo para los cuentos reunidos en De tierra adentro, de 1906, no sería justo dejar de reconocer cierta evolución en sus obras posteriores, advertible ya en La manigua sentimental. Es verdad que se mantiene la síncopa, pero, ocasionalmente, también se detectan formas más libres, populares y verosímiles de expresión (que adquieren mayor relieve si las comparamos con las utilizadas en sus cuentos de cuatro años antes) como las de «son un burujón», «un guirigay tremendo», «¡hoy tiembla la valla!», «tenga cuidado con la parienta que está de zúten» «güeña guindá de guásima les daría», etc. Lo más importante es el funcional uso del diálogo, marcando sus posibilidades expresivas sin exageraciones ni tonos ampulosos, como era muy usual en nuestra narrativa de la época y aún en muchas obras del propio Castellanos.
En lo anterior, como en otros aspectos, La manigua sentimental señala una evolución que lamentablemente la muerte temprana de Castellanos impidió ver cumplida a plenitud, pero que con las muestras que pudo dejarnos ya se colocaba en un punto muy aventajado en el desarrollo narrativo cubano de principios de siglo, específicamente dentro de ese molde que hoy llamamos «noveleta» y que tan idónea parece ser para transmitir la problemática contemporánea. Por todo ello, y muchas cosas más que se dejan para el disfrute y descubrimiento de lectores y estudiosos, creo que La manigua sentimental es obra que admite aún muchas nuevas relecturas, que no dudo resaltarán sus cualidades polémicas, pero que también con toda seguridad ahondarán en sus cualidades artísticas.
[1] Jesús Castellanos: La conjura y otras narraciones. Selección, prólogo y notas de Luis Toledo Sande. Editorial Arte y Literatura, Ciudad de La Habana, 1978, 394 p. (Biblioteca básica de literatura cubana). La manigua sentimental aparece entre las páginas 289 y 330. De ahora en adelante citaremos por esta edición, colocando entre paréntesis la página correspondiente.
[2] Ambrioso Fornet: En blanco y negro. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1967, p. 25.
[3] Max Henríquez Ureña: Panorama histórico de la literatura cubana. Ed. Revolucionaria, La Habana, 1967, 2do. libro, p. 341.
[4] Max. Henríquez Ureña: «La vida y la obra de Jesús· Castellanos» (Panegírico> leído por su autor en la sesión solemne de la Sociedad de Conferencias, celebrada en el Ateneo de La Habana el 29 de junio de 1912. En, Jesús Castellanos: Los optimistas. Lecturas y opiniones. Crítica de arte. Talleres Tipográficos del Avisador Comercial, La Habana, 1914, p. 11-70. (Colección póstuma por la Acade111ia Nacional de Artes y Letras).
[5] Juan J. Remos: Historia de la literatura cubana. Tomo III. Modernismo. Cárdenas y Cía., La Habana, 1945, p. 301-302.
[6] Luis Toledo Sande: «Prólogo. Conjura y agonía en Jesús Castellanos». En, Jesús Castellanos: La conjura y otras narraciones, ed. cit., p. 7-59.
[7] Dolores Nieves: «El intelectual y el héroe en las novelas de Jesús Castellanos», en Bohemia. La Habana, 72(8): 10-13, feb. 29, 1980.
[8] Francisco Calcagno: Diccionario biográfico cubano. New York-La Habana, N. Ponce de León-D.F. Casona, 1878-/1886/, p. 16-21.
[9] Jesús Castellanos: Los optimistas, Lecturas y opiniones, crítica de arte. ed cit., p. 271
[10] Jesús Castellanos, ob. cit., p. 276. Las dos citas que siguen pertenecen al mismo texto, p. 273 y 277 respectivamente.
[11] Ángel del Río: Historia de la literatura española. V. 1. Desde los orígenes hasta 1700. Edición Revolucionaria, La Habana, 1966. Cuando se diga en el texto que es una cita de este libro, el número entre corchetes se referirá a la página donde se encuentra.
[12] Según Robert. G. Escarpit en su Historia de la literatura francesa. Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1950, p. 119.
[13] Jesús Castellanos: Los optimistas. Lecturas y opiniones. Crítica de arte. ed. cit., p. 208.
[14] Ob. cit., p. 409.
[15] Ob. cit., p. 410-411.
[16] Ob. cit., p. 425
[17] Ob. cit., p. 292.
[18] 17 Ambrosio Fornet, ob. cit., p. 26.