«Another one bites the dust»: He leído «La Tabla»

Por Leopoldo Luis García

He conocido a Amadís Montalbán de Gaula, alias Popol Vuh, hijo de Perión y Ericena, natural de Cienfuegos, nacido el 28 de enero de 1853, ciudadano cubano…

Con esas señas, ¿cómo voy a identificarlo a ciencia cierta?

Acaso he conocido a uno de sus alter ego. Tal vez al niño irreverente que madura entre Jehová y la utopía socialista; que se hace hombre y quiere ser escritor, o chulo, si le faltara el talento, porque comprende que la literatura y la chulería no son más que subterfugios para saquear lo ajeno. Tal vez al caballero andante que frecuenta cervecerías en Cienfuegos, desfaciendo entuertos o formando él mismo la bronca desde la marginalidad más conspicua.

A pesar de todo —y a pesar de sí mismo—, Amadís termina protagonizando la aventura más alucinante que pueda imaginarse en la Cuba revolucionaria. ¿Es por eso La Tabla la novela que muchos dicen esperar sobre la revolución cubana? Si lo es, ¿por qué tanto silencio? Si no lo es, ¿por qué tanto silencio? Uno puede evitarla: el libro —en la edición de Exodus, 2020– tiene 439 páginas, pero después de leerla no hay manera de permanecer indiferente.

¿Es Armando de Armas un “novísimo”? Recordemos que, aunque publicada por primera vez fuera de la Isla, La Tabla fue escrita íntegramente en Cuba y justo mientras la entonces naciente generación producía sus primeros títulos. ¿Puede un creador escapar al espíritu de su época? ¿Es Armando un narrador sin etiquetas, extraño a una literatura nacional que, sin embargo, se nutre de temas similares mediante la obra de sus contemporáneos?

Lo que sí hay en él, sin dudas, es una voz auténtica con la que el pequeño Amadís nos cautiva, creciendo con la novela hasta hacerse hombre, escritor, delincuente, preso y balsero.

Amadís, es decir, Armando, es tan irrespetuoso que ignora olímpicamente al lector y la estructura aristotélica del relato, desfigura las técnicas narrativas que se aprenden en el Centro Onelio, y despliega un largo etcétera de extrañamientos estéticos que convierten La Tabla en un laberinto inaccesible… o casi inaccesible. Intuyo que nada es casual, por cierto, y mucho menos naif.

No hay diálogos y la novela misma es un diálogo sin pausas, ¿tal vez un monólogo? Amadís habla desde sí y para sí, y cuando no parece posible, cambia la perspectiva del narrador y nos sorprende con una voz desconocida, a veces objetiva, otras omnisciente, y aquí viene la apoteosis: el párrafo se convierte en una verdadera sinfonía textual.

No hay capítulos (la novela se divide en dos partes enormes), pero ella misma es un capítulo abarcador sobre la Historia de Cuba, sobre la Cultura de Cuba en su dimensión más prístina y en fin sobre la Cubanidad (ese tan llevado y traído concepto que Angel Callejas de Velazquez parece querer reformular a 90 millas de la Isla, como si cubanía y extraterritorialidad fueran nociones culturalmente compatibles.

En fin, he leído La Tabla.

He navegado en canoa hecha con tablas de palma y he visto ahogarse a Calibán; me contaron que Camilo saltó del avión por voluntad propia; estuve en Angola con el Chévere y un UNITA me noqueó de un estacazo en la frente; sangré de un navajazo en el hombro en un bar cienfueguero, y me fugué de una guagua Girón en el tramo de carretera que va de Mal Tiempo a Cruces.

Seis décadas de revolución es demasiado para una novela, pero basta una novela para sufrir sus punzadas, el dolor de sus espinas, como espadas de erizos invisibles, y “¿cómo quitarme la ponzoña inoculada por un erizo?; con una tabla, tabla de la ley, que alguien te dé con una tabla de la ley en la planta del pie (…) hace falta una gran tabla para matar a la ponzoña”.

Lean La Tabla, está en Amazon. Digan después si me equivoco.

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